viernes, 23 de abril de 2010

El libro y la cieguita

Una mujer ciega, no muy joven, está sentada en la acera de una de nuestras calles, cumpliendo con su trabajo diario de vender cupones. Va cada día al mismo sitio, haga sol o frío, se acomoda en su pequeña silla y se dispone a pasar otra jornada inmóvil, atendiendo a sus clientes, que buscan en ella la fortuna. Seguramente el sonido de la calle debe de resultarle lo bastante descriptivo como para combatir su tedio; acaso alguna breve conversación ocasional y su propio trabajo serían suficiente distracción para dulcificar las largas horas muertas, y en todo caso, siempre estaría el recurso del transistor amigo. Pero ella ha confiado en el mágico y eterno poder de sugestión de la palabra escrita. A su lado, una chica joven y guapa, quizá un familiar cercano, o en todo caso un verdadero lazarillo espiritual, le lee con voz dulce, y durante largos ratos, un libro. Si la cieguita del tango se preguntaba por qué ella no podía jugar, esta de nuestra calle se habrá planteado por qué ella no podía disfrutar del placer de la lectura, y unos ojos generosos le prestan cada día su mirada para proporcionárselo.
No creo que ningún discurso ni ninguna exégesis que se puedan hacer en este día sobre el significado y el valor del libro alcancen a tener la fuerza de esta imagen, sencilla y cotidiana, como casi todas las imágenes que envuelven los grandes conceptos.
Pueden darse mil razones para iniciarse en la lectura, pero bastaría pensar en una sola para emprenderla sin reservas. Quevedo lo dijo en dos endecasílabos:
Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.
Los libros nos hacen contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países, es decir, nos permiten entrar en contacto con las mentes más poderosas del pasado y con los intelectos más grandes que han existido. Nos ofrecen la respuesta que ellos han dado a las preguntas que nos hacemos y el consuelo que encontraron para sus desdichas, que siguen siendo las nuestras. Y, cuando no sea así, al menos nos brindarán un momento entretenido y harán lo que quieran con nuestra imaginación, y ante ambas cosas estamos en las mismas condiciones quienes ven y quienes no.
Hoy, día 23 de abril, en que los caprichos del azar, y del calendario no reformado, hicieron que coincidieran en su muerte los dos escritores que han apasionado a más lectores, quizá porque han sido quienes mejor han sabido penetrar en los recovecos del ser humano, es jornada de grandes actos privados y oficiales, de estadísticas, de declaraciones y de panegíricos de este humilde objeto llamado libro. Pues que don Miguel y sir William me disculpen, que lo harán, pero yo no encuentro hoy mejor homenaje a ambos y al libro, que la imagen de una joven ayudando a una ciega a aliviar sus largas horas de trabajo y oscuridad mediante la lectura.

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