miércoles, 24 de junio de 2015

El oficio de editor

Es oficio este de buenas gentes y, en los tiempos actuales, de gentes valerosas, que hay que ver cómo están las cosas por la galaxia Gutenberg. No hablo de los grandes grupos editoriales, que producen y mercadean con un objeto llamado libro como podían hacerlo con melones o zapatos, sin ver en él más valor que la posibilidad de convertirlo en buena ganancia. A esos, con alguna excepción que pueda haber, los aspectos extraeconómicos del original que les llega les traen sin cuidado; el libro sólo será bueno si es vendible, su calidad literaria es un factor a considerar muy en segundo término; lo que prima es el sonido del nombre del autor y la posibilidad que ofrezca; es decir, lo que sea susceptible de transformarse en dinero. Presidentes hay de gigantescas editoriales que han confesado que jamás leyeron un libro. Su negocio es hacer negocio con la lectura de los demás.
No, no hablo de máquinas de editar, sino de editores, que es cosa distinta. De esos editores, casi siempre modestos y callados, que se juegan salud y hacienda en su empeño por dar rienda suelta a su vocación y que si publican libros es porque los aman. Estos son los editores que uno respeta y admira y quisiera animar en su labor. Esos editores que han de trabajar mirando siempre de reojo la cuenta de resultados, que casi nunca presenta un rostro atractivo. Editores de empresas pequeñas, a menudo de carácter familiar, cuyo mayor patrimonio es su entusiasmo, y que suelen contar con más voluntad que medios y con más trabas que apoyos. Que no pueden competir con los poderosos en campañas publicitarias, ni acceder a los suplementos culturales influyentes, ni les es posible convocar premios millonarios de esos que deslumbran a todos, excepto al lector de verdad. Que han de estar en lucha permanente contra las limitaciones derivadas de su reducido entorno, con una actitud casi de súplica continua hacia los medios de comunicación, y con la mirada bien atenta en su relación con impresores, distribuidores y libreros. Y que al final, cuando el libro ya salga a la venta con un margen comercial de mera supervivencia, seguramente se encontrarán con alguien que les dirá que es muy caro. Los tenemos en Asturias; valga, por poner un ejemplo, el nombre de KRK y de algunos otros bien conocidos de todos los que aman los libros. Algún día habrá que fijar la atención en la inmensa aportación que estas editoriales hicieron y hacen a la cultura asturiana, y qué sería de ésta sin ellas.
El editor de provincias está vinculado al escritor de provincias, y las tribulaciones de uno son las del otro. Al editor de provincias, como al escritor, han de sobrarle ánimo y esfuerzo, y más ahora que le han caído encima extraños enemigos de los que no es fácil defenderse. Los nuevos artilugios tecnológicos ponen al alcance de todos la lectura gratuita de las obras, sin que el autor y el editor vean compensación alguna por su trabajo. Tiempos confusos e inciertos, en que todo ha de ajustarse a una nueva situación que apenas se atisba en su integridad. Pero ahí seguirá ese editor de vocación, ofreciéndonos la creación y la cultura cercanas, esas que jamás merecerán la atención de las multinacionales.

