
Qué extraño se me hace hablar este año de la Navidad. Un tiempo en
el que en el artículo que escribo cada año he de seleccionar palabras y
conceptos porque desbordan su espacio, ahora se vuelve árido y seco, como uno
de esos paisajes que siempre deslumbraron por su belleza y que ahora aparecen
marchitos por alguna catástrofe. Y sin embargo, siguen ahí, con su fascinación
escondida. Porque, a pesar de todas las circunstancias que la rodeen, por
adversas que sean, y estas lo son, la Navidad es una fiesta bella y alegre,
necesaria en sí misma, de modo que habría que inventar algo semejante si no
existiera. Un tiempo que equilibra los desasosiegos y bajones de ánimo de otros
momentos con su mensaje generador de
ilusiones y buenos propósitos, lleno de sugerencias y deseos de buena voluntad.
Tanto para el creyente, que ve en el misterio del portal el alimento de su fe,
como el que la vive como un simple festejo de convivencia social y familiar, en
su nombre se expresan las aspiraciones, aunque sea en modo de simple evocación,
a un tiempo lo más aproximado posible a la idea de felicidad. Cómo no vamos a
necesitar eso. Aún oculta bajo una terrible cara de miedo y dolor, sentimos que
no podemos prescindir de ella y que, con todas las dificultades que se nos
impone, queremos notar su presencia en estos días.
Nada la identifica más que las palabras paz y felicidad puestas en
todos los labios como un deseo universal. Bajo la forma de un amable cumplimiento
social, son la expresión sincera de una aspiración que nos indica la necesidad
que tenemos de ella. Del afán de sosiego que necesitamos en medio de tanta
turbulencia artificiosa, que este año se añade a la que un caprichoso virus nos
impone. Ojalá traiga paz interior a los políticos obsesionados por la pasión
del poder, que no vacilan en poner en riesgo realidades sociales sólidamente
asentadas, con tal de satisfacer sus ambiciones personales. A los de la
crispación continua, a los de las declaraciones desestabilizadoras, que
pretenden llevarnos a épocas y sistemas de otro tiempo, que fracasaron sin
remedio. Que sean días de paz para sus inquietas mentes y sus agitadas
aspiraciones.
En esta Navidad atípica, sin besos ni brindis, con el temor
aleteando sobre los reencuentros y con el número de participantes tasado, seguramente
adquirirá más valor su esencia eterna, hecha de recuerdos infantiles: músicas
alegres, juegos, dulces, regalos, la burra que iba a Belén, correr a abrir la
puerta a los abuelos y, al cabo de unos días, el milagro siempre renovado de la
madrugada de Reyes. Por ello, y a pesar de todo, Feliz Navidad.
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