
El invierno, en su despiadado e inútil reto a la vida, nos trae la imagen de la desolación y desamparo que forman el reverso de nuestro vivir. En la desnudez de los árboles, en el silencio helado de los campos o en la temprana oscuridad de la tarde, nos da ocasión de aflorar nuestras mejores añoranzas y de entrever lo que sería un mundo eterno sin luz ni calor. Y cómo seríamos nosotros, hechos de anhelos de sol. Cómo sería compatible la alegría con la presencia constante de la decadencia, y el calor que necesitamos en nuestro lado más humano con la frialdad que nos atemoriza los sentidos. Qué difícil resultaría sentirnos solidarios con todo lo creado.
Como sucede en todo lance extremo, el invierno nos pone en evidencia nuestras desigualdades, tanto las individuales como las de carácter social. Se ceba en los más débiles de salud o de recursos; sus víctimas suelen ser los más indefensos y los menos adaptados a sus caprichos; exige una mayor solidaridad de todos con los que sufren algunas de sus consecuencias y para minimizar sus efectos sobre los que menos tienen. La tragedia del hotel de Italia, sepultado con todos sus huéspedes bajo un inmenso alud de nieve, viene a recordarnos su aspecto más cruel, pero al mismo tiempo la resistencia desesperada de la vida a entregarse. En otros países de Europa, el frío y las escasas defensas ante él se llevaron a muchos como un doloroso tributo. Quizá entre todas las penurias que aun afligen a las clases más desfavorecidas de nuestra sociedad, la de la llamada pobreza energética, que no es más que carencia de recursos, sea una de las que requiere una mayor atención y mayor valentía para frenar el inagotable afán de lucro de las empresas energéticas. Que se quede el invierno con su belleza perturbadora, pero quitémosle en lo posible su capacidad para hacer sufrir.