miércoles, 17 de junio de 2015

La hora de los perdedores

Para todos los que siguen con interés los avatares de la política, profesionales, politólogos o sedicentes entendidos, debieron de resultar apasionantes estos días de ebullición en los que asistimos al espectáculo que nuestros elegidos nos ofrecieron gratuitamente buscando cada uno su acomodo como si fuera el juego de las sillas. Al final, claro está, todos encajaron, si bien alguno, cuando se despierte, puede que se dé cuenta de con qué extraño compañero de cama se acostó. Por contra, los ciudadanos de simple vivir nos quedamos contemplando, entre perplejos y displicentes, los efectos de la inmensa fuerza de atracción del poder, capaz de torcer barras que nos habían presentado como rígidas y de cruzar líneas que nos habían descrito como infranqueables. En el fondo no deja de ser una experiencia necesaria esa de asistir una vez más al juego de ambiciones y palabras encontradas que siguen a cada petición de voto, ver a todos los perdedores mercadeando entre ellos, ofreciendo, regateando, prometiendo, intercambiando futuros cargos, en algunos casos sólo para evitar que gobernase el partido que obtuvo más votos. ¿Dónde quedan las ideas y las rotundas afirmaciones previas a las elecciones, aquellas que establecían las luces rojas de los pactos? Pues sometidas a la coyuntura, que cuando tiene apariencia favorable no quiere saber nada de honor y dignidad. Ay si alguien nos asegurase que por encima de todo sólo late el afán de resolver los problemas de los ciudadanos y de mejorar la sociedad.
En el torbellino de frases y eslóganes de los mensajes partidistas hubo una palabra común a casi todos: cambio. Como si el cambio tuviera algún grado de calidad intrínseca. Un cambio puede ser a mejor o a peor; no implica nada por sí mismo. Otros nos repitieron términos de significado tan abstracto como obvio: progreso, libertad y demás. Hay quien, como ese nuevo alcalde gaditano, un tal Kichi, promete felicidad a sus vecinos, con lo que alcanza la cumbre más alta de las promesas. A lo mejor es un enviado del Olimpo.
Se ha discutido si estos pactos a espaldas de los votantes responden a una idea pura de la democracia o son más bien una mistificación de la voluntad popular revelada en las urnas, una falacia derivada de la indebida deducción de proposiciones a partir de la voluntad electoral de los ciudadanos. Hay incluso quien distingue en función de su finalidad; no sería lo mismo si se formalizan para elegir un poder legislativo que un ejecutivo, como serían los ayuntamientos. En todo caso se trataría de una cuestión sujeta a interpretaciones diversas, no todas de fácil asimilación. Aunque en la percepción popular no es tan complicado; un amigo me la resumía de forma muy sencilla:
-Yo aborrezco a Podemos y todo lo que representan; he votado a los socialistas. ¿Y qué hicieron los socialistas? Pues entregar mi voto a Podemos. Me siento engañado. Jamás volveré a confiar en ellos; quizá en ninguno.
No es verdad eso de que la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce. La derrota tiene dignidad si se la dan los derrotados. Algunos ya nos han enseñado cuánta tienen.

miércoles, 10 de junio de 2015

Final feliz

Justo cuando nos bombardean minuto a minuto con las idas y venidas de los partidos perdedores negociando entre sí para repartirse los cargos y evitar que gobierne el que obtuvo más votos, se produce uno de esos hechos que desfruncen el ceño de la ciudad y le ponen en los labios una sonrisa complacida. Estamos menesterosos de buenas noticias, así que se agradece más. Ni siquiera a los que no tenemos el fútbol entre nuestras pasiones nos puede dejar indiferentes lo sucedido la tarde del domingo. Un partido de Liga, una victoria ante un equipo que ya no se jugaba nada, pero qué enorme capacidad de liberar todos los sentimientos contenidos durante mucho tiempo y generar una explosión de alegría desbordada en la que no tienen cabida matices ni sombras. Esa manifestación de ciudadanos unidos sin distinciones por un júbilo pleno y desinhibido, esas riadas vestidas de rojo y blanco que inundaron las calles, ese estallido de felicidad compartida, eran algo más que una consecuencia de un encuentro futbolístico. Eran la exteriorización colectiva de un sentido de pertenencia y la expresión de la victoria final, con efectos catárticos, sobre la acción demoledora de muchas frustraciones y desengaños vividos. La posibilidad, por fin, de enarbolar el orgullo largamente reprimido. Las consecuencias económicas para la ciudad, que las hay, quedaban sepultadas bajo los cánticos enronquecidos y el frenético ondear de las banderas a la espera de un mejor momento para su análisis. Más que nunca, el fútbol se convertía en la liviana alegría de vivir.
Una ocasión así, en la que se vive uno de esos raros instantes en que se siente un latido común, casi como un éxtasis colectivo, bien merecería un Píndaro que exaltase con palabra ardiente la gloria de la lucha y del triunfo del atleta, porque en estos casos la emoción estética queda relegada ante el valor del desenlace final. El homo victor se impone claramente al homo ludens, y más en este deporte en el que todo es desmedido, enfático, extremado e hiperbólico, en la gloria y en el fracaso. He dicho deporte y acaso habría que llamarlo fenómeno de largo recorrido transversal, porque ninguna otra actividad lúdica trasciende su ámbito con tanta largueza, ninguna alcanza a paralizar tantos corazones, ninguna mueve tantos dineros y ninguna como esta tiene atado a los caprichos del azar el honor de una ciudad e incluso de todo un país. Ni ninguna otra sirve con tanta regularidad como eficacia para aliviar tensiones, adormilar penas, distraer atenciones y desviar miradas. Y en esta labor tiene infinitamente más prestancia que la que despliegan con el mismo fin otros poderes públicos y privados. Por una vez los sentimientos, que a veces se dejan arrastrar por falsos señuelos, siguen una dirección dictada por lo más auténtico de sí mismos. Si se trata de desviar la atención, al menos que sea para mirar una realidad gratificante y gozosa.
En fin, que Gijón y su nombre ya vuelven a donde debían, a estar cada semana en la atención y en los comentarios de los aficionados de toda España. Y ahora, que los dioses de las esferas acompañen a la nuestra en su nuevo rodar por los campos de la máxima categoría.

