miércoles, 29 de diciembre de 2021

El año que se va

Nos quejábamos del 2020 y lo despedimos con un suspiro de alivio y con la seguridad de que el año siguiente habría de ser mejor por fuerza, después de lo alto que dejó el nivel de calamidad aquel siniestro bisiesto. Y no. Este año que ahora se muere ha seguido su estela, de forma que casi pueden repetirse al pie de la letra las maldiciones de despedida que le dedicamos al otro. Hemos visto muy de cerca temores nuevos conviviendo con los viejos, que no acaban de irse. Hemos confirmado lo que ya habíamos descubierto: hasta dónde puede llegar la profundidad de nuestra condición de seres vulnerables. Hemos comprobado que no tenemos respuestas para todo y nos hemos confirmado en la idea de que solo la ciencia puede poner algo de orden en aquello que el azar descompone. Hemos sentido el miedo a nuestro lado y la angustia de ver cómo se resquebrajaba la esperanza del bienestar del mañana al tambalearse los pilares económicos de nuestra sociedad. Si el pasado año tuvimos que aprender de repente asignaturas que nunca hubiéramos querido conocer, este 2021 nos ha obligado a hacer la reválida y hasta tener que luchar por la matrícula de honor para superarlas.

Segundo año de la era del virus, ahora con una variante más pegajosa, pero también más llevadera para nuestras defensas y para las vacunas, que nos han traído la esperanza. Quizá sea esta la única nota luminosa que presente este año para evitar el apellido de "horribilis". Apenas empezado, la borrasca Filomena paralizó el país con una nevada como hacía mucho tiempo que no se veía por estas latitudes. Miles de personas quedaron aisladas en sus pueblos, se cerraron vías de tren, autopistas y aeropuertos, frutales y cultivos de invierno quedaron destrozados, se produjeron aludes mortales y hasta las calles de las ciudades se convirtieron en un peligro para todos. Y luego despertó el volcán. La naturaleza pareció querer mostrarnos nuestra indefensión haciendo alarde de sus recursos de extremo a extremo. Fuego y nieve, silencio y bramidos. Cuando nadie lo esperaba, ni siquiera lo intuía, una desconocida montaña de la isla de la Palma se abrió y se convirtió durante unos días eternos en una imagen del infierno. Quienes lo han perdido todo bajo el monstruoso río de lava ardiente, llevarán marcado para siempre en su memoria el nombre de este 2021.

El mundo es un lugar de riesgo, ya lo sabemos, pero hay años que parecen empeñados en recordárnoslo. Al próximo habrá que decirle que ya lo hemos aprendido, pero sobre todo habrá que exigir a quienes mandan que no nos lo hagan más difícil.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Feliz Navidad

Feliz Navidad a los que quieren borrar este nombre de nuestro mapa de los sentimientos y cambiarlo por el de fiesta, solsticio y ocurrencias así. Que se atrevan a mirar a su alrededor con ojos limpios de resabios y comprenderán que hay ideas con un espíritu tan poderoso que pretender luchar contra ellas es como querer dar puñetazos al sol. Y el eco de lejanas campanillas y de entrañables evocaciones infantiles seguramente estará al acecho en algún escondrijo de su mente.

Feliz Navidad a los que el virus hundió en el dolor de una despedida, a los que sufren en una cama de hospital y a los que han tenido que alterar sus vidas por el temor y la incertidumbre, o sea, a todos nosotros. A los refugiados que tiritan en el bosque helado ante la alambrada que no traspasarán o en la playa a la que nunca llegarán. A los que se han tenido que acostumbrar a vivir sin esperanza. A todos los que dedican algo de su saber y de su tiempo a ayudar a otro, sin darse cuenta quizá de que son la base más noble y valiosa de la sociedad.

Feliz Navidad a los que vieron cómo el volcán enterraba para siempre bajo una montaña de lava infernal el trabajo de su vida, la casa, los recuerdos, el presente y el futuro. Todo lo que tenían, menos su dignidad y su mirada resignada. Que algún brote de vida surja pronto entre las cenizas como símbolo de esperanza y, mientras tanto, que se cumplan las promesas y las ayudas no se hagan de rogar.

Feliz Navidad a los políticos de buena voluntad que piensan ante todo en el bien común. Que el viento de las urnas se lleve cuanto antes a los demagogos y sectarios, a los que viven de la mentira y de mirar tan solo su provecho, y a los fanáticos ignorantes para los que su lengua y su terruño son la única obra sublime de la creación. Pues incluso a estos, Feliz Navidad.

