martes, 29 de enero de 2013

La libreta de ahorros

Encontré a mi amigo apoyado en una barandilla del parque, contemplando los gansos del lago, aunque creo que sin verlos. Mi amigo es una persona de natural apacible, moderado en sus ideas y sus expresiones, educado, culto y poco dado a afirmaciones apriorísticas ni dogmáticas. Sin embargo, ahora tenía el ceño adusto y los ojos con un brillo de indignación poco habitual en él. No fueron necesarias muchas preguntas para que se desahogara.
-Es que vengo del banco, de poner al día mi libreta de ahorros, y no puedo evitar enfurecerme viendo cómo caen sobre ella como buitres a arrancarle todo lo que pueden. Fíjate: me quitan 27 euros por mantenerla, ya ves lo que debe de gastarles la pobre. Y mira todos estos cargos: son los costes de las cartas que me mandan y que nadie les pidió, incluyendo las de su publicidad, así que envían muchas. Hasta me tienen retenidos cinco euros, dicen que para que no se quede a cero; hay que ser ruines. De intereses nada, por supuesto. Luego se extrañan de que los depósitos de ahorros de los españoles disminuyan; lo extraño es que todavía alguien quiera tenerlos en un banco.
La libreta era de una Caja de nombre catalán. Le sugerí que quizá en otro banco...
-Es igual. El afán de beneficio iguala todas las conductas. En esto creo que ninguno se diferencia mucho de los demás. Son todos hijos del mismo matrimonio: la usura y la prepotencia.
Se quedó mirando un momento hacia lo lejos y luego siguió hablando como quien hace una reflexión en voz alta.
-No hay ningún negocio que pueda compararse con el de los bancos. Es redondo. Les prestas tu dinero para que saquen beneficios con él, y encima tienes que pagarles por prestárselo. Y cuando se van al desastre, hemos de reparar la incompetencia de sus dirigentes con el dinero de todos, mientras ellos se van de rositas. No verás nunca un banquero arruinado. Y encima todo el sistema contribuye a hacerlos insustituibles, porque se las han arreglado para que nos resulte imprescindible tener una cuenta. Lo que ya no está tan claro es que el sistema controle sus tendencias al abuso; ahí está, por ejemplo, todo ese saqueo al cliente en forma de comisiones sobre un montón de conceptos, correo, gastos diversos y mil disculpas más. O, en otro sentido, el caso de las preferentes, aprovechando la vulnerabilidad de algunos clientes –especialmente los mayores-, en materia de inversiones financieras. Ya sabes aquella frase de Brecht: hay algo peor que atracar un banco: fundarlo.
-Imagina –añadió- que hubiera un solo banco. Un banco único, sin ánimo de lucro, sólo con los beneficios justos para mantenerse sin cargo al presupuesto. Sí, un servicio público, como la sanidad o la educación, sin buscar ganancia alguna a costa de nadie. Piensa lo que supondría para las economías familiares y empresariales y para toda la sociedad.
Un ganso soltó un graznido que sonó como una risotada.

miércoles, 9 de enero de 2013

Somos felices

No lo sabíamos, pero resulta que somos uno de los pueblos más felices del mundo, el segundo de la Unión Europea, tras Finlandia, según una de esas empresas que se dedican a hacer preguntas a la gente para decirnos por dónde anda la opinión pública. En este caso no es un trabajo local; la encuesta se ha hecho en 54 países, así que algo de universalidad sí que tiene. El caso es que también dice que somos uno de los más pesimistas sobre nuestra situación actual, lo cual puede parecer una paradoja, aunque, bien mirado, no lo es. El pesimismo implica tener una cierta visión del futuro, mientras que felicidad se refiere al presente. Se puede ser infeliz y a la vez un empedernido optimista, igual que puede uno sentirse un tipo satisfecho de su vida y al mismo tiempo tener tendencia a ver los aspectos más desfavorables de lo que le rodea. Es una sutil diferencia, que, por lo visto en esta encuesta, sólo sabemos distinguir por aquí. Nuestros vecinos portugueses, por ejemplo, que figuran como campeones del pesimismo, se sitúan también a sí mismos en los últimos puestos de la felicidad. Resulta llamativo que los países más pobres sean los más optimistas y que los que ven el mundo con más pesimismo sean precisamente los europeos y los ricos en general. Puede que sea por aquello de que un pesimista no es más que un optimista bien informado. Si es así casi dan ganas de bendecir la ignorancia. En realidad, la vida termina enseñándonos que sólo somos felices a costa de desconocer algo.
La cuestión es saber qué entendemos por felicidad, si es un concepto unívoco o múltiple, un término definible o un estado de ánimo, una vocación perpetua del ser humano o simplemente un azar que se prolonga más o menos. Recuerdo, hace ya unos cuantos años, una encuesta que hizo una revista preguntando a sus lectores qué entendían por felicidad, y las respuestas iban desde las más hondas y espirituales hasta la de una afamada actriz, que contestaba que en su caso consistía en poder comer como un cargador de muelle y no engordar. El ideal de felicidad de cada uno puede decir mucho acerca de su carácter, su personalidad, su escala de valores y hasta de su condición moral, pero nadie puede escapar de ese impulso que forma parte de nuestra esencia y que nos lleva a buscar permanentemente la felicidad como único objetivo en la vida. Luego, cuando podemos atraparla, nos parece tan insólito que desconfiamos de ella.
Aun admitiendo que la típica trilogía -salud, dinero y amor- sea fuente de felicidad, apenas depende de nosotros. Mucho más seguro es aquello que podemos tener sin necesitar grandes recursos ni aspirar a cambiar de condición, porque, si sabemos buscarlos, tenemos muchos motivos para ser felices. Pequeñas cosas que nos rodean y que están ahí sin apenas hacerse notar, una conversación con los amigos, una caricia aceptada, una lectura, esa música que nos conmueve, un paseo solitario, un vino compartido, una entrega a la nostalgia. Ya Borges había observado que la felicidad es más frecuente de lo que pensamos: no pasa un día sin que estemos por un instante en el paraíso.

