sábado, 9 de agosto de 2008

Por encima de la conciencia

Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la oportunidad de seguir pastando tranquilamente, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Se vota en el Congreso una propuesta cualquiera, sea una gran obra que beneficiaría a la propia región o una de esas que cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas. El jefe del grupo hace una señal con los dedos indicando el sentido del voto, y el beneficio de la región y la voz de la conciencia se van a freír churros. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
Se cuenta que, en 1873, Nicolás Salmerón dimitió de su cargo de presidente de la I República porque su conciencia no le permitía firmar una pena de muerte. Se cuenta porque es un caso tan infrecuente en la clase política que continúa siendo un referente solitario, sin descendencia. ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su conciencia para dar su voto afirmativo a leyes que chocaban contra su propia moral? ¿Cuántos de quienes han votado la derogación de los trasvases lo han tenido que hacer conscientes de que dejaban a su región sin agua? ¿Cuántos se han tragado su patriotismo cuando dijeron sí a la negociación con los terroristas o al estatuto de Cataluña?
Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo presume de tener como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más necesaria de todas las libertades.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fantástico leerle una vez más, es casi un deber al que me he acostumbrado con gran placer.
Desde Córdova, Argentina
Armando