Feliz Navidad a los que sienten en su alma el latido diario de los campos solitarios que les esperan cada madrugada para proseguir su eterno y sufrido idilio; a quienes en cualquier lugar se enfrentan cada día al duro ejercicio de luchar para dar a sus hijos el mejor futuro sin esperar más recompensa que la de verlo conseguido; a los que cumplen con su deber de forma callada y ven cómo sus impuestos se emplean muchas veces en despilfarros absurdos, y a los que creen que vivir la vida con optimismo en estos tiempos es un ejercicio difícil, pero que es necesario intentarlo.

Feliz Navidad a los que a estas horas han comprobado que la suerte les ha tratado como cada año. Y a ti, que has tenido la generosidad de leerme.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Juguetes para la igualdad

Cada vez le quitan más a uno las ganas de volver la vista hacia su infancia, que por lo visto fue un territorio en el que recibimos unos valores y unos ejemplos justo al revés de lo que deberían ser. Con lo bien que nos sentíamos creyendo que habíamos tenido una niñez feliz, al menos así quedó para siempre en nuestro recuerdo. Tendríamos que pedir cuentas a nuestros padres por tratar de cumplir nuestros deseos y de procurar que nos sintiéramos los amos del mundo aunque fuera un solo día. Por ejemplo, en Reyes. A quién se le ocurre darnos lo que pedíamos. Cómo pudieron tener presente por encima de todo satisfacer nuestra ilusión.  Mira que regalar a mi hermana una Nancy en vez de un balón y a mí un fuerte apache en lugar de un juego de cocinitas. Cómo era posible que el instinto de hacer felices a sus hijos fuera más poderoso que la conciencia igualitaria que debía ser la norma rectora. Claro que en su descargo hay que decir que la culpa era nuestra, de los niños. En vez de ponernos con las mariquitas recortables preferíamos jugar a los indios o a la peonza, las canicas o las chapas, todos juguetes que fomentaban la desigualdad. Y ellas igualmente a lo suyo. Qué grave inconsciencia la nuestra.
Menos mal que tenemos ahí a nuestro inefable ministro de Consumo, siempre velando porque consumamos lo que más nos conviene. Si hace unos días se molestó en enseñarnos lo que deberíamos comer para salvar el planeta, ahora nos muestra qué juguetes debemos comprar a nuestros hijos para que todos y el mundo entero sean más felices. Bueno, todos menos el niño al que se le trae un juguete que no le gusta.
Qué caro y molesto resulta un ministro sin nada de que ocuparse, porque dispone de dineros y del BOE, y como ha de parecer que hace algo para justificar su inútil ministerio, caza al vuelo cualquier ocurrencia para hacerla pasar por una gran idea. La de ahora es pedir a los padres una huelga de juguetes que "reproduzcan roles de género que condicionen la personalidad de los menores"; o sea, que compren a sus pequeños solo los que el ministerio diga, que para eso es sujeto agente del pensamiento único. A nadie se le ocurre dudar de la necesidad de conseguir la absoluta igualdad de derechos entre los dos géneros, pero no de lo que vive en el interior de cada persona. No se pueden igualar las ilusiones ni los deseos, las inclinaciones, gustos, vocaciones o preferencias, rasgos de carácter que precisamente se manifiestan en la infancia y que son consustanciales con la personalidad. Que cada niño reciba el juguete que le haga más feliz y que los padres se olviden de lo que diga ese faro que ilumina nuestras vidas en el Ministerio de Consumo.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Todo igual

Entre la avanzadilla del invierno que nos ha llegado en forma de frío, nieve y riadas, la  amenaza de otra variante del virus, que no acaba ni de irse ni de quedarse quieto en su estado actual, y el volcán, que sigue con su furia intacta, la naturaleza parece empeñada en recordarnos sus poderes y su grado de indiferencia por nosotros. Entre todo eso y lo que ponemos de nuestra parte los que nos llamamos seres racionales, la actualidad anda, como siempre, desapacible, hosca y produciéndonos inquietud cada vez que nos acercamos a cualquier noticiario. Da la impresión de que esta especie de mono desnudo que se ha apoderado del planeta tiene como actividad preferente la de preocuparse en hacer lo posible por no ser feliz. Yo creo que de todas las maldiciones que los dioses han echado a los hombres en todos los sitios y épocas, ninguna pudo ser tan perversa como esta: condenados estáis a empeñaros en hacer lo contrario de lo que deberíais hacer para ser felices. Y en eso estamos.
Si con la naturaleza no cabe más diálogo que decir amén a todo lo que nos imponga, sí está en nuestra mano tratar de modificar lo que tiene su origen en nosotros en busca del mayor bien posible. Podría hacerse una clasificación primaria de las personas, dividiéndolas en dos grupos: las que buscan problemas y las que buscan soluciones. Pero, a pesar de su atractivo enunciado es eso, primaria, porque los que buscan problemas lo hacen casi siempre pensando que con ello consiguen soluciones, con lo cual el problema se alarga hasta el infinito. Somos un tejido inextricable de contradicciones, intereses, hipocresías, ambiciones y pasiones ocultas, y en virtud de ellas mentimos, fingimos y pasamos por encima de la verdad y hasta de nuestras propias convicciones.
El reflejo de esto en nuestra vida privada tiene siempre un alcance limitado, e incluso puede que se compense en muchas ocasiones con actitudes nobles y sublimes, pero en el campo de la política es realmente repugnante. Una guerra en la que las armas son unas pobres gentes desesperadas a las que se envía a morir de frío ante una frontera cerrada o ahogados ante cualquier costa de una tierra prometida; en muchos sitios tiranías, dictaduras y aplastamiento de voluntades; aquí una pandilla de chantajistas tratando de obtener para su huerto todo lo que puedan a cambio de sus raquíticos votos, y un Gobierno que cede lo que sea con tal de conseguirlos. Frente a tanto dogmático, que piensa que es el único que ha encontrado la verdad, vendría bien algo del escepticismo de quien se queda en su búsqueda.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Don Justo

