miércoles, 16 de marzo de 2022

Y la guerra continúa

La negra sombra de Stalin debe de estar dando saltos de satisfacción en el oscuro antro en que se encuentre al ver lo bien que sabe imitarle este heredero suyo que ocupa ahora el Kremlim. No podrá superarle porque los tiempos no están para eso y porque por algo su nombre se alza en lo más alto de la escala de la ignominia universal como el responsable del mayor número de muertes de toda la historia de la humanidad; por encima incluso de Hitler, que ya es decir. Pero cortapisas de carácter moral, desde luego, no serán las que se lo impidan. Cuando tantas prevenciones se levantan en toda Europa ante la posibilidad de rebrotes fascistas -prevenciones que por supuesto es necesario tener-, no estaría de más mirar con el rabillo del ojo a los que todavía ven en el estalinismo una época digna de resurrección, aunque sólo sea porque Stalin no fue un brote espontáneo, surgido de la nada, sino que se limitó a refinar una tradición histórica de gobernar mediante el terror, que ya vemos que puede volver de nuevo. El actual jerarca del Kremlin tiene el manual en casa, y el pueblo ruso la misma disposición de siempre. Viendo su pasado, puede comprobarse que en el debate entre la libertad y una fuerza atávica que le empuja a someterse a la servidumbre, sea al Estado o a un tirano, siempre gana esta última.
Las imágenes que llegan de Ucrania van más allá de la simple resolución bélica de un conflicto entre naciones. Clausewitz aquí quedaría mudo. La idea decimonónica de que la guerra no queda nunca reducida a una simple acción estratégica por cuanto en ella influyen de manera definitiva los valores morales, adquiere aquí una amarga confirmación en su sentido totalmente opuesto. Es la inmoralidad, la ausencia de referencias éticas lo que pesa decisivamente en aquellas llanuras infinitas de olor a trigo, donde ahora todo dolor es poco y donde la indignidad humana se lleva hasta el bombardeo de hospitales y guarderías.
Toda guerra hace tambalear convicciones que parecían firmemente ancladas en nuestra lista de principios, entre ellas precisamente la que expresa ese grito de no a la guerra, que nos deja ver la imposibilidad de tomarlo con carácter absoluto y la necesidad de encontrarle matices. Esta desde luego también, pero la unanimidad y la comprensión que todo el mundo libre ha mostrado al juzgarla la reviste de cierto carácter de legitimidad, como la lógica respuesta del débil ante el abuso de un vecino poderoso. El eterno debate teórico sobre el concepto de guerra justa tiene aquí un argumento dolorosamente real.

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