Fue desde su creación, allá por el año 1950, la radiante joya de
una ciudad no muy acostumbrada a estrenarlas. La insalubre charca del Piles se
convirtió de pronto en un parque esplendoroso, con el que, en su momento, pocos
en España podían competir. No se le regatearon metros de extensión ni apertura
de criterios en su diseño; se le dotó de elementos decorativos discretos y
bellos, tanto escultóricos como utilitarios; sus lagos se poblaron de una rica
avifauna y sus praderas de más de cien especies distintas de árboles. Sus
jardines se convirtieron en espacio conmemorativo de algunos de nuestros
personajes ilustres, y hasta acogió el primer monumento levantado en el mundo
al descubridor de la penicilina. Cuando un gijonés recibía la visita de algún
familiar o amigo de fuera, no podía pasar sin enseñarle con todo orgullo su
parque. El parque por antonomasia. Luego
pasó por temporadas en las que sus responsables de turno parecían no saber que
existía, junto a otras en que volvió a ser mimado y querido por los de arriba.
Sufrió modificaciones en su contenido y en su entorno; se le incorporaron
nuevos elementos, pero también fue despojado de estatuas y figuras de
las nunca se ha vuelto a saber. Por
no querer eliminar a unas nutrias que estaban acabando con su fauna, se le
impuso una valla metálica que le resta belleza e interrumpe sus caminos. Vivió
cambios diversos, algunos discutibles, al compás de los gustos de quienes
mandasen; conoció desde la indiferencia al exceso de celo, según los
aires que soplasen por el Ayuntamiento, pero hasta ahora no se había encontrado
con un Consistorio que lo confundiera con un recinto ferial. Un tinglado de casetas y carpas, bajo el nombre de Central Park,
se asentó en su mismo centro con su aire de nueva atracción, aunque en
definitiva fue lo que son casi siempre este tipo de eventos: el sempiterno
mercadillo, un montón de chiringuitos con olor a calamares y algún que otro
guiño al público infantil. Poco más. Si un parque es una secesión que se hace
en la ciudad para librarnos justamente de ella, como si nos fuera imposible
vivir sin tener siempre cerca la naturaleza, ahora fue la ciudad la que se
apoderó de su espacio y volvió a llenarlo con todas sus miserias. La pregunta
inmediata es si no habría, en esta ciudad de abundantes recintos abiertos, un
lugar más adecuado y de consecuencias más inofensivas. Y otra más, ¿servirá de
precedente? ¿Encontraremos cualquier día un circo o alguna de tantas farándulas
que vienen por aquí? No parece, señores responsables, que se den ustedes muchos paseos
por el parque. Si lo hicieran verían
una desoladora estampa de desidia y abandono. Verían que la mayoría de los
bancos están pintarrajeados, que muchas esculturas están llenas de mugre, que
el monumento a Fleming se encuentra cubierto de pintadas, que las elegantes Dríadas apenas se adivinan entre la
maleza que las invade. Y papeleras
abolladas, rosaledas sin rosales y un río cuyas aguas se ocultan bajo una
verdosa capa de suciedad. Desde luego lo que no verían sería vigilancia alguna.
Yo no sé en qué se emplearán los ingresos que esto ha dejado, supongo, en las
arcas municipales, pero bien podrían revertirlos en su víctima.
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