miércoles, 11 de enero de 2017

Contra la Historia

Arranca el año con el mismo roncón nacionalista en tierras catalanas, amenazando con propósitos a fecha fija, con promesas sin más garantía que el hecho de hacerlas y con gestos varios que pretenden darnos pruebas de la solidez de su proyecto sin ver que consiguen justamente el efecto contrario. Algún ceño debió de fruncirse y alguno de esos farolillos estelados que sacaron en la cabalgata de Reyes debió de apagarse al saber que el Tribunal Constitucional de Alemania rechazó rotundamente la posibilidad de que un estado federado convoque un referéndum secesionista. Ni en Alemania ni en Francia ni en Italia ni en ningún país europeo lo contempla su Constitución; solo fue posible en el Reino Unido porque no la tiene. No cabe esperar ninguna sonrisa de apoyo por ahí fuera.
Tenía que ser así. Las sociedades, como las personas, son hijas de su pasado, al menos en lo que se refiere a las líneas que influyen en sus tendencias generales. La historia de Europa es la de un largo camino de retorno a su origen. Cuando se asoma a la civilización lo hace unida, a raíz de una conquista militar y cultural. Roma le da unidad e identidad al dotarla de elementos comunes, el derecho, la lengua, las estructuras políticas, las vías de comunicación. El fraccionamiento final no vino de la rebelión de sus pueblos, sino de invasiones externas, ajenas al Imperio. Luego, más de un milenio de disgregación en el que Europa se vio dividida en una infinidad de entidades políticas, casi siempre enfrentadas entre ellas, hasta que algunas comenzaron de nuevo a unirse, formando así estados. El primero fue España, en el siglo XV, y siguieron otros hasta el XIX, cuando se forman Italia y Alemania. El proceso siguiente, tras un traumático enfrentamiento bélico, fue poner en marcha la voluntad decidida de la reunificación total, y en eso estamos desde hace más de medio siglo, tratando de eliminar barreras y sustituir las fronteras por vasos comunicantes. Como para que algunos pretendan hacernos retroceder quinientos años.
Hemos de soportarlos todos los días, oyendo sus muestras de indignación, sus exigencias sin fin, sus advertencias interesadas. Siempre desafiando las leyes, poniendo condiciones, amenazando con rupturas, insinuando el adiós y haciendo negocio con él, perennemente insaciables y eternamente insatisfechos. Y sobre todo, siempre omnipresentes. No hay tribuna pública en que no aparezca alguno de ellos, aunque sin poder evitar la evidencia de que sus ideas son el resultado de un cuidadoso proceso de laboratorio. Han destilado la Historia y la han dejado únicamente en un memorial de agravios. Ni en esto son originales; el truco es muy viejo: "Era preciso servirse de mentiras para avivar aquel odio que el paso del tiempo había ido desgastando, a fin de que los ánimos se exacerbasen con algún nuevo motivo de cólera", escribe Tito Livio de los suyos hace dos mil años.
Y el caso es que uno va por allí, habla con la gente y se da cuenta de que la distancia entre la clase política y el pueblo es mayor que en ninguna otra parte de España. El ciudadano de a pie no siente que tenga conflicto alguno con el resto de los españoles y sonríe con cierta condescendencia cuando se le comenta la imagen que dan sus políticos: "Son tantos y les gusta tanto mentir..."

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