miércoles, 6 de abril de 2016

Querido libro

De las pocas líneas que quedan en el cuaderno donde uno anotaba sus certezas, una de las que se mantienen con la misma nitidez de siempre es la que señala la deuda permanente e impagable que ha contraído con los libros. Hurgando allá donde se acumulan los recuerdos, siempre termino encontrando que una gran parte de los mejores momentos de mi vida están ligados a ellos. A su lectura, al gozo de su adquisición, a la emoción de un descubrimiento, a la ilusión de un regalo, a su presencia. Y al silencio de una noche enganchado a sus páginas, a la soledad de una tarde de lluvia, a la demostración de afecto de una dedicatoria, al olor de una biblioteca. También a los años de estudio, a los tiempos de pupitre y exámenes, en los que algunos se convertían en simples instrumentos necesarios y circunstanciales. Pero siempre el libro. Con mis preferencias cambiantes a lo largo de los años y mis devociones según las épocas, pero eterno acompañante de tantos momentos, con esa imagen suya tan familiar que se ha hecho parte de mi mundo. El vendaval tecnológico que nos afecta, con sus inevitables ramalazos iconoclastas, ha propuesto el fin de esa imagen y su sustitución por una de sus elaboradas manifestaciones; naturalmente no faltaron quienes enseguida le pusieron un nombre que sonase a inglés: 'ebook'.
El libro electrónico ofrece indudables ventajas, la principal de ellas su capacidad de almacenamiento, con el consiguiente ahorro de espacio. Claro que habría que hablar de en qué consiste para cada uno la seducción de lo invisible; hay quien presume de llevar mil libros virtuales en su aparato y quien prefiere tener la compañía de mil libros en sus estantes. En realidad, todo se reduce a la consideración que se haga del libro como un simple texto o como un objeto diferenciado. Si se tiene como un simple texto a leer, sin nada que importe al margen de él, no hay duda de que puede resultar práctico, sobre todo en circunstancias concretas, por ejemplo en los viajes.
Pero hay otros que pensamos que leer un libro es mucho más que leer un texto. Es participar de un objeto único en toda su plenitud. Un objeto con sus caracteres sensoriales, su olor, sus cualidades táctiles, su posibilidad de ofrecer una enorme belleza externa en su portada, en su diseño, en su tipografía, hasta en su tipo de papel, e incluso de alcanzar un alto valor material en función de su rareza o de la calidad de su edición. Y por encima de todo está el hecho mismo de su presencia. Cada libro tiene su propia historia. Han llegado a nosotros a lo largo de nuestra vida, cada uno en un momento determinado; muchos de ellos encarnan un recuerdo concreto o fueron un regalo ilusionado; algunos tienen una dedicatoria ya irrepetible; todos juntos conforman ese ambiente de sosegado afán que sólo puede encontrarse en una biblioteca.
Ya sabemos que lo que da sentido a un libro es su lectura y que lo importante son sus palabras, estén sobre lo que estén escritas, pero algunos creemos que también tienen su vida particular y un aura mágica individual que jamás tendrá una máquina. Cómo imaginar que el libro de papel pueda ser sustituido alguna vez por un artilugio electrónico.

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