miércoles, 16 de junio de 2010

El milagro del fútbol

En un sentido primario, la mayoría de los deportes tienen un principio de infantilismo que es la base de una extraña paradoja. Dos señores pasándose una pelotita por encima de una red se convierten en un espectáculo mundial; doce jóvenes tratando de meter un balón en un aro pueden paralizar a todo un país; veintidós individuos corriendo por un campo detrás de una pelota para introducirla en un rectángulo es el mayor acontecimiento mediático del mundo. Trabajo para sociólogos y psicólogos de masas.
Pero si lo verdaderamente sorprendente de casi todos los deportes es esa enorme desproporción entre la inanidad de la causa y la magnitud de los efectos, es en el fútbol donde se pierde cualquier explicación. Un juego de concepción elemental, desnudo de complejidades abstractas, con reglas aferradas a una obsoleta sencillez y dotado de una terminología de reminiscencias bélicas: hay capitanes, disparos, estrategias, líneas de ataque y defensa y hasta la idea que de su resultado depende el honor patrio. Nada que no haya en otros, y sin embargo, en torno a él se mueven ingentes sumas de dinero; sus campeonatos mundiales -lo estamos viendo- se convierten en el mayor espectáculo de masas, batiendo en cada ocasión su propio récord de espectadores; en su propia condición de elemento representativo de toda una nación hace sentir su acción aglutinante y su capacidad de unir, aunque sea momentáneamente, los ánimos separados por todo lo demás. El fútbol, más allá de su hecho físico, es sentimiento derivado en pasión, en la que, como en toda pasión, está ausente el componente racional. Sólo él es capaz de conseguir que millones de personas en distintos lugares levanten a la vez los brazos en un estallido de alegría por un hecho en lo que no han tenido participación alguna ni va a influir para nada en su vida personal. El fútbol es la cadena más difícil de romper por parte de quien ha sido atado con ella. Ya se sabe que se puede cambiar de mujer, de trabajo, de lugar de residencia y hasta de religión, pero no se cambia de equipo. No hay fidelidad más constante.
¿Y a quién perjudica esto? Desde luego, colectivamente a nadie. El fútbol debe de ser una de las pocas actividades que a todos les viene bien. A sus mandamases, que se embolsan sus buenos millones con la organización de los eventos; a los futbolistas, que no sólo se convierten en objetos de idolatría, sino que también aumentan su cuenta con sustanciosas primas simplemente por cumplir con su deber; a las cadenas de televisión, que ven crecer sus audiencias y sus ingresos publicitarios; a los gobiernos, que pueden rentabilizar los triunfos que lleguen, y en todo caso ven cómo por unos días las miradas se vuelven hacia una realidad más ilusionante que la que ellos son capaces de ofrecer; y a los propios aficionados, que tienen ocasión de avivar sus emociones sin pagar nada a cambio.
Hoy España inaugura su actuación frente a los precisos suizos y todo el país se detendrá con un mismo deseo compartido. Qué otra cosa podría lograr semejante milagro. Y sólo es un juego. La bagatela más seria del mundo.

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