No le está faltando de nada a este verano, como no sea confianza
en que lo que queda de año lo mejore en todas sus líneas. Se nos han quemado campos
y bosques de España y de toda Europa en mayor proporción que otras veces, sin
que podamos hacer poco más que lamentarlo. También la sequía es atípica; y el
calor, y las medidas del Gobierno para que no podamos combatirlo, y el
encarecimiento de las vacaciones, y la escasez de hielo, y la ausencia de
corridas en el Bibio, y hasta las desgracias y las anécdotas tienen un tinte
propio. Un presidente suramericano desempolva una supuesta espada de Bolívar y
la pasea ante los mandatarios que le acompañaban en su toma de posesión, frunciendo
el ceño porque el Rey de España no se levantó a su paso. O sea, como si viniera
aquí el califa Mustafá ben Halil y le ponemos delante la cruz de Don Pelayo
para que le rinda honores. Naturalmente, por estos lares los de siempre se
apresuraron a ponerse de parte del bolivariano, faltaría más; sería bueno que
alguna vez leyeran una biografía bien documentada del tal don Simón.
En la noche mediterránea la tragedia apareció en forma de un
vendaval repentino sobre una playa, que arrasó el tinglado ante el que se
apiñaba una multitud de jóvenes para participar en uno de esos festivales de
ruido con algo de música que tanto se llevan en las zonas turísticas en verano.
Seguramente habría que hablar mucho sobre la seguridad de estos espectáculos y
sobre a quién habría que achacar la responsabilidad de los daños, si es que la
hay, pero a los que no tenemos las entendederas muy puestas al día nos cuesta
un esfuerzo imaginar qué tipo de emoción puede derivarse del hecho de estar en
una playa a las cuatro de la mañana, en medio de un rebaño, oyendo música
electrónica.
Verano este en el que hasta el paso del tiempo parece haberse
vuelto menos inexorable y dispuesto a rebobinarse trayéndonos fotogramas que
creíamos perdidos. Del fondo de los pantanos surgen campanarios de iglesias y
pueblos sacrificados en su día, cuyos nombres solo están escritos en los mapas
del recuerdo de muy pocos. Emergen de un tiempo en que la naturaleza aún era
complaciente y consecuente en su conducta y no se había rebelado negándose a
darnos lo que acostumbraba. Muros y calles fantasmales que deben a la sequía una
vuelta a la luz, que esperamos sea momentánea. Más de una nostalgia se habrá
agitado ante la imagen recobrada del escenario de una infancia lejana. También
la Historia se resiste a olvidar sus viejas fotografías en color sepia y nos
las pone delante de vez en cuando.
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