Tenía 96 años y una vida que había cundido como tres, las mismas que habría necesitado para concluir su obra. Recuerdo muy bien la primera vez que le vi y lo que escribí de él todavía bajo el impacto de lo que tenía delante y con la duda de saber si me hallaba ante un iluso obsesivo o ante un admirable caso de constancia y fe en sí mismo, pero en todo caso ante alguien especial. Don Justo Gallego era flaco como un suspiro y fuerte como las encinas de su tierra. Uno le veía trepar por los andamios que él mismo levantó como pudo y pensaba de dónde diablos exprimiría tal fuerza aquel cuerpo enjuto que podía, no sólo con la carga que llevaba, sino con el peso de sus muchos años. Quizá él no reparase en ello, pero cuando se es capaz de convertir la frustración en sujeto creador pocas cosas resultan inalcanzables. Don Justo había sido en su juventud monje cisterciense en Santa María de Huerta, hasta que un mal día contrajo la tuberculosis y el abad le indicó que aquel no era sitio para enfermos contagiosos y que la vocación sin duda era una llamada divina, pero que el riesgo aquel era muy humano y que... pues eso. Don Justo, enfermo y con la gran aspiración de su vida destrozada, decidió crearse otra, material, gigantesca, inhumana, una grandiosa oración que durase mientras viviera y que le sirviera para entregarse todo entero. Decidió construir él solo una catedral.

Aprovechando unos terrenos que heredó de sus padres en Mejorada del Campo, comenzó su obra, sin apoyos ni subvenciones y ante la crítica de algunos, la mirada burlona de muchos y la incredulidad de todos. Comenzó con lo que pudo, desde los más vulgares materiales de desecho hasta lo que le fue posible comprar con lo que le quedaba de patrimonio y con los donativos que visitantes admirados le daban. Naturalmente, los requisitos mundanos -licencia de obras, proyecto y demás- no merecieron la menor atención. Aterido de frío en invierno y agobiado por el sol en verano, a todas las horas del día y casi todas las de la noche, don Justo siguió levantando su catedral sin mirar hacia ningún lado, ni a las críticas ni a los elogios, que oía indiferente, ni a las autoridades religiosas o civiles, que en el mejor de los casos le ignoran.

Ahora, sesenta años después, Don Justo ha muerto sin poder ver rematada su catedral, aunque ya con forma bien definida, con su estilo ecléctico, mezcla de gótico y de lo que sea, su aspecto acastillado, su compleja distribución espacial, su variopinta mezcla de materiales y sus enormes proporciones. Un alcalde le dijo un día que, cuando la acabe, con la ley en la mano, no tendrá más remedio que derribársela. Don Justo le respondió: levantaré otra.


