Uno cree que si algo nos ha traído esta guerra de Ucrania, aparte
de las mil calamidades que nos van a afectar indirectamente a medio plazo, es
la enseñanza de lo que realmente es una guerra. No un escenario preparado ni un
decorado en el que se desarrolla un guion previamente escrito, sino una guerra
en toda su cruda realidad. Nuestra generación, la de quienes nacimos pocos años
después del final de la II Guerra Mundial, ha tenido la suerte de coincidir con
el paréntesis de paz y progreso más largo e intenso de la historia de España y
de Europa. No conocimos el drama que se desarrolla en un campo de batalla ni la
insoportable angustia del miedo. Habíamos oído hablar de lo que es una guerra a
nuestros padres, que pasaron la suya en primera persona, pero las visiones a la
fuerza habían de ser parciales y limitadas, según las circunstancias de cada
uno. Y las guerras que hubo en las siguientes décadas eran noticias lejanas y
apenas afectaban a nuestro vivir diario ni amenazaban nuestro bienestar
material. Ahora podemos ver y comprender directamente, casi como si
participásemos en ella, todo lo que una guerra supone en su conjunto, y es una
lección que nos llega con el grafismo que da la propia realidad y su visión
directa. Ya no vemos sus desastres a través de dibujos, por muy de Goya que
sean. Ahora todos llevamos una cámara en el bolsillo.
Tenemos delante, como en un diorama que se actualiza continuamente, el escenario donde se mueven los actores y se nos hace más inteligible el desarrollo de la acción. Nos es posible distinguir muy bien los distintos participantes en la tragedia, los que la causan y los que la sufren, los que no saben por qué matan y los que no saben por qué mueren, los que huyen con lo puesto y los que están preocupados porque les incautaron sus yates. Dentro de la complejidad que presenta todo gran conflicto, se nos hace evidente el lugar que ocupan sus protagonistas en el escenario y la relación entre ellos. Cada uno podría formar un capítulo por sí solo. Las víctimas: su desesperación, sus miradas de incredulidad, sus cuerpos tirados por las calles, las ciudades convertidas en montones de ruinas. Los responsables: su propósito sistemático de matar, la carencia de cualquier escrúpulo de índole moral, la deficiencia de su preparación logística y estratégica, el cinismo como instrumento complementario de la mentira. Las causas: difíciles de entender y aún más de justificar, imposibles de desenmarañar y de comprender desde una posición externa; mejor fijarse más en los efectos.
Tenemos delante, como en un diorama que se actualiza continuamente, el escenario donde se mueven los actores y se nos hace más inteligible el desarrollo de la acción. Nos es posible distinguir muy bien los distintos participantes en la tragedia, los que la causan y los que la sufren, los que no saben por qué matan y los que no saben por qué mueren, los que huyen con lo puesto y los que están preocupados porque les incautaron sus yates. Dentro de la complejidad que presenta todo gran conflicto, se nos hace evidente el lugar que ocupan sus protagonistas en el escenario y la relación entre ellos. Cada uno podría formar un capítulo por sí solo. Las víctimas: su desesperación, sus miradas de incredulidad, sus cuerpos tirados por las calles, las ciudades convertidas en montones de ruinas. Los responsables: su propósito sistemático de matar, la carencia de cualquier escrúpulo de índole moral, la deficiencia de su preparación logística y estratégica, el cinismo como instrumento complementario de la mentira. Las causas: difíciles de entender y aún más de justificar, imposibles de desenmarañar y de comprender desde una posición externa; mejor fijarse más en los efectos.
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