miércoles, 11 de abril de 2018

Abril en Sevilla

A Sevilla se la adivina siempre sin saber cómo. Sevilla hoy ya no es Hispalis, ni apenas guarda nada de ella, que otros aires le soplaron; y lo cierto es que no fueron tan malos si la hicieron como hoy es: una de las ciudades más hermosas del mundo. Sevilla se hizo universal por sí sola, que ya es mérito, pero también por tantos como vieron en ella el escenario ideal para las cuitas y ensueños de sus personajes, llámense Don Juan o Carmen, Rinconete o Fígaro, Fidelio, Guzmán o maese Pérez. Seguramente no habrá ciudad española más fijada en la literatura, ni más cantada, ni más ligada al gran mundo de la creación artística. Fue tema de Mozart, Beethoven, Bizet, Verdi y Rossini, entre otros, y cuna de mil pintores y aún más poetas. De Velázquez y Murillo, de Bécquer y Machado. Imagen grabada en todos nosotros con favorables pretensiones de perennidad, horizontal en su río y vertical en sus torres, ajardinada de azahar y hecha fiesta entre vino y guitarras. Engarzada en leyendas de amores y milagros, en romances de pasiones reales y de judías arrepentidas, en el relato majestuoso de las crónicas de su pasado. Qué no tendrá Sevilla, si hasta los que se fueron a dar la vuelta al mundo volvieron a ella tras haber visto todo lo que había que ver a lo largo de los siete mares.
Hay ciudades tan ambiciosas de emociones que parecen estar hechas para cada uno de los cinco sentidos, como si no quisieran dejar nada sin el efecto de su influencia. Ciudades que atienden a todo, gustosas de que nada se vaya de ellas sin la huella perenne de su presencia. Sevilla, en abril, lo es. En Sevilla, hasta el olfato, que pasa por ser el sentido más reacio al placer, se rinde ante el aire empapado de azahar que corre por las callejas del barrio de Santa Cruz y que nadie sabe de dónde viene, si de Doña Elvira o del patio de los Reales Alcázares, si del parque de María Luisa o de todos los sitios a la vez, o acaso estuviese ya allí desde el principio del mundo, que es lo que parece. La vista se asoma al Guadalquivir por San Telmo y contempla una de las perspectivas urbanas más hermosas que pueden contemplarse; se oyen al atardecer saetas y guitarras con ritmo de sevillanas y se satura el gusto de tapas y finos en el Real de la Feria o en cualquier tasquita que uno encuentre. Y el tacto; el tacto es caricia y siempre habrá una mano sobre una piel morena con ansias de soledad. Abril se transforma en Sevilla hasta hacerla suya. El mes de transición mira aquí a los demás con aires de Pigmalión y Sevilla le muestra que nunca hubo una Galatea más dócil.
Esplendores así tienden a dejar en penumbra todo lo que se encuentra en su entorno, como si no tuvieran nada que decir o que enseñar. El buen viajero, ese que procura establecer bien las proporciones de lo que busca, lo sabe y de ningún modo olvida la provincia en su viaje, por corto que sea. Se va, por ejemplo, a Itálica para situarse en el tiempo, o a la marisma, para descubrir el espacio, y al final se da cuenta de que todo es el mismo espíritu.

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