miércoles, 2 de mayo de 2018

Tribunales callejeros

Nos ha tocado vivir una época vertiginosa en la que nada tiene asiento más allá del momento. No hay día en que no nos sorprenda algún hecho inédito, no porque no hubiera sucedido nunca, sino porque no lo conocíamos. Sin darnos cuenta todo se nos ha hecho transparente, nosotros también. El techo ya no es lo único de cristal; ahora también lo son el suelo y las paredes. Las fuentes del pensamiento que tratan de moldearnos ya no son aquellas a las que más o menos se podía esquivar por sus mismas limitaciones: el ámbito social, los partidos, la Iglesia, las asociaciones de diverso carácter, ni siquiera la familia. Al menos no son las únicas. Ahora lo que configura nuestro modo de entender la realidad en que vivimos es la tecnología de la información, con su apabullante universalidad y su omnipresencia; en concreto las redes sociales, convertidas en el nuevo Sinaí donde se dictan los mandamientos que hemos de acatar y las nuevas liturgias que hemos de seguir, y ay del que intente discrepar; hay todo un catálogo de palabras escogidas para caer sobre él.
Hemos asistido estos días a algunos ejemplos. Apenas dictada la sentencia del juicio de esos cinco tarados por lo que hicieron a una chica en los sanfermines de hace dos años, salió a la calle una multitud exigiendo su justicia. La suya. Nueve años de cárcel no les pareció mucho castigo, pero es sobre todo la calificación del delito lo que estaba en los gritos y en las pancartas. Esa sutil línea llena de matices, que separa un delito de otro cercano, tan difícil siempre de discernir incluso para los profesionales, la tenían muy clara los manifestantes. Unos juristas expertos, tras estudiar durante cinco meses el video de lo sucedido y las declaraciones de los testigos, llegaron a una conclusión fundamentada en las pruebas que tenían delante. En cambio, una turba sin más conocimiento de los hechos que lo que pudieron imaginar, no necesitó ni un minuto para salir a la calle a dictar su sentencia. Pobres leyes si su aplicación se hiciera en función del sentimiento de la masa, con lo manipulable que es, y pobre justicia si quedara sometida a la influencia de las redes sociales.
Casi al mismo tiempo, las redes convertían en viral el video de una pequeña flaqueza psicológica de una política relevante, que algún ventajista sin escrúpulos guardó en su día saltándose la ley, y otro con menos escrúpulos todavía saca ahora, no precisamente con fines de ejemplaridad. Un hecho anecdótico convertido en acontecimiento nacional siete años después, el nombre de una persona exhibido para escarnio general en la nueva picota pública, y la constatación de que todos nosotros podemos estar a merced de alguna mano desconocida y malintencionada, porque a ver quién no tiene algo que ocultar en su pasado.
Vivir es más que nunca estar atento, aceptar o rechazar influencias, guardarse de las propias huellas, a veces sobresaltarse y casi siempre tratar de defenderse mediante una barrera de escepticismo. No hacer caso de la bambolla que inunda las redes. Sencillamente no dejarse llevar más que por el convencimiento derivado del criterio propio.

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