miércoles, 24 de noviembre de 2021

Sobre nada

La dichosa página en blanco mira impasible desde la pantalla. Siempre es así, pero hay veces en que parece más que nunca un espacio infinito, imposible de llenar. Se tiene la sensación de que todo está dicho ya, de que lo que realmente importante no se es capaz de poner en palabras o de que en definitiva nada importa lo que se escriba. Cansan los pensamientos que no conducen a nada y se escurren las ideas sin dejarse atrapar. Se emprenden tímidamente caminos y pronto se ve que conducen a un terreno de tópicos y nimiedades y hay que desandarlo y volver al principio. La página se muestra como símbolo del misterio de la nada, vacía, esperando las palabras que no llegan y mirando entretanto con cierto aire de burla al que está frente a ella.
No sé por qué, pero hay días en que la dificultad de encontrar un tema se vuelve desesperante, y eso que los hay por todas partes a cualquier sitio que se mire. Ya, pero no todas las frutas están al alcance de uno, ni son jugosas, ni tienen poder para despertar en los demás una mirada de interés por ellas. A uno le gustaría convertir en tema de su artículo algunas de las cosas que ocupan la actualidad con la insistencia de los hechos decisivos, como ve que hacen otros, pero se encuentra con sus propias limitaciones y con su incapacidad para comprender la complejidad con que están revestidas, así que prefiere dejarlo. Luego se da cuenta de que a menudo todos más o menos están como él y que nadie entiende nada por mucha palabrería que suelten.
Sería un buen tema, por ejemplo, tratar de explicar el porqué de ese aire de negro pesimismo que hace temblar la economía mundial y quién mueve las voluntades que determinan la nuestras hasta dejarlas indefensas en sus manos; o, ya sin abstracciones, la extraña crisis de los microchips, que, según dicen, amenaza nuestro modo de vida más de lo que creemos; o las entrañas del irresoluble arcano del precio de la luz; o encontrar algún motivo razonable que justifique ese empeño de dar al bable categoría de lengua oficial; o qué diablos es exactamente un algoritmo, eso que se ha convertido en el rey de todas las explicaciones, aunque muy pocos saben en qué consiste y casi nadie puede desarrollarlo; cómo funciona, en qué casos se aplica y por qué se volvió de pronto tan influyente en nuestras vidas. Nada. Todo cubierto por un velo de incapacidad. Menos mal que siempre tiene uno lo cercano y lo que realmente ama.
Y al final, ya lo ven, esto se acaba y no he hablado de nada.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Hasta en la cocina

El ministro de Consumo, un señor del que apenas sabe nadie qué pinta ahí, ni él ni su ministerio, anda estos días preocupado por el cambio climático y, para colaborar en su solución, se ha empeñado en que cambiemos nuestra dieta. A tal fin y, para hacérnoslo más fácil, nos recomienda una serie de platos que vayan sustituyendo a los que nos dejaron nuestros abuelos: chips de kale, hummus de remolacha, poke de pollo, garbanzos con ras el hanout, pudding de chía, o sea lo que se encuentra todos los días en la tienda del barrio. Nada de carnes rojas y muy poco de lo que tenga origen animal, todo por nuestra salud y la del planeta, tan amenazado por el movimiento intestinal de las vacas.
No sé si es simple voluntarismo, afán de protagonismo de alguien que no lo tiene o necesidad de justificar un cargo de cuota, pero no es de extrañar que la acogida que ha tenido haya oscilado entre la indignación de ganaderos y agricultores y la sonrisa de chufla general. Creer que por comer menos chuletas y más remolacha vamos a detener el cambio climático requiere una enorme dosis de fe. Yo desde luego no la tengo. Lo que tengo es la sensación de que en todo esto hay mucha tomadura de pelo, que lo de las vacas suena a chiste porque siempre hubo rebaños de rumiantes, incluso más que ahora, que nadie ha explicado convincentemente la relación causa efecto y que hay muchos intereses particulares relacionados con este asunto. Vamos, que siga usted con sus filetes mientras el colesterol se lo permita.
En realidad se trata de una manifestación más del telón de pensamiento único que ha caído sobre nosotros. Vivimos una época en que el individuo está sometido a la dictadura de una sociedad que nos dicta la normalidad, nos esclaviza a sus opiniones y nos fija las normas de nuestra vida, y todo por nuestro propio bien, que conoce mejor que nosotros mismos. Una verdadera tiranía que inhibe nuestra libertad de expresión. Se nos dicta lo que tenemos que pensar, las palabras que hemos de decir, las ideas que hay que aceptar o rechazar y hasta los alimentos que debemos poner en la mesa. Y no. Comer pertenece al campo de las necesidades materiales, pero también al de los placeres de la vida. Es una actividad personal, íntima y libre, sin más condicionantes que los que impongan el estado de salud y del bolsillo.
Que se guarde el ministro sus recetas o que las saboree en su casa, pero que nos deje a los demás la humilde libertad de elegir lo que hemos de poner en nuestro plato. Aunque no sé por qué le doy tanta importancia, porque nadie le va a hacer caso. 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

El tiempo que nos importa

El tiempo vuela. Cuántas veces oímos y dijimos eso como una constatación resignada. Vuela, ya lo creo, sobre todo el que nos ha sido asignado a cada uno, porque es escaso. De las tres categorías del tiempo que podemos conocer, -el cósmico, el histórico y el de la vida humana-, solo este tiene una significación plena para nosotros. Del cósmico no nos es dado ni siquiera atisbar su comprensión racional; el tiempo histórico nos resulta asequible tan sólo como objeto de esfuerzo mental. Es el otro, el pequeño tiempo de nuestro pequeño vivir, el que realmente nos importa, porque está hecho para medir las fatigas y los gozos de nuestro camino. Es breve y frágil, pero es nuestro ámbito temporal para la vida, único e irrepetible, y no hay infinitud que se le compare. Aunque tengo en el cielo las estrellas, amo mucho más la pequeña lamparilla que alumbra mi casa. Puro Tagore.

