
Ciertamente, contemplándola desde lo alto del monte Kassiun, es fácil constatar que nada de eso le queda. Del gran oasis en que se asentaba sólo perviven unos pequeños restos de palmerales; ese río Barada, que la atravesaba suministrando agua a sus numerosas fuentes y jardines, ha sido desecado; sus fértiles alrededores se convirtieron en feísimos suburbios. Los damascenos más cultos lamentan la ciudad perdida, aunque en privado, porque eso puede tener connotaciones políticas. Le queda todavía el encanto de sus famosos cafetines, que aún perviven con todo su exotismo y su animación, y en los que se puede contemplar desde el lento morir del tiempo hasta la danza enloquecida de los derviches. En torno a la mezquita de los Omeyas, se extiende una red de callejuelas estrechas y oscuras, que a veces se comunican entre sí a través de pasadizos, y otras desembocan de pronto en una plazoleta con mesas al aire libre, en las que se toma té o se fuman narguiles con toda la calma del mundo.. Para los cristianos, Damasco encierra un importante testimonio de lo que podría ser un lugar de culto de las primeras comunidades cristianas: la iglesia de Ananías, aquel que recibió a Paulo cuando llegó a la ciudad tras haber sufrido la caída de caballo que le convirtió. Al lado, una mujer con unos ojos inmensamente resignados está cociendo pan en una plaza y tratando de venderlo a quien pueda.
Esta es la Siria que uno quiere recordar, y no la de las calles ensangrentadas por los más de 7.000 asesinados a manos de ese tipo de cara inocente cuyo retrato aparece por todos los rincones del país. La Siria de gentes sencillas y hospitalarias, que bastante tienen con la lucha diaria por la subsistencia, y que asisten encogidas por el temor a un espectáculo diario de violencia enloquecida por parte de su propio gobierno. Como siempre, son las piezas sin voz y sin futuro, porque, aunque el tirano se vaya, después ¿qué?.