miércoles, 9 de mayo de 2018

Una obra histórica

La Real Academia de la Historia acaba de hacernos un regalo digno de todo agradecimiento: nada menos que su monumental Diccionario Biográfico Español, que ahora cuelga en la red en versión electrónica a disposición gratuita de todos. Entre tanta noticia descorazonadora y deprimente con que los medios se encargan de presentarnos la actualidad diaria, da gusto leer una como esta, que viene a facilitarnos las claves fiables para el conocimiento de nosotros mismos. Un soplo de aire fresco y luminoso que nos demuestra lo que ya sabemos, aunque haya quien parezca querer hacérnoslo olvidar: que somos un país en la primera línea del saber y en el modo de fijarnos grandes empeños y conseguirlos con método y rigor.
Todo en esta obra es enorme, porque 2.500 años de historia dan para mucho y porque está pensada con afán totalizador, aún con la certeza de que siempre estará inacabada. A lo largo de veinticinco siglos desfilan las vidas de 45.000 personajes de todos los tiempos y ámbitos, ya desaparecidos, desde Argantonio, en el siglo VII a. C. hasta Íñigo, fallecido hace cuatro días. En sus biografías trabajaron 4.000 autores, y de una ojeada a sus textos se desprende que han procurado ajustarse a la vieja sentencia que dice que no está al alcance del historiador establecer la verdad histórica, sino contribuir a ella empleando el rigor. Seguramente habrá más de una voz discrepante. Por naturaleza todos los diccionarios son discutibles, y mucho más los que recopilan nombres y hechos. Habrá personajes que llamen la atención por su presencia y otros por su ausencia; habrá quien vea juicios subjetivos donde esperaba encontrar algo más acorde con su visión del biografiado; habrá quizá algunos calificativos controvertidos, semblanzas con exceso o escasez de énfasis, y afirmaciones que alguien pretenda tomar como opiniones cuando no son sino datos reales. Ya se sabe que la pasión es enemiga de la Historia, pero se sabe también que es inevitable, y más en un pueblo como el nuestro, inclinado siempre a discutirlo todo. Pero ahí está la obra, que viene a cubrir de una vez por todas un hueco importante en nuestros estudios historiográficos y a igualarnos con los pocos países que lo habían hecho. Obras así llenan de satisfacción a cualquiera que crea que la verdadera grandeza de un país se mide por el grado y la influencia de su dimensión cultural. Y sí, obras así hasta tienden a reconciliar a uno con los impuestos.
Pocos elementos hay que contribuyan tanto a vertebrar una sociedad como un pasado común. Su conocimiento, su respeto y su acercamiento a él sin resabios ni prejuicios deberían ser materia de alta consideración para todos sus ciudadanos. Esta obra, en la que tuve el honor de colaborar, constituye un enorme y completo corpus de voluntades, caracteres, inteligencias y personalidades que moldearon nuestro pasado y de los que heredamos lo que somos, con sus luces y sombras. Tener la oportunidad de conocerlos en su individualidad es, además de una gratificante posibilidad para el simple curioso, un instrumento imprescindible para quien intente penetrar con ojos de investigador en las entrañas de nuestro paso a paso como nación.

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