
Este deporte de factura elemental, infantiloide en su concepto, con ciertas reminiscencias bélicas, que tardó una eternidad en aparecer en la vida de la humanidad, que se resiste a cualquier innovación tecnológica porque piensa que en la debilidad de un juez humano y en las injusticias que esto conlleva estriba la pasión que lo alimenta, acaso sea un modo perfecto para dar cauce a la condición violenta que es inherente al ser humano. Como todas las cosas trascendentes, es capaz de actuar, para bien o para mal, en los escondrijos de la memoria durante toda la vida y de despertar adhesiones y fobias inmunes a toda mudanza, pasiones indelebles que ni el ser más querido podría suscitar. Así que esa afirmación de que el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes suena bien, pero no es cierta, porque se nos muestra como más importante que otras cosas importantes. En esa multitud de rostros demudados por la tensión subyace esa oculta fuerza que es capaz de convertir las calles de una ciudad en un hormiguero de gentes unidas por un solo sentimiento. Aun desde la distancia emocional, bendito juego que en los triunfos inunda a millones de almas con una explosión de alegría capaz de empequeñecer por un momento cualquier preocupación, y en las derrotas aporta un dolor que pronto evoluciona en esperanza. Y siempre, su seguimiento alivia los sinsabores y contratiempos de la vida de sus devotos. Hasta consigue dar al medio que lo retransmite su mayor índice de audiencia.
Y, vista la importancia universal que se le prodiga y los esfuerzos que se hacen desde las instancias de poder para atraer sus grandes acontecimientos, algo tendrá que ver con el prestigio del país, con el orgullo patriótico y hasta seguramente con el índice del PIB. Alguien me recuerda que, ahora mismo, todos los títulos posibles del fútbol universal, el campeonato mundial y el europeo de selecciones nacionales y los dos continentales de clubes, están en manos de equipos españoles. Pues también es Marca España.