miércoles, 14 de septiembre de 2016

Nuestro parque


Fue desde su creación, allá por el año 1950, la radiante joya de una ciudad no muy acostumbrada a estrenarlas. La insalubre charca del Piles se convirtió de pronto en un parque esplendoroso, con el que, en su momento, pocos en España podían competir. No se le regatearon metros de extensión ni apertura de criterios en su diseño; se le dotó de elementos decorativos discretos y bellos, tanto escultóricos como utilitarios; sus lagos se poblaron de una rica avifauna y sus praderas de más de cien especies distintas de árboles. Sus jardines se convirtieron en espacio conmemorativo de algunos de nuestros personajes ilustres, y hasta acogió el primer monumento levantado en el mundo al descubridor de la penicilina. Cuando un gijonés recibía la visita de algún familiar o amigo de fuera, no podía pasar sin enseñarle con todo orgullo su parque. El parque por antonomasia. Luego pasó por temporadas en las que sus responsables de turno parecían no saber que existía, junto a otras en que volvió a ser mimado y querido por los de arriba. Sufrió modificaciones en su contenido y en su entorno; se le incorporaron nuevos elementos, pero también fue despojado de estatuas y figuras de las nunca se ha vuelto a saber. Por no querer eliminar a unas nutrias que estaban acabando con su fauna, se le impuso una valla metálica que le resta belleza e interrumpe sus caminos. Vivió cambios diversos, algunos discutibles, al compás de los gustos de quienes mandasen; conoció desde la indiferencia al exceso de celo, según los aires que soplasen por el Ayuntamiento, pero hasta ahora no se había encontrado con un Consistorio que lo confundiera con un recinto ferial.
Un tinglado de casetas y carpas, bajo el nombre de Central Park, se asentó en su mismo centro con su aire de nueva atracción, aunque en definitiva fue lo que son casi siempre este tipo de eventos: el sempiterno mercadillo, un montón de chiringuitos con olor a calamares y algún que otro guiño al público infantil. Poco más. Si un parque es una secesión que se hace en la ciudad para librarnos justamente de ella, como si nos fuera imposible vivir sin tener siempre cerca la naturaleza, ahora fue la ciudad la que se apoderó de su espacio y volvió a llenarlo con todas sus miserias. La pregunta inmediata es si no habría, en esta ciudad de abundantes recintos abiertos, un lugar más adecuado y de consecuencias más inofensivas. Y otra más, ¿servirá de precedente? ¿Encontraremos cualquier día un circo o alguna de tantas farándulas que vienen por aquí?
No parece, señores responsables, que se den ustedes muchos paseos por el parque. Si lo hicieran verían una desoladora estampa de desidia y abandono. Verían que la mayoría de los bancos están pintarrajeados, que muchas esculturas están llenas de mugre, que el monumento a Fleming se encuentra cubierto de pintadas, que las elegantes Dríadas apenas se adivinan entre la maleza que las invade. Y papeleras abolladas, rosaledas sin rosales y un río cuyas aguas se ocultan bajo una verdosa capa de suciedad. Desde luego lo que no verían sería vigilancia alguna. Yo no sé en qué se emplearán los ingresos que esto ha dejado, supongo, en las arcas municipales, pero bien podrían revertirlos en su víctima.

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