viernes, 26 de agosto de 2011

Samarcanda




En el pequeño mapa de lugares mágicos que uno se ha forjado desde niño, ese que todos tenemos dibujado por nuestra imaginación, el nombre de Samarcanda figuró siempre con letras muy claras. Un nombre con fonética de lejanía inalcanzable, centro de un reino fabuloso vestido de seda y oro, fastuosas caravanas de ricos mercaderes, Clavijo, Tamerlán, Khayyam, misterio oriental. Uno de esos lugares a medias entre el mito y la realidad, que sólo podían entreverse a través de los relatos de viajeros, agrandados siempre por la fantasía, tanto del narrador como del lector.
¿Qué queda hoy de aquella Samarcanda que las crónicas describen como "el más bello rostro que la Tierra haya vuelto jamás hacia el sol"? Lo suficiente para que ese mundo imaginado no se tambalee por la realidad que impone el paso del tiempo, que siempre es amigo de derrumbar fantasías. La ciudad moderna es limpia y agradable; nada desentona en su perfil urbano, ni siquiera uno de esos horribles prismas grises de la época soviética, que tanto abundan en otros sitios y que aquí debieron de ser víctima de alguna mano sensible. Tamerlán está sentado en el centro de una plaza, contemplando su capital. No es el fiero guerrero que no perdonaba vida alguna, sino un rey sabio y justo que parece guardar el bienestar de su pueblo; que callen las crónicas y que el mito se haga bronce perenne para gloria de todos. Por supuesto, el viajero lo comprende; lo ha visto en demasiados sitios y tampoco le importa mucho.
La medida de la leyenda de Samarcanda está algo más allá, en la plaza de Registán, allí donde el espacio se delimita por el azul de tres fachadas y el sol de la tarde pone todo lo demás. Es la imagen intuida de Samarcanda y aun de cualquier ciudad oriental. No son mezquitas; son madrasas, centros de estudio. La más antigua es obra de Ulugbek, nieto de Tamerlán, rey de fin desgraciado, pero sobre todo amante del saber y astrónomo; por eso ordenó decorar la fachada con estrellas. A pesar de que han desaparecido las cúspides de los minaretes y de que algunos se han inclinado por defectos del suelo, a pesar incluso de unas restauraciones quizá excesivas, Registán, lugar de arena, sigue asombrando los ojos del viajero occidental y poniéndole las cosas muy fáciles a su imaginación.
El mausoleo de Tamerlán es una tumba, pero podría también ser un palacio. No hay aquí la menor concesión al vacío y, menos aún, a lo indiferente. Es un espacio infinito de azulejos de colores que lo ocupan todo: paredes, cúpula, minaretes, arcos y portadas. Y sin embargo, hay un armonioso equilibrio en su distribución, figuras geométricas se alternan con motivos entrelazados y con frisos con hermosa caligrafía cúfica. El refinamiento decorativo oriental puede que sea repetitivo, pero siempre termina pareciendo nuevo. Al salir, uno advierte que la calle que conduce al mausoleo lleva el nombre de Ruy González de Clavijo, aquel madrileño que, a principios del siglo XV, llegó hasta Samarcanda para entregar a Tamerlán una embajada del rey de Castilla. En todo Uzbekistán guardan bien su recuerdo.



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