miércoles, 3 de junio de 2015

Palmira

Cuando se llega a Palmira hay unas cuantas impresiones inmediatas que se superponen en el viajero a modo de bienvenida: un aire sofocante que reseca la boca, unas ruinas que suponen un desafío para el visitante por su extensión y por la multitud de vendedores que no le dejan respirar, la certeza de hallarse en el centro de una inmensa soledad y la emoción de haber llegado a uno de esos sitios que, por alguna razón, forma parte de la lista de los lugares legendarios que todos nos hemos hecho. Luego, ya ante aquella majestuosa panorámica de ruinas, a las que ni el tiempo ni el viento del desierto a lo largo de dos mil años han conseguido desproveer de su solemnidad, queda la sensación de estar en lo que fue el límite mismo de la civilización, el punto máximo de extensión de la cultura griega y romana; más allá, los bárbaros, la oscuridad, la ausencia de la ley y del logos. El mal azar histórico ha querido ahora darle de nuevo ese papel.
Palmira fue desde antiguo un importante enclave comercial en el cruce de varias rutas caravaneras. Tiberio y Adriano la dotaron de las magníficas construcciones que hoy podemos ver. Luego, la reina Zenobia, una figura romántica, trató de prescindir totalmente de Roma, pero el emperador Aureliano en dos breves campañas acabó con ese intento y Zenobia fue llevada como trofeo a Roma, aunque se le perdonó la vida. La ciudad perdió su esplendor y se convirtió en un simple puesto militar del limes del imperio. Así se fue extinguiendo, afectada por terremotos, abandonada por sus habitantes y engullida por el desierto. Fue un viajero español, Benjamín de Tudela, el primer occidental que la visitó, hacia 1172; después volvió a hundirse en la oscuridad hasta el siglo XVIII. Hoy las excavaciones nos han devuelto su imagen, grande, espléndida, pero tan alejada de lo que fue en la antigüedad que, aún sorprendiéndonos, nos invita a la reflexión: decadencia de las civilizaciones, evidencia del azar como fuerza que domina la historia, mecanismo de autodefensa basado en rupturas necesarias para abrir nuevas vías a las expresiones de la humanidad, demostración inapelable de la ley de los ciclos históricos, cualquiera de estas cosas o algo de todas, quién sabe.
La ciudad actual está a unos tres kilómetros de la antigua, y sigue viviendo del comercio, como siempre. Las tiendas no parecen cerrar nunca. La calle principal, a las once de la noche, muestra la misma animación que de día. Comercios y tenderetes a lo largo de las dos aceras con la mercancía fuera y el dueño a la puerta saludando al forastero e invitándole a pasar; niños jugando; hombres sentados, charlando y fumando, practicando el típico dejar pasar el tiempo de los árabes. En una tienda de material fotográfico, el dueño nos invita a un té y nos regala una fotografía de Palmira tomada en 1950. Al viajero le queda esta noche, en la que pudo vivir la cercanía de la vida de una población siria y de su gente, como uno de esos recuerdos que se antojan irrepetibles. ¿Y ahora? Cómo cuesta imaginar a Palmira en manos de esas bestias asesinas del Estado Islámico. Cómo duele ver el triunfo del fanatismo y la ignorancia sobre el esfuerzo redentor del tiempo.