miércoles, 14 de julio de 2010

De rojo y amarillo

Algo muy relevante debía de estar oculto quién sabe bajo qué capas de hojas muertas, porque de repente todo ha estallado en una eclosión vibrante de colores rojos y amarillos. Como si estuviera adormecido a la espera de un motivo que la hiciera aflorar de repente. Como si se hubiera librado de alguna atadura que impedía mover libremente los miembros. Esa profusión de balcones luciendo la bandera de España, esa multitud llenando las calles de todas las ciudades del país con los colores nacionales, esa marea de jóvenes con las caras pintadas de rojo y amarillo cantando "soy español" con naturalidad y frescura, sin reserva alguna, es un fenómeno que conformaría por sí mismo un nuevo capítulo de nuestra sociología.
Quienes ponían en duda la misma idea de patriotismo español y, sobre todo, quienes hicieron todo lo posible por diluirlo, deben de estar viendo la inutilidad de su esfuerzo, porque esta no es un exhibición provocada por motivos ideológicos ni derivada de consignas previamente establecidas. No tiene ninguna connotación partidista ni más carácter reivindicativo que el del propio sentido de pertenencia. Es una juventud desacomplejada en la exhibición de los símbolos de su identidad nacional, espontánea y desenfadada, sin recámaras ocultas en la manifestación de su fervor patriótico. Han sacado del armario sin inhibiciones lo que sus impulsos más hondos les pedían, sin mirar hacia ninguna reticencia del pasado ni mucho menos a quienes se empeñan en perpetuarlo. En su sus sonrisas orgullosas sólo había la satisfacción primaria por el triunfo de su país, y coreaban su nombre y agitaban su bandera con el orgullo de quienes se saben parte de él. Qué limpias, qué auténticas salen las cosas cuando brotan espontáneamente de los sentimientos, sin que las manipulen intereses particulares; cuando ningún político pone sus manos sobre ellas.
Quizá se necesitaba una victoria de esta altura para recomponer externamente lo que en los ámbitos internos de las emociones nunca se había perdido. Bienvenida sea la pasión futbolística si puede romper incomprensibles tabúes. España había obtenido éxitos del mismo nivel en otros deportes -ciclismo, baloncesto, tenis, automovilismo, hockey-, pero sólo el fútbol es capaz, en sus momentos de gloria, de dar la vuelta entera a la vida de un país, de aunar sentimientos y colectivizar voluntades; sólo él puede conseguir que millones de brazos se levanten a la vez con un grito unánime de alegría. Incluso los que no somos especialmente futboleros terminamos rendidos a su misterioso poder. Lo visto el domingo en todas las ciudades españolas y el lunes en Madrid no está al alcance de ningún otro sujeto agente, por muy instigado y organizado que se pretenda desde cualquier instancia. Faltarían las vibraciones de las fibras más íntimas. Cómo no tener respeto a este juego de apariencia infantil y trascendencia insospechada, capaz de renovar entusiasmos que se creían dormidos. Porque nunca se pudo decir con mayor exactitud que esta victoria supone el triunfo de unos colores. Los de la bandera.

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