Nuestro tiempo particular es individual y propio. Nadie puede vivirlo por nosotros; nadie puede entenderlo ni darle el mismo sentido que le damos nosotros; nadie será capaz de otorgarle el mismo grado de importancia o de desprecio que nosotros. A diferencia del tiempo histórico, que es la suma de innumerables tiempos personales, y no digamos del tiempo cósmico, que es la suma de la nada, nuestro tiempo personal encierra la posibilidad de ser iluminado por el reflejo que sepamos o queramos darle. Y cuando acabe su andadura, que es la nuestra, quedará aún flotando para los demás en forma de recuerdo, prendido a algo, a una imagen, a la memoria de un gesto o una voz, a la evocación de un profundo amor, al dolor mismo de la pérdida. Nuestro tiempo será entonces de los demás, que podrán hacer con él lo que quieran. Cuando miramos esas viejas fotografías que alguna vez caen en nuestras manos, de personas que no conocimos, y nos fijamos en sus gestos y sus miradas, estamos introduciéndonos en su tiempo, ya ido para siempre, en su tiempo personal que nos es permitido vislumbrar levemente. ¿Qué fue de aquel rostro que nos contempla con expresión grave, adaptado a la ocasión? Aquellos niños que miran con cara entre curiosa y sorprendida al fotógrafo ¿dónde están? ¿Qué sería de la pareja de novios que posan con mirada feliz, y de los invitados a aquella fiesta, y de aquel grupo que sonríe en un día de fin de curso? Su tiempo está ahora en nuestras manos. Qué tierna fragilidad la de esas imágenes, que se hicieron con afán de permanencia y hoy solo son presencias anónimas que un simple movimiento de los dedos puede hacer desaparecer para siempre. Ese tiempo personal no aspira a la trascendencia. Y vuela, sí, pero podemos dejar mucho de nosotros en él.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Un grado y medio

Se han reunido en Roma los dirigentes de 20 países que se consideran a sí mismos los más influyentes del mundo para tratar de controlar el clima del planeta y poner freno al calentamiento que se está produciendo. Se lo debieron de pasar bien; claro que están en Roma. Se les ve sonrientes y relajados, arrojando una moneda en la Fontana di Trevi para volver otra vez, y con la expresión satisfecha del deber cumplido: han conseguido llegar a un acuerdo para limitar la subida de la temperatura global a 1,5 grados para mediados del siglo. Buena voluntad no les falta; ingenuidad tampoco; ni pretenciosidad para luchar con pellizquitos de monja. Uno piensa que el tiempo ha hecho lo que le dio la gana en este planeta desde el primer día de la creación hasta ahora, y que no debemos ser tan presuntuosos como para creer que tenemos capacidad para modificarlo de modo esencial. Imagino que los hombres del paleolítico, cuando les llegó la última glaciación y vieron cómo todo se convertía en un témpano de hielo, también hablarían de un cambio climático, si supieran qué significaba eso. Y si lo supieran iban a tener difícil encontrar una industria a la que echar la culpa.
Esto del calentamiento global se ha convertido en la nueva religión que sirve hasta para dictarnos lo que hemos de comer o no. Que se está produciendo es evidente; que nosotros tengamos algo que ver es más dudoso. En sus 4.000 millones de años de existencia la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un largo período glacial sucedía otro de calentamiento igualmente largo, y ahora estamos en uno de esos períodos tras la última glaciación, la würmiense. Vivimos en una etapa interglacial, y por tanto de calentamiento. Decir que somos nosotros los causantes es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. ¿Los humos y gases contaminantes? Hay teorías que afirman que nuestro planeta tiene capacidad para regenerarse a sí mismo y que sus propias emisiones forman parte de ese proceso; desde luego, la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, y aquí seguimos. La Tierra es un cuerpo en formación y esas son sus manifestaciones. Fíjense, leído hoy mismo: el volcán de la Palma emite diariamente a la atmósfera 16.350 toneladas de dióxido de azufre y 1.380 de dióxido de carbono, y eso que no puede considerarse un volcán de los grandes. Cuesta creer que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad humana, se detuviera el proceso de calentamiento global. Eso sí, no contribuyamos a acelerarlo.

