El ministro de Consumo, un señor del que apenas sabe nadie qué pinta
ahí, ni él ni su ministerio, anda estos días preocupado por el cambio climático
y, para colaborar en su solución, se ha empeñado en que cambiemos nuestra dieta.
A tal fin y, para hacérnoslo más fácil, nos recomienda una serie de platos que
vayan sustituyendo a los que nos dejaron nuestros abuelos: chips de kale,
hummus de remolacha, poke de pollo, garbanzos con ras el hanout, pudding de
chía, o sea lo que se encuentra todos los días en la tienda del barrio. Nada de
carnes rojas y muy poco de lo que tenga origen animal, todo por nuestra salud y
la del planeta, tan amenazado por el movimiento intestinal de las vacas.
No sé si es simple voluntarismo, afán de protagonismo de alguien
que no lo tiene o necesidad de justificar un cargo de cuota, pero no es de
extrañar que la acogida que ha tenido haya oscilado entre la indignación de
ganaderos y agricultores y la sonrisa de chufla general. Creer que por comer
menos chuletas y más remolacha vamos a detener el cambio climático requiere una
enorme dosis de fe. Yo desde luego no la tengo. Lo que tengo es la sensación de
que en todo esto hay mucha tomadura de pelo, que lo de las vacas suena a chiste
porque siempre hubo rebaños de rumiantes, incluso más que ahora, que nadie ha
explicado convincentemente la relación causa efecto y que hay muchos intereses
particulares relacionados con este asunto. Vamos, que siga usted con sus
filetes mientras el colesterol se lo permita.
En realidad se trata de una manifestación más del telón de
pensamiento único que ha caído sobre nosotros. Vivimos una época en que el
individuo está sometido a la dictadura de una sociedad que nos dicta la
normalidad, nos esclaviza a sus opiniones y nos fija las normas de nuestra
vida, y todo por nuestro propio bien, que conoce mejor que nosotros mismos. Una
verdadera tiranía que inhibe nuestra libertad de expresión. Se nos dicta lo que
tenemos que pensar, las palabras que hemos de decir, las ideas que hay que
aceptar o rechazar y hasta los alimentos que debemos poner en la mesa. Y no. Comer
pertenece al campo de las necesidades materiales, pero también al de los
placeres de la vida. Es una actividad personal, íntima y libre, sin más
condicionantes que los que impongan el estado de salud y del bolsillo.
Que se guarde el ministro sus recetas o que las saboree en su casa, pero
que nos deje a los demás la humilde libertad de elegir lo que hemos de poner en
nuestro plato. Aunque no sé por qué le doy tanta importancia, porque nadie le
va a hacer caso.
1 comentario:
Así se habla sí señor. Completamente de acuerdo con cada palabra
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