miércoles, 14 de mayo de 2014

Ese extraño museo

Con su arquitectura de perfiles extraños y líneas arrugadas, como si el edificio hubiera sufrido una tremenda colisión frontal, Frank Gehry ha obtenido el Príncipe de Asturias de las Artes. Para nosotros, Gehry es el museo Guggenheim de Bilbao y, si acaso, su secuela epigonal, una bodega vinícola; el primero, sobre todo, ha eclipsado toda su obra restante. Uno debe confesar que no siente ninguna debilidad por esa mole que se alza junto a la ría, aunque tampoco tiene nada especialmente en contra. Lo único que le inspira es una breve reflexión en general sobre la relación entre el continente y el contenido. En este caso, del continente poco hay que decir, porque es obvio el impacto de su presencia. A eso se añaden simbolismos adecuados y explicaciones retóricas, por ejemplo que el empleo del titanio alude al pasado siderúrgico de Bilbao, como si el hierro tuviese algo que ver con el titanio, y ya está instalado firmemente en el mapa físico y sentimental de la ciudad.
Otra cosa es la función para la que fue concebido, porque su carácter pretendidamente subvertidor, apoyado en una facilona ambigüedad entre la arquitectura y la escultura y pensado para provocar inmediatas admiraciones, no es otra cosa que un producto más de un nuevo modelo conceptual basado en el trastrueque de la relación orgánica entre las obras de arte y el marco que las acoge. El envoltorio adquiere todo el protagonismo en detrimento de lo envuelto. La cáscara del huevo se convierte en algo de mayor importancia que la yema. El museo se concibe como algo para ser exhibido por sí mismo, independientemente de la obra que vaya a acoger. El edificio ya es la obra; lo que se muestre dentro es secundario con relación a ella; lo mismo puede ser una retrospectiva de Moore que una exhibición de montajes electrónicos. Con una apropiada labor comercial, esto tiene entre sus consecuencias la de lograr una popularidad poco frecuente en el ámbito habitual de lo museístico, aunque con un orden de valores inverso. Si se preguntara a cualquier visitante del Guggenheim, e incluso a los ciudadanos de Bilbao, por el arquitecto que lo construyó, quizá muchos diesen su nombre, pero si se les pidiese que digan el de algún artista que tenga su obra allí sólo tendríamos un encogimiento de hombros. La función básica del museo, aun con todos los matices revisionistas que se quieran, se diluye y se empequeñece hasta convertirse en un apéndice menor del conjunto. Es casi como decir que un cuadro no sería nada sin la espléndida moldura que lo enmarca.
Por encima de cualquier accesorio externo y por espectacular que sea, los principales valedores de un museo de arte son las obras que alberga y los artistas que las crearon. Es lo que le da valor, no el producto de megalomanías urbanas y edificios aparatosos que tratan de escapar a su natural condición contingente. Convertir el acto íntimo de la contemplación de una obra de arte en un espectáculo de parque temático puede que sea un gran negocio económico y propagandístico, pero es también una forma de subversión. Una caja de caudales puede estar decorada con preciosos colores, pero lo que importa es lo que guarde en su interior.

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