miércoles, 4 de julio de 2012

El extraño poder del fútbol

Absténganse los racionalistas de tratar de explicarse todo lo que rodea al fenómeno del fútbol, renuncien a toda crítica y no quieran buscar conceptos que cuadren con ningún presupuesto previo, porque no encontrarán ni una sola pieza que encaje en sus esquemas lógicos. Esto es cuestión de palpitaciones, de combustiones emocionales tan intensas que se traducen en cifras inalcanzables para otros ámbitos. Cifras de todo tipo, de personas delante de un televisor, de publicidad, de dinero, de viajes, de tiradas de periódicos, de programas en los medios, de celebraciones callejeras, de declaraciones, de atención general. Tan importante es lo que ocurre durante hora y media entre veintidós jugadores en un rectángulo cerrado. Lo que la lógica no razona lo explican los efectos y lo justifica su acción sobre los sentimientos y sobre el ánimo en general. Si es un triunfo será positivo, y si no será negativo, pero siempre mantendrá en pie la ilusión por el hecho en sí mismo. Recuerdo a una señora que detestaba el fútbol con todas sus fuerzas. No comprendía que un juego que se practica con los pies pudiera despertar tanta excitación, incluso en personas que ella tenía por cultas y bien preparadas, ni entendía que alguien fuera capaz de estar todas las tardes de los domingos con la radio pegada a la oreja oyendo una charlatanería insufrible sin que le estallara la cabeza. Tuvo la desgracia de que su marido se pusiera seriamente enfermo. En las largas y tediosas jornadas de hospital, con el tiempo casi detenido en un punto de desesperanza, vio cómo las únicas mañanas en que su marido estaba algo más animado era cuando a la tarde televisaban un partido. Era su asidero, el momento en que algo hacía difuminarse la realidad. Aquella pequeña ilusión por un hecho aparentemente tan inane adquiría una nueva categoría. Desde entonces miró con otros ojos, entre el respeto y al agradecimiento, a aquel juego insustancial que fue capaz de poner una mirada de felicidad, aunque fuera brevemente, en los días finales de la persona que más quería.
Esas multitudes que salieron a las calles de todas las ciudades de España a celebrar otro gran triunfo de nuestro equipo nacional, están mostrando espontáneamente sus sentimientos más auténticos, esos que ningún adoctrinamiento programado puede modificar. Con su exhibición de banderas nacionales rehacen de un golpe lo que algunos políticos tratan de deshacer. Sin excesiva originalidad, alguien repite aquello de que el fútbol es el opio del pueblo, pero habría que decirle que el opio sirve para calmar los dolores más intensos. Ya en la antigua Grecia, mientras Píndaro cantaba la gloria de los atletas, otros escritores criticaban la banalidad de sus gestas y la veneración que se les rendía. ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar laureles? Nadie, admirado Eurípides, pero respetemos la acción que surge de convertir en nuestras las glorias ajenas, porque nuestros espíritus lo necesitan y porque no hay mayor fuerza aglutinante que la que nace de una alegría sincera y compartida.

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