miércoles, 13 de julio de 2016

Hasta otra, señor Obama

Al fin ha venido, señor Obama, aunque sea en una visita con aire de viaje de fin de curso, y encima abreviada por sus problemas de intramuros. Le han privado de conocer Sevilla, que no es poca privación, se lo aseguro, e incluso de revivir algunas viejas andanzas en la capital. Ya sabemos que anduvo otra vez por España; hay por ahí alguna imagen en la que aparece con unos cuantos años menos y una mochila a la espalda en la plaza Mayor de Madrid. Haber vuelto a pasearla, hombre; vería qué está todavía más bonita, y qué animada, y qué segura. Cuántos placeres prohibidos, señor presidente. Ya ve, ahora que es el hombre más poderoso del mundo puede menos que cuando andaba por ahí con una mochila y una hamburguesa. Pero seguro que se lo habrá contado su mujer, que nos ha visitado ya un par de veces, aunque no sabemos muy bien para qué. Y si no, lo harán sus hijas, por lo menos una, a la que ha hecho el regalo de dejarla venir a España y vivir entre nosotros algún tiempo para completar su aprendizaje. Se ve que la quiere usted mucho.
Cuando, hace ya casi ocho años llegó usted a la Casa Blanca, buena parte del mundo pareció lanzar un suspiro de esperanza, casi como si hubiera presentido al Enviado. Le esperaban en todas partes: le esperaban en su propio país los que le habían votado con una radiante sonrisa de entusiasmo y hasta los que le miraron siempre con algún recelo; le esperaban los optimistas y los escépticos, los progres y los que piensan que hay muchas cosas que merece la pena conservar; le esperaban en los palacios y en las cabañas, en los despachos de Wall Street y en la tienda de la esquina; le esperaban en Irak y en Afganistán, en el África de su padre y en la Europa que miraba hacia usted como si fuera el destello de un faro en una noche de tormenta. Le habíamos convertido en el Moisés que habría de guiarnos en la travesía del desierto, con maná y varita de brotar agua incluidos. Ya en Oslo se habían anticipado a concederle el Nobel de la Paz, y aquí, una ministra de inefable recuerdo dijo aquello de la conjunción cósmica que se produciría por la coincidencia de su mandato con el de nuestro anterior presidente.
Ser la esperanza de alguien resulta siempre una responsabilidad que inquieta el ánimo; serlo del mundo entero tiene que producir una quemazón difícil de calmar. Yo no sé si ha sido usted un buen presidente para su país. No sé si la Historia le inscribirá en la lista de los mediocres o si su rostro será incluido en algún Rushmore del futuro. No sé si su nombre resonará con respeto en las escuelas o si más bien pasará a los libros como un dirigente envuelto en vacilaciones, contemporizador a destiempo, sin grandes éxitos en política interna y preso de su propia circunstancia racial y de su capacidad personal para la comunicación. Pero un país está por encima de su presidente, y el suyo es intenso y enorme en sus luces y sombras. Ahora mismo su actualidad son dos hechos que lo definen: el problema racial, que sigue en pie después de más de dos siglos, y la asombrosa proeza del Juno en Júpiter, que señala otro de sus rasgos distintivos: el de estar siempre a la cabeza del progreso técnico y científico. No hay mayor metáfora de su país.

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