miércoles, 13 de abril de 2016

Incapaces de entenderse

El tiempo político tiene su propio ritmo, que no marcan los astros, qué más quisiéramos, sino las ambiciones de quienes se sienten sus protagonistas. Es a veces tan frenético que nos desconcierta, y otras lento y sin preocupaciones de paso, como si los instantes fueran horas y los días semanas. Ahora estamos en una de esas etapas en las que parece que el dogma que lo rige es el de que la prisa es mala consejera. Cuatro señores son incapaces de entenderse después de estar cuatro meses reuniéndose y hablando, supongo que con buena disposición, pero con escasa capacidad de convicción, a lo que se ve. ¿Tan estrecho es el filtro que cada uno establece para no permitir el paso de ninguna idea ajena? ¿Tan difícil resulta encontrar entre todos un camino, al margen de la propiedad que atraviese, que tenga como única meta el progreso de España? ¿Tan heroico es lanzar la mirada a lo lejos?
Entre egos individuales, antipatías personales, la cerrazón obsesiva de alguno y la posición extremista de otros, hemos perdido un tiempo irrecuperable en declaraciones, promesas, dimes, diretes y rencillas de colegio. Es decir, en incertidumbre, en inactividad, en nada. Frente a la necesidad de no interrumpir la recuperación económica ni de ofrecer al mundo una nueva imagen del feroz individualismo que nos ataca cíclicamente y que es uno de nuestros genios maléficos familiares, la clase política vuelve a mostrar su falta de grandeza, y así, ante el olvido casi absoluto de la nación y entre afanes de poder, intereses sectarios y actitudes chulescas, cuando no groseras, al ciudadano le da la sensación de que su voto, lo único que tiene, ha sido en vano. Seguramente observará a cada uno para cuando se lo pidan otra vez.
Y al fondo, todos nosotros. Un país que había encaminado su recuperación tras la crisis a costa de dolorosos esfuerzos, a cuestas con sus problemas estructurales y coyunturales, pero con un futuro lleno de posibilidades, varado en un tiempo muerto. Esperando a que cuatro personas, a las que han elegido para ello, se despojen de sus ideas a ras de suelo y alcancen una altura de miras que permita de una vez trabajar sin reservas por ella. ¿Tan hondas son las diferencias que las separan, que no puede vencerlas el afán del bien común? Cómo se echa de menos el viejo concepto de patriotismo.
Seguramente los profesionales de la política podrán mirarnos con cierta condescendencia a los que opinamos sin serlo. Sin duda desde dentro se aprecia una complejidad que a los demás se nos escapa, pero es una complejidad creada por ellos mismos. La devaluación de la clase política en la opinión ciudadana viene de una percepción que nadie parece querer demostrar que sea falsa: confiamos a los políticos la solución de nuestros problemas, y resulta que ellos mismos se convierten en un problema más. Al problema del enfermo hay que agregar el de los médicos, que discuten sobre la marca del bisturí. Será todo tan complejo como se diga, habrá factores condicionantes y hasta de carácter determinista, pero nadie puede evitar que nos hagamos una pregunta resignada y dolorida: ¿por qué siempre es tan complicada la política en esta vieja y entrañable nación que se llama España?

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