domingo, 10 de abril de 2011

Esa cosa llamada televisión

Qué lejos queda aquella ilusión bienintencionada que suscitó la aparición de la televisión. Formar e informar, se decía como objetivo del nuevo medio. Formar ciudadanos responsables desde el conocimiento e informar con la imparcialidad de la imagen, que valía más que mil palabras. Qué lejos queda. La información ha caído en el más puro sectarismo o, cuando menos, en el culto a lo negativo, como si hubiese un empeño en traernos cada día los aspectos más miserables del comportamiento humano. Parece que nada tiene arreglo. Nadie tiene ideales, nadie lucha en silencio por objetivos nobles, nadie conoce el valor del sacrificio ni de la abnegación, nadie quiere de verdad. Pobre del que vea el mundo sólo a través de la televisión, porque vivirá en la desazón de que el ser humano ha perdido todo atisbo de ética, de que el amor y la fidelidad no existen y de que nunca hemos sido tan vulnerables a todos los riesgos y peligros posibles. Del iluso Pangloss hemos pasado a cualquier telediario actual.
Lo de formar suena aún más a sarcasmo. La vieja pantalla familiar se ha convertido en un desfile nauseabundo de miserias humanas, contadas por una caterva de desvergonzados que jamás han conocido ni la más pequeña pizca de dignidad personal, no digamos de ética. Se montan tertulias para dilucidar asuntos tan profundos como porqué una famosa fulana se encamó con no sé qué tipejo y si éste le puso los cuernos o no, y todo ello entre insultos, gritos y un lenguaje tabernario que daría lecciones a un personaje del marqués de Sade y que no va más allá de la media docena de vocablos. O sea, dando un retrato fidedigno de la calidad humana y cultural de los participantes. Por los llamados programas del corazón se mueve una fauna que parece salida de alguna tabla del Bosco. Pindongas, maturrangas, marusos, lumias de bisturí y silicona, adúlteras y gigolós, bardajas de cara bonita, mindundis semianalfabetos, actrices con algún pasado y sin ningún futuro, todos a cuestas con su insoportable insignificancia, apurando los pobres minutos del presente que se les ofrece a costa de quienes gustan de conocer sus miserias. Un retablo grotesco con espectadores sin excesiva preocupación por su autoestima. Hasta los concursos, aquel género entrañable de la tradición televisiva, se han convertido en una exhibición de ejemplares faunísticos encerrados en una casa, en un hotel, en un autobús, en una isla y hasta en un trozo de selva, donde dan rienda a sus instintos más primarios mientras se convierten en nuevos héroes del famoseo. A eso se llama estúpidamente telerrealidad, como si la realidad más cotidiana fuera la de estar haciendo el vago en una casa durante seis meses.
Aquello que decía Groucho de que la televisión le parecía muy educativa, porque cuando alguien la encendía él cogía un libro y se iba a otra habitación a leer, deja de ser una simple ingeniosidad para alcanzar categoría apodíctica. Malos tiempos corren para la razón, así que, por esta vez, nada como ser marxista y hacer caso al filósofo del puro y el bigote.

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