La negra sombra de Stalin debe de estar dando saltos de
satisfacción en el oscuro antro en que se encuentre al ver lo bien que sabe
imitarle este heredero suyo que ocupa ahora el Kremlim. No podrá superarle
porque los tiempos no están para eso y porque por algo su nombre se alza en lo
más alto de la escala de la ignominia universal como el responsable del mayor
número de muertes de toda la historia de la humanidad; por encima incluso de Hitler,
que ya es decir. Pero cortapisas de carácter moral, desde luego, no serán las
que se lo impidan. Cuando tantas prevenciones se levantan en toda Europa ante
la posibilidad de rebrotes fascistas -prevenciones que por supuesto es
necesario tener-, no estaría de más mirar con el rabillo del ojo a los que
todavía ven en el estalinismo una época digna de resurrección, aunque sólo sea
porque Stalin no fue un brote espontáneo, surgido de la nada, sino que se
limitó a refinar una tradición histórica de gobernar mediante el terror, que ya
vemos que puede volver de nuevo. El actual jerarca del Kremlin tiene el manual
en casa, y el pueblo ruso la misma disposición de siempre. Viendo su pasado,
puede comprobarse que en el debate entre la libertad y una fuerza atávica que
le empuja a someterse a la servidumbre, sea al Estado o a un tirano, siempre
gana esta última.
Las imágenes que llegan de Ucrania van más allá de la simple
resolución bélica de un conflicto entre naciones. Clausewitz aquí quedaría
mudo. La idea decimonónica de que la guerra no queda nunca reducida a una
simple acción estratégica por cuanto en ella influyen de manera definitiva los
valores morales, adquiere aquí una amarga confirmación en su sentido totalmente
opuesto. Es la inmoralidad, la ausencia de referencias éticas lo que pesa
decisivamente en aquellas llanuras infinitas de olor a trigo, donde ahora todo
dolor es poco y donde la indignidad humana se lleva hasta el bombardeo de
hospitales y guarderías.
Toda guerra hace tambalear convicciones que parecían firmemente
ancladas en nuestra lista de principios, entre ellas precisamente la que
expresa ese grito de no a la guerra, que nos deja ver la imposibilidad de
tomarlo con carácter absoluto y la necesidad de encontrarle matices. Esta desde
luego también, pero la unanimidad y la comprensión que todo el mundo libre ha
mostrado al juzgarla la reviste de cierto carácter de legitimidad, como la lógica
respuesta del débil ante el abuso de un vecino poderoso. El eterno debate
teórico sobre el concepto de guerra justa tiene aquí un argumento dolorosamente
real.
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