miércoles, 27 de octubre de 2021

Después de la tormenta

Por fin parece que comienza a debilitarse la maldita pandemia y nos acercamos ya a la  normalidad que teníamos antes de que ese ciclón repentino y desconocido nos dejara el alma en vilo y el cuerpo protegiéndose con todos los medios posibles de una amenaza que cada día veíamos temible. Fue un tiempo de desorientación e incertidumbre, de miedo y dudas, con cientos de ausencias cada día que apenas dejaban tiempo para despedir, ni siquiera para llorar. Hubo que adaptar nuevas formas de pensar y de obrar ante una realidad hasta entonces nunca vivida. Se ensayaron nuevos modos de trabajo y se acabó con conceptos que parecían inamovibles, como la obligada presencialidad laboral, tanto que quizá hayan llegado para quedarse. Pero sobre todo, conocimos en toda su dimensión nuestra fragilidad ante las sacudidas de cualquier azar; nosotros, los que dominamos el planeta hasta en sus rincones más insignificantes e incluso nos asomamos al exterior, nos encontramos de pronto a merced de un ser invisible que pareció surgir de la nada y nos enseñó que nuestras queridas vidas valen lo que la suerte quiere que valgan. Quizá más de uno, en su interior o en alguna noche de insomnio, se haya hecho una pregunta parecida a la que se hizo Chateaubriand ante la epidemia de cólera de 1817: ¿Qué pasaría si un contagio general acabase con todos los hombres? Y puede que se diera la misma respuesta: nada; la Tierra, despoblada, seguiría su ruta solitaria.

Aún no ha se ha ido del todo la amenaza, y si nos descuidamos con alguna imprudente alegría podemos retroceder de nuevo a aquellos días, pero ahora que ya no la tenemos como un motivo de obsesión ni siquiera en la primera línea de las preocupaciones; miramos hacia atrás y podemos sentir un cierto sosiego esperanzador al ver cómo la vida se empeña en aferrarse a sí misma buscando por todos los rincones los recursos necesarios. Se ha dicho  que la desgracia descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir. Aquí las luces fueron la capacidad colectiva de seguir las normas sin las habituales trifulcas partidistas, la solidaridad ciudadana y el reconocimiento unánime y sincero a quienes dedicaron todo su esfuerzo a suavizar los estragos de la epidemia, incluso con riesgo de su propia salud. Y al final, la constatación de que solo el trabajo de unos científicos fue capaz de librarnos de un desastre de alcance inimaginable. Olvidemos tantas promesas huecas. Ni salimos más fuertes, ni se repoblaron las zonas rurales, ni nos volvimos más eficientes por el teletrabajo. Solo más aliviados y con más aprecio por lo que teníamos.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Oficialidad no

Uno, que en su lista de dudas tiene anotadas muchas más cosas que en la de certezas, hace tiempo que ha apuntado en ella una más: la de que la abundancia de lenguas en un país suponga una riqueza cultural. Eso sería decir, por ejemplo, que la Europa de las tribus prerromanas era infinitamente más rica culturalmente que la de la romanidad, que tenía como lengua única el latín. O que Papua Nueva Guinea, pongo por caso, donde se hablan más de ochocientas lenguas, es muy superior en riqueza cultural a Alemania, que la pobre sólo tiene una. Por lo visto, en vez de la maldición habría que hablar más bien de la bendición de Babel. Por estos lares astures hay quienes piensan que el mundo sería un lugar más habitable si se convirtiera en oficial una lengua creada con retazos del español y los restos del asturiano; una lengua que bien podría llamarse asturñol, hombre, suena bien, y de paso hasta quizá valiera para acabar de una vez con la polémica de si hay que llamarlo bable o asturiano. El viejo concepto de que el fin primordial de una lengua es servir como instrumento de comunicación es eso, una antigualla. La modernidad es otra cosa. Es transgredir el principio imprescindible para que una lengua crezca sana y limpia de conciencia: ha de nacer del pueblo, ha de ser hecha por los hablantes día a día, y sólo cuando su dimensión así lo exija, han de crearse las instituciones que la regulen, sistematicen y doten de normas unificadoras. En el caso del bable el proceso está discurriendo exactamente al revés.
Lo cierto es que al bable que uno oye en las tribunas que lo defienden se le nota la capa de maquillaje que le aplicaron hasta convertirlo casi en una naturalización de las variedades fonéticas. Buena parte de su morfología se basa en aplicar los vulgarismos del castellano. Poco más. En el fondo, un refrito de entrañables hablas rurales con añadidos artificiales. Cuesta entender ese empeño de despilfarrar dineros y energías en dar carácter oficial a una forma de expresión sin ninguna utilidad para nadie. Porque, dejémonos ya de mantos piadosos: como valor cultural es insignificante; como factor de identificación, insuficiente, y como instrumento de comunicación, innecesario. Si ya tenemos un idioma común ¿para qué vamos a oficializar una lengua que la mayoría no habla? ¿Para incomunicarse?
Dejemos en paz el bable. Ese bable nuestro, en el que todos guardamos algunos de nuestros afectos más queridos, que nunca ha sido problema para nadie y que seguramente a partir de ahora nos va a complicar a todos la vida con su intromisión forzada en campos a los que nunca fue llamado.

