
Tenía 96 años y una vida que había cundido como tres, las mismas
que habría necesitado para concluir su obra. Recuerdo muy bien la primera vez
que le vi y lo que escribí de él todavía bajo el impacto de lo que tenía
delante y con la duda de saber si me hallaba ante un iluso obsesivo o ante un
admirable caso de constancia y fe en sí mismo, pero en todo caso ante alguien
especial. Don Justo Gallego era flaco como un suspiro y fuerte como las encinas
de su tierra. Uno le veía trepar por los andamios que él mismo levantó como
pudo y pensaba de dónde diablos exprimiría tal fuerza aquel cuerpo enjuto que podía,
no sólo con la carga que llevaba, sino con el peso de sus muchos años. Quizá él
no reparase en ello, pero cuando se es capaz de convertir la frustración en
sujeto creador pocas cosas resultan inalcanzables. Don Justo había sido en su
juventud monje cisterciense en Santa María de Huerta, hasta que un mal día contrajo la tuberculosis y el
abad le indicó que aquel no era sitio para enfermos contagiosos y que la
vocación sin duda era una llamada divina, pero que el riesgo aquel era muy
humano y que... pues eso. Don Justo, enfermo y con la gran aspiración de su vida
destrozada, decidió crearse otra, material, gigantesca, inhumana, una grandiosa
oración que durase mientras viviera y que le sirviera para entregarse todo
entero. Decidió construir él solo una catedral.
Aprovechando unos terrenos que heredó de sus padres en Mejorada
del Campo, comenzó su obra, sin apoyos ni subvenciones y ante la crítica de
algunos, la mirada burlona de muchos y la incredulidad de todos. Comenzó con lo
que pudo, desde los más vulgares materiales de desecho hasta lo que le fue
posible comprar con lo que le quedaba de patrimonio y con los donativos que
visitantes admirados le daban. Naturalmente, los requisitos mundanos -licencia
de obras, proyecto y demás- no merecieron la menor atención. Aterido de frío en
invierno y agobiado por el sol en verano, a todas las horas del día y casi
todas las de la noche, don Justo siguió levantando su catedral sin mirar hacia
ningún lado, ni a las críticas ni a los elogios, que oía indiferente, ni a las
autoridades religiosas o civiles, que en el mejor de los casos le ignoran.
Ahora, sesenta años después, Don Justo ha muerto sin poder ver
rematada su catedral, aunque ya con forma bien definida, con su estilo
ecléctico, mezcla de gótico y de lo que sea, su aspecto acastillado, su
compleja distribución espacial, su variopinta mezcla de materiales y sus
enormes proporciones. Un alcalde le dijo un día que, cuando la acabe, con la
ley en la mano, no tendrá más remedio que derribársela. Don Justo le respondió:
levantaré otra.
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