No sé si la promesa de suavización
de la diálisis que me hicieron en el hospital tuvo que ver, pero el lunes siguiente
me comunicaron que, puesto que yo, cuando se habló de la posibilidad de tener
que asistir a diálisis había mostrado mi preferencia por la Cruz Roja, a partir de mañana allí iría y
además con un horario más cómodo; comenzaría a las 12,30. Salgo ganando
por tiempo y distancia. Salgo perdiendo en el servicio de ambulancias, que aquí
es mucho menos eficaz. También hoy se puso en tierra la otra pata de mi recuperación: la
rehabilitación física. Una chica joven y rubia, con aires de autosuficiencia, vino
a casa, me agitó unas cuantas veces las piernas y se fue tras avisarme de que
vendría dos veces por semana. Está por ver el resultado que tendrá todo esto, pero no tengo
demasiada confianza.
El invierno está viniendo con fuerza estos primeros días de marzo.
Frío glacial, viento racheado, lluvia de nieve, rostros helados y miradas
resignadas. Qué lejos parece el verano. Las sesiones de diálisis, tres a la
semana, se hacen cada vez más difíciles de soportar, pero no queda más remedio.
Seguramente cada enfermedad tiene su lado negro, y este es el que ha de conllevar
el que la padece. La carne está débil, muy débil, pero el espíritu se mantiene
fuerte, cubriendo sus debilidades con la reserva de recursos que he logrado
acumular a lo largo de mi vida. No hay ningún mérito en ello; hay suerte por
haberme tocado, en el reparto de vocaciones, militar en la parte más hermosa, permanente
e inacabable, en vez de encontrar amparo en ámbitos más vulgares. Sólo suerte.
La diálisis sigue su curso, pero ya sé que eso es infinito y que
nunca llegaremos a extraer todo lo que me sobra. Y eso que me esfuerzo en mantener
el régimen de líquidos, a costa de pasar sed y ganas de aquello que siempre
tuve sin ser consciente de ello, como fruta, ensaladas, cerveza, sopa o agua,
sobre todo agua. Claro que he tenido a mi lado la ayuda inapreciable de mi mujer,
cuyo cariño, abnegación y capacidad de renuncia desbordan todo lo imaginable y
me crean una deuda que nunca podré pagar. Ella sola merecería un reportaje en
exclusiva, aunque sería muy difícil envolver tan intenso contenido.Y no fue sola. Sé que a otros niveles todos los míos demostraron
que su afecto era algo más que una postura y que sentían en lo más hondo mi
cercana pérdida. Aunque no era muy consciente de lo que veía, no olvidaré la conmoción
que vi en los ojos de mi hermana cuando se acercó a mi cama, ni mucho menos la
llamada desesperada de mis hijas y nieta para que comiera y mantuviera así el
hilo de vida. Ni mucho menos olvidaré a quienes se ofrecieron a donarme un
riñón si decidía hacer un trasplante, algo que rechacé sin dudar, pero que me emocionó
profundamente. Quién sabe si tanto cariño concentrado desató alguna fuerza oculta
que pudo con la desesperanza. Sería bonito.
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