miércoles, 13 de octubre de 2021

Claro que hay mucho que celebrar

Andan algunos mandamases americanos alterados con la idea de nos disculpemos por haberles dado lo necesario para que se convirtieran en lo que hoy son.  Ahí está, por ejemplo el mejicano, un tipo que se apellida López. El hombre cada noche oye en sueños a José Alfredo Jiménez cantándole: eres el hijo del pueblo, descendiente de Cuauhtémoc, mejicano por fortuna, y nada más amanecer vuelve a exigirnos de que le pidamos perdón por haber sacado a sus antepasados de la edad de piedra y enseñarles, por ejemplo que no se debe practicar el canibalismo. Este año, al coro de coro de voces clamantes y maldicientes contra la fecha y lo que ella significa se ha unido la de Biden, pero ya sabemos que los norteamericanos tienen como rasgos de carácter la hipocresía, herencia inglesa, y la ignorancia. Precisamente ellos, que acabaron prácticamente con sus indígenas en pocos años. Lo de "no hay indio bueno si no es indio muerto" no fue ciertamente una frase española. Por supuesto que la opinión es libre, pero una sociedad bien estructurada en sus fundamentos y culturalmente avanzada, necesita que las opiniones que la vitalizan estén sustentadas sobre bases derivadas de análisis racionales, sin posiciones apriorísticas ni prejuicios desvirtuadores, y no sobre un socorrido conjunto de frases hechas que se repiten como una consigna, sin más valor que el de su propio sonido. Y no digamos si el supremo argumento consiste en el derribo de estatuas y monumentos.

Cansa ya tratar de meter en mentes sectarias y fanáticas el marco de los hechos. El fin de la Edad Media y la llegada de los nuevos aires renacentistas coinciden en España con el cierre de la larga lucha contra los invasores que la habían ocupado ocho siglos antes. A la solución de este secular problema se une el impulso del nuevo espíritu de la época, su afán de conocimiento, la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas y la mejora de los instrumentos y técnicas de navegación. Y así es posible la aventura atlántica.
La consecuencia de aquel viaje es una tremenda sacudida a la Historia. Un continente completo se incorpora de pronto a la civilización occidental; las raíces de la visión griega del hombre y las premisas humanistas del Renacimiento se imponen en la mitad de la tierra; la lengua española se convierte no sólo en la más extendida del mundo, sino en lazo de unión entre pueblos que sólo unos años antes vivían totalmente aislados entre sí. España lo hizo como supo, con la visión propia de la época y -caso único en la Historia- con un espíritu autocrítico constante, del que tanto se han aprovechado sus enemigos. España es la única potencia colonizadora que se cuestiona desde el principio la licitud de sus conquistas, algo que en Inglaterra, por ejemplo, sería impensable. Un dato: en 1550 Carlos I ordena cesar toda conquista hasta que un Consejo especial dictamine si es lícita o no.
Y, a posteriori, un dato más: el tiempo que va desde el final de la Conquista hasta la independencia, tres siglos más tarde, es el período de paz más largo de la Historia de América. Y en otro nivel, España, tras un primer momento traumático por las enfermedades y las acciones guerreras, no tuvo escrúpulo racial alguno ni inconveniente en producir ese mestizaje que resulta casi único en el balance de las colonizaciones europeas. Otros no pueden decir lo mismo. 


miércoles, 29 de septiembre de 2021

Ahora el volcán

Ahora que el coronavirus comienza a retirarse por fin después de dos años de infundirnos temor y de alterar nuestras vidas, aparece el volcán, también nacido de repente, sin habernos dado nunca asomos de su existencia. El mal absoluto encarnado bajo dos formas opuestas con el mismo fin destructor; lo invisible y lo gigantesco empeñados en mostrarnos nuestra condición de seres débiles e impotentes ante cualquiera de sus salidas de tono. Las imágenes del volcán de la Palma no necesitan palabras; resultan fascinantes en su misma terribilitá. Su presencia pavorosa y sus efectos devastadores no permiten más descripción que su propia contemplación. Una montaña coronada de fuego, vomitando materiales incandescentes y lanzando una columna de humo y ceniza hasta la misma estratosfera, viene a resultarnos un símbolo recordatorio de nuestra propia contingencia; en el fondo, tal vez una alusión al acontecimiento telúrico final que está escrito en nuestros genes culturales. El misterio de las entrañas incandescentes de la Tierra siempre fue una incitación a buscar la trascendencia de lo sobrenatural en el inframundo. Las herramientas de Vulcano están presentes en las reuniones de los dioses, se lee en la Ilíada.