miércoles, 2 de enero de 2013

Año nuevo

Pues ya hemos celebrado otra vez el rito del paso de un año a otro, más o menos con el ceremonial de siempre, lleno de gestos simbólicos que tratan todos de inducirnos al contento y sobre todo a exteriorizarlo lo más expresivamente posible. Sesudos buscadores de todos los pies posibles e imposibles del gato han tratado de averiguar las razones por las que desparramamos tanta alegría esa noche, como si hiciéramos nuestro el mérito de la Tierra de haber dado otra vuelta alrededor del Sol. Alegría compartida sin miramientos y además con afanes transitivos. En los brindis hay buenos deseos y en las palabras expresiones de esperanza, y en el fondo de cada uno quizá firmes propósitos para el tiempo que nace o acaso alguna atrición por no haber cumplido los prometidos el año anterior. ¿Y por qué? Pues por estar vivos, o por asomarnos a un tiempo que consideramos nuevo, o porque sentimos la necesidad recurrente de despojarnos de lo viejo y vestirnos ropajes diferentes, o porque necesitamos renovar las ilusiones y las promesas y este nuevo número nos brinda una buena ocasión, o porque sí, quién sabe.
El caso es que, bien mirado, y desde una perspectiva alejada de lo cotidiano, los años son casi todos iguales. Pasan acotando en parcelas nuestra vida, contemplan siglo tras siglo nuestra lucha por la vida, nuestras pasiones, nuestros afanes, nuestras miserias y nuestras estupideces y, cumplido su plazo, se dejan engullir para siempre por el misterio de la eternidad. Muy pocos se quedan como hitos en el tiempo. Apenas cruzan su San Silvestre ya quedan enterrados en el pasado y confundidos con los que los precedieron, y tan sólo los que marcan una señal decisiva en nuestras vidas dejan su nombre en nuestra memoria personal. Son los que se llevan consigo y almacenan para siempre nuestros sucesos más íntimos y más queridos, esos que luego reciben el nombre de recuerdos.
Pero si los años vienen a ser todos similares en sus efectos, algunos merecen un olvido más rápido que otros; al menos este que acaba de morir lo merece casi de inmediato. 2012 no nos trajo el fin del mundo, como unos avispados nos vendieron y muchos inexplicablemente creyeron, pero a la hora de guardarlo en la memoria no figurará precisamente entre los venturosos. En su balance presenta las habituales catástrofes que la naturaleza nos ofrece según su costumbre, y, por supuesto, las desgracias que los hombres nos creamos a nosotros mismos, también según nuestra costumbre: guerras, injusticias, fanatismos, asesinatos masivos y, por añadidura, la crisis, que tanto dolor ocasiona entre los que caen de lleno en ella. Ha sido un año triste. En las palabras, en las actitudes, en las conversaciones, flota un aire desesperanzado, casi de derrotismo, como si nos hubiera sorprendido de pronto una situación terrible que no conocíamos y ante la que no sabemos qué hacer. Por más que se repasen los resúmenes apenas se encuentra un motivo ilusionante, y sólo el ámbito deportivo, miren por dónde, ha ofrecido motivos para una sonrisa satisfecha. Desear a alguien un año próximo mejor no es tener mucha generosidad en el deseo. Así todo, que lo sea