miércoles, 4 de enero de 2017

El año en que aprendimos muchas cosas

Se fue el año y entró este con la familiaridad del que lleva haciéndolo desde la infinitud del tiempo, sin signos externos y sin ni siquiera saberlo, porque en definitiva no es más que una convención creada por nosotros para organizar el breve período de estancia que se nos concede aquí. Nos viene bien que el tiempo que tarda la Tierra en su vuelta alrededor del Sol sea justamente el que es, proporcionado a nuestra vida, porque así puede servirnos de medida. Claro que si la órbita fuera de distinta longitud nadie estaría aquí para dar campanadas. El caso es que nuestro planeta completó otra vuelta en torno a su estrella y nosotros nos alegramos y lo celebramos como si tuviéramos algún mérito en ello. Qué misterio esa necesidad vital que nos incita a intentar buscar la felicidad, aun sin razones, sea en el grado que sea y con cualquier pretexto.
2016 fue el año en que vivimos sin Gobierno y descubrimos que la vida cotidiana sigue su curso sin grandes alteraciones, dirigida solo por las leyes. Y descubrimos también otras cosas: que el más fuerte no es siempre lo bastante fuerte para ser el que manda, que el poder que da más confianza es el que sabe imponer moderación y buen sentido, y que los pobres trabajan mientras los poderosos se pierden en discusiones. Fue el año en el que el Congreso se llenó de rastas, greñas, mala educación y gentes capaces de llevar un bebé a su escaño o de sentarse en el suelo para dar una rueda de prensa e incapaces de guardar un minuto de silencio por la muerte de una compañera.
El título de palabra del año fue para populismo. Si hubiera una elección similar para las frases, seguramente sería el "no es no", una de las afirmaciones más trascendentales y de mayor complejidad de formulación de todas las que ha enunciado el hombre en su historia. No es no; tautología pura, redundancia infantil, afirmación de la nada. Populismo, en cambio, es un término vivo, que ha ido perdiendo dignidad en su evolución hasta convertirse ahora, de la mano de sus mantenedores, en un concepto peyorativo que admite diversas definiciones: la práctica de halagar al pueblo para ganarse su voto, llamada también demagogia; la tendencia a engañarlo ofreciéndole soluciones sencillas a problemas complicados; la de decirle solamente aquello que quiere oír. Su remedio siempre lo pone la realidad, porque la vida política del populismo está unida a la circunstancia; nace y muere con ella, según la idea orteguiana. En el año que ahora empieza, con Trump en la Casa Blanca, podremos comprobar si eso es cierto.
Entre los adioses, como siempre, hubo de todo: despedidas envueltas en tristeza y otras acompañadas de un suspiro de alivio, solemnes y huecas, íntimas y sentidas. Se fueron unos cuantos cantantes, un dictador que parecía eterno, un sabio filósofo, algún político y un equipo de fútbol entero, entre los que más sonaron. Y los más importantes: las víctimas de esos fanáticos de la sangre y el odio, que nos matan en nombre de Alá. Un año para olvidar. Y todavía al final tuvimos que añadirle un segundo para ajustarlo a nuestra medida del tiempo, porque por lo visto ni la Tierra tiene formalidad en sus vueltas.

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