En diciembre de 1991 la URSS hizo al mundo un magnífico regalo:
desaparecer. Dimitió Gorbachov y en el inmenso estado soviético comenzaron a
desgajarse sus repúblicas, algunas de las cuales se declararon soberanas y
otras se constituyeron en una unión poco definida y menos esperanzadora en sus
resultados: la
Confederación de Estados Independientes. Una de ellas,
Georgia, se hundió en una guerra civil, y el resto en la indecisión. En Moscú,
la vieja bandera tricolor fue izada en lo alto del Kremlim en sustitución de la
roja de la hoz y el martillo, arriada en presencia del mundo entero. En
Occidente lo que más preocupaba era lo que podía suceder con el enorme
potencial militar del antiguo oso soviético, especialmente el arsenal nuclear,
disperso por varias repúblicas. Y algo aún más grave: qué pasaría con sus
científicos, que, según se decía, habían recibido sustanciosas ofertas de
gobernantes extranjeros no muy recomendables.
Lo que vino después es de todos conocido y puede resumirse con
palabras llanas. Más o menos esto: el experimento se había acabado. Ahora, de
los dos mundos sólo quedaba el que confía en la iniciativa personal del ser
humano. Los millones de muertos, el terror policial, los campos de trabajo, el
dolor y la resignación de tantos, los fugitivos asesinados en el muro, los
silenciados en Siberia, el gulag y el holodomor, todo para que ahora estos
países se encontrasen con que llevaban 70 años de retraso respecto a los que
permanecieron en la “podrida democracia burguesa”. El comunismo fue la ilusión
de muchos, esperanzados porque quizá fuera posible la plasmación material de
las ideas de Marx y del ortodoxo luterano Engels. Fue luego el final de
millones de personas, sacrificadas en aras del dios Estado, y terminó siendo
odiado por todos, excepto por los que estaban bien instalados en la
nomenklatura, y por los progres, intelectualoides y figurantes de Occidente,
que cantaban sus excelencias desde el sofá de su casa. Ahora no era más que una
inmensa ruina.
El mayor problema con que se encontraron los supervivientes fue el
de rearmarse. Nada menos que el de hallar unos sentimientos nuevos que llenasen
sus inquietudes, después de que sistemáticamente se les hubieran destruido. Este
rearme espiritual era la base previa para cualquier evolución de la nueva
sociedad, pero no era fácil, porque por primera vez nos hallábamos ante una
enorme masa totalmente desorientada y desposeída de todos sus valores, y con la
acuciante necesidad de volverse hacia algo que supliera ese vacío. ¿Hacia dónde
quieren llevar a Rusia los que ocupan ahora el Kremlin? No se sabe. Churchill ya
la definió con una de esas frases suyas: Rusia es un acertijo envuelto en un
misterio dentro de un enigma.
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