miércoles, 4 de mayo de 2022

Treinta años después

En diciembre de 1991 la URSS hizo al mundo un magnífico regalo: desaparecer. Dimitió Gorbachov y en el inmenso estado soviético comenzaron a desgajarse sus repúblicas, algunas de las cuales se declararon soberanas y otras se constituyeron en una unión poco definida y menos esperanzadora en sus resultados: la Confederación de Estados Independientes. Una de ellas, Georgia, se hundió en una guerra civil, y el resto en la indecisión. En Moscú, la vieja bandera tricolor fue izada en lo alto del Kremlim en sustitución de la roja de la hoz y el martillo, arriada en presencia del mundo entero. En Occidente lo que más preocupaba era lo que podía suceder con el enorme potencial militar del antiguo oso soviético, especialmente el arsenal nuclear, disperso por varias repúblicas. Y algo aún más grave: qué pasaría con sus científicos, que, según se decía, habían recibido sustanciosas ofertas de gobernantes extranjeros no muy recomendables.
Lo que vino después es de todos conocido y puede resumirse con palabras llanas. Más o menos esto: el experimento se había acabado. Ahora, de los dos mundos sólo quedaba el que confía en la iniciativa personal del ser humano. Los millones de muertos, el terror policial, los campos de trabajo, el dolor y la resignación de tantos, los fugitivos asesinados en el muro, los silenciados en Siberia, el gulag y el holodomor, todo para que ahora estos países se encontrasen con que llevaban 70 años de retraso respecto a los que permanecieron en la “podrida democracia burguesa”. El comunismo fue la ilusión de muchos, esperanzados porque quizá fuera posible la plasmación material de las ideas de Marx y del ortodoxo luterano Engels. Fue luego el final de millones de personas, sacrificadas en aras del dios Estado, y terminó siendo odiado por todos, excepto por los que estaban bien instalados en la nomenklatura, y por los progres, intelectualoides y figurantes de Occidente, que cantaban sus excelencias desde el sofá de su casa. Ahora no era más que una inmensa ruina.
El mayor problema con que se encontraron los supervivientes fue el de rearmarse. Nada menos que el de hallar unos sentimientos nuevos que llenasen sus inquietudes, después de que sistemáticamente se les hubieran destruido. Este rearme espiritual era la base previa para cualquier evolución de la nueva sociedad, pero no era fácil, porque por primera vez nos hallábamos ante una enorme masa totalmente desorientada y desposeída de todos sus valores, y con la acuciante necesidad de volverse hacia algo que supliera ese vacío. ¿Hacia dónde quieren llevar a Rusia los que ocupan ahora el Kremlin? No se sabe. Churchill ya la definió con una de esas frases suyas: Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma.

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