miércoles, 20 de julio de 2016

Ese tal Mohamed

Qué puede pasar por la mente de alguien cuando decide coger un camión y aplastar a todos los que encuentre en su camino, incluyendo un tiovivo lleno de niños. Qué motivaciones, qué explicaciones, qué justificaciones. Somos una especie de recorrido infinito y de vericuetos incontables; jamás nos conoceremos en grado pleno. Eso que justamente nos distingue de las otras, la razón, la conciencia de la certeza de la muerte, la compasión ante el dolor ajeno, la risa y el llanto, el amor y el sacrificio, todo eso que nos convierte en únicos, se transforma en un enigma causal. Una pregunta sin respuesta, la frontera de nuestro conocimiento, una linde que nunca podremos traspasar. La gran preocupación del hombre desde que comenzó a razonar, aquel "conócete a ti mismo" del templo de Apolo, no fue más que una sabia invitación a un imposible.
Ese tal Mohamed que causó la matanza de Niza seguramente tenía algún tipo de sentimientos; puede incluso que se considerase a sí mismo una persona afectiva o sensible; quizá acariciaba con ternura a un perro o lagrimeaba con una película o vibró con algún beso de amor. Era padre de tres hijos; alguna emoción habrá sentido con ellos a lo largo de su vida, aunque no fuese más que cuando eran pequeños, alguna preocupación por su salud o por cualquier cosa que les afectara. Sin embargo, lanzó con toda frialdad su camión contra un grupo de niños que se divertían en unos caballitos, tratando de matar al mayor número posible. Quién puede explicarlo.
Somos un misterio como especie, por más que nuestro mayor esfuerzo desde que existimos haya sido el de tratar de desentrañarlo. Trabajo eternamente inútil, porque no conocemos ni sobre qué idea causal se sustenta ni la final a la que todo se acomoda, y de esa imposibilidad de conocernos nacen todos nuestros conflictos, las guerras, las injusticias, los crímenes. Mohamed era consciente de que iba a morir, porque no podía ignorar que de esos atentados nunca se sale vivo, y no le importó perder su vida a cambio de hundir en el dolor a centenares de personas. Cómo entenderlo. A una mente racional le resulta imposible creer que haya sido por la esperanza de las 72 huríes virginales que esperan a los que maten infieles, aunque nunca se sabe hasta dónde puede alcanzar ese combinado abyecto de fanatismo y estupidez. Más bien parece decisiva la presencia del otro ingrediente mortal: el odio. Un odio al país que lo acogió y a la sociedad que lo crio, un odio rabioso, injustificado, criminal, un odio con el que consumó su despreciable e inútil vida. Qué será que cuanto más pequeños son la mente y el corazón más odio son capaces de albergar. El odio callado puede combatirse con la indiferencia y acaso con amor, pero del odio asesino sólo cabe defenderse con la fuerza, en este caso con la fuerza policial y militar. Y hay que aplicarla sin complejos y sin cándidas apelaciones a la fraternidad universal y a alianzas de civilizaciones, ni estériles disquisiciones legalistas, que pueden evitarse con sólo cambiar las leyes que sea preciso. La debilidad siempre es una invitación al ejercicio del odio por parte de los que están llenos de él.

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