La Historia debe de ser un lugar de amena estancia y una
residencia de cómodo vivir, a juzgar por la cantidad de gente que pretende
entrar en ella a costa de lo que sea. En realidad, una buena parte de los
hechos que han configurado la trayectoria humana a través del tiempo tienen su
origen en el afán de sus protagonistas por dejar su nombre para la posteridad,
como si una vez que le cierran a uno los ojos fuera a disfrutar de los elogios
que le puedan dedicar. Las páginas de la Historia solo admiten a algunos
elegidos, y figurar en ellas es la gran aspiración de muchos y, como
consecuencia, causa y origen de hechos heroicos a la vez que de guerras y conflictos o acciones de
descerebrados. El caso más famoso de estos últimos es el de Eróstrato, que incendió
el templo de Artemisa en Éfeso para que su nombre fuera conocido en el mundo
entero, cosa que consiguió a pesar de todos las medidas que se tomaron para
silenciarlo. Mucho más cutre y con menos aspiraciones fue el de un cabrero de
Gallipienzo, un pueblo de Navarra, que metió sus cabras en los viñedos mientras
los vecinos estaban en misa porque "quiero hacerme famoso", según
dijo; se ve que se conformaba con una ración limitada de gloria. En el lado
contrario también hay ejemplos de gentes a quienes la fama no les importa gran
cosa y prefieren encontrarse famosos para sí mismos en su interior. En una
ciudad levantaron una estatua a un escritor mediocre cuando había otro con
mucho más prestigio y merecimiento. Alguien le preguntó a este si se sentía
molesto, ya que nadie se explicaba por qué no le habían puesto a él. "No
me preocupa nada -respondió-. Peor sería si me hubieran puesto y todos se
preguntaran por qué".
Ha dicho el presidente del Gobierno que una de las razones por las que cree
que pasará a la Historia es por haber sido el que ha desenterrado a Franco.
Hombre, algo engreído si parece. No sé en qué renglón de qué página le habrá
reservado la Historia un sitio para su nombre, pero seguramente será en una
esquina y en letra pequeña, porque sin duda tiene por delante a una infinidad
de candidatos con más méritos que el de cambiar de tumba a alguien que llevaba
enterrado allí casi cincuenta años. Qué hambre de inmortalidad y qué migas tan
insignificantes para satisfacerlo; va a tener que acumular otras mucho más
sustanciosas si quiere dejar como recuerdo algo más que la hora de trabajo para
el marmolista, que decía el filósofo.
Claro que siempre le queda aspirar a figurar en la historia de la egolatría
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