Qué fácil resulta el símbolo, y qué comprensible lo que en definitiva es incomprensible. No hay juego más sencillo de entender que este de la vida, en el que todo consiste en una sucesión continua de nacimiento, muerte y renovación. Quizá sean las únicas reglas que no admiten ninguna excepción, ni siquiera para ser confirmadas. Nuestra visión global del mundo según el principio antrópico que nos damos, nos impide asomarnos a él desde un balcón ajeno, y por eso nos parece perfecto, pero en este único mundo que tenemos, la vida basa su propia existencia en la acción consecutiva de nacer, morir y renacer. La vida en general, no la del hombre, al que sólo se le conceden los dos primeros actos. El hombre jamás podrá admirarse ante su segunda primavera.
Brotan entre la hojarasca que dejó el otoño, envejecida por el invierno, las yemas de semillas recién germinadas. Y en los jardines y en los retamares ya se han despertado a la vida aquellos a los que el frío durmió, y al celo todos, porque esa es condición previa de la vida misma. Suena en las ramas de los árboles su canto de llamada, y hasta en lo profundo del bosque se oye algún ronco arrullo, a poco que se tenga la suerte de poseer la paciencia del silencio. Pronto volverán los que se fueron en busca de inviernos más llevaderos y comenzará de nuevo el camino anual hacia la plenitud. No es fácil escapar de la alegoría ni siquiera como fuente de inspiración; ahí está esa infinita canción que poetas, pintores y músicos dedicaron a la primavera a lo largo de todos los tiempos, como si fuera la deidad de un panteón creado exclusivamente para adoradores de la belleza. Pero la flor que se abre y mil flores surgiendo y un campo cuajado repentinamente de colores no ofrecen muchas posibilidades de definición, ni siquiera para la palabra. Quizá la imagen más aproximada de la primavera sea la que dio un poeta japonés: "La flor cae de la rama y vuelve a la rama. Ah, no; es una mariposa".
Ah, no; es la vida.