No ha habido víctimas, pero encoge el ánimo contemplar la desesperación de quienes están viendo desaparecer todo lo que tenían. Ante el dolor, sea propio o ajeno, nuestros sistemas internos alertan sus defensas y tratan desesperadamente de racionalizar lo irracional. Las actitudes van desde el rechazo, que le hace sumirse a uno en el absurdo de la propia existencia, hasta la rebeldía ante la propia impotencia o hasta la resignación, que no es más que la forma última de consuelo. Y en el caso de la desgracia ajena, siempre con lo mejor de nosotros destilando solidaridad y comprensión hacia quienes no habían hecho más que vivir allí. La naturaleza nos cobra de vez en cuando su terrible tributo sin que podamos saber por qué. Habitamos una casa inacabada, sin certificado de habitabilidad y en continuo proceso de estructuración, y de nada valen las preguntas, porque todas habrán de tener un carácter metafísico. La naturaleza no sabe de afectos; tratamos de tenernos por hijos suyos, pero ella obedece tan sólo a sus propias leyes, y no a las que se asientan en nuestro corazón. Las explicaciones de las causas físicas tratan de hacernos comprender el porqué de lo que vemos, pero los sentimientos tienen otra dimensión: la que nos impulsa, viendo esos rostros demudados, a sentirnos cómplices de su dolor y a ayudarlos en lo que podamos.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

El hombre de la montaña

Se cumplen este mes treinta años del que sin duda es uno de los hallazgos más importantes en lo que se refiere a la historia de nuestra especie, aunque solo sea por lo que descubre de nosotros de forma directa y totalmente natural. En una zona helada de las montañas del Tirol se había encontrado el cuerpo de un hombre muerto hace unos 5.300 años. El frío lo conservó de tal modo que ha llegado hasta nosotros prácticamente intacto, con la carne algo amojamada, es verdad, pero entero, y hasta con restos de ropa y calzado. Los primeros exámenes ya nos dijeron que se trataba de un hombre joven, acaso un cazador perdido o tal vez un fugitivo de algo. Hoy se sabe ya casi todo sobre él en lo que atañe a su cuerpo y a su forma de vida. Él no lo supo jamás, pero es el ser humano más antiguo que conocemos en toda su integridad; si hubiera querido habría podido ver cómo se fundían los primeros metales o cómo nacía la escritura con las primeras tablillas de arcilla en Mesopotamia.

Creo que debe de suponer un hermoso sentimiento nuevo contemplar a este hombre, que reposa en un museo de Bolzano. Nunca ningún fantasma del pasado ha llegado desde tan lejos por sí mismo, no fabricado por sus contemporáneos ni hecho por la voluntad de nadie para testimonio de nada. Aquí no valen imaginaciones ni adornos; así éramos. Este hombre, a quien la casualidad ha permitido ofrecernos su postura en el momento de su lucha final, entre el frío el dolor, no murió en lecho de plumas, ni fue embalsamado con áloe y mirra, ni se le acompañó con joyas de oro, ni se selló su tumba para que los ladrones no perturbaran su gran viaje. Ni siquiera nos dejó su nombre; le hemos puesto Ötzi por el lugar en que se halló.

¿Quién era este hombre? ¿Qué creencias tendría, qué sentimientos, qué visión del mundo? ¿Cuáles serían sus ilusiones en la vida? ¿Tendría alguna inquietud espiritual, distinguiría algo en su conciencia? ¿Se preguntaría sobre la noche y sobre el universo, se sentiría a sí mismo sujeto de trascendencia? A veces uno cae en la tentación de lamentar que la humanidad haya tardado tanto en poder apresar la palabra. Cómo nos gustaría conocer todas las que este ser pronunció en sus momentos vitales más álgidos, cuando amaba o discutía o hablaba con sus hijos. O a quién fue dirigida su última palabra cuando sintió la soledad de la muerte ya inevitable sobre el lecho de nieve. Hoy, cincuenta siglos después, si nos miramos bien por dentro reconoceremos que estamos en el mismo punto en que él lo dejó y que parece que nos ha sido asignado de forma permanente: indefensos ante la angustia del instante final y sin haber avanzado nada en el conocimiento del misterio de la vida y la muerte.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

La nueva banca

Tiene uno la impresión, más bien la certeza, de que los bancos se mueven siempre dos pasos por delante de los demás negocios en lo que se refiere a tomar posiciones para sacar provecho de la circunstancias de cualquier momento. Y también varios pasos por delante en la lista de antipatía entre los ciudadanos, aunque esto sea en dura competencia con otros sectores de servicios. Estamos indefensos ante sus imposiciones y aun más ante la subida continua de gastos y comisiones por sus servicios, que abarcan media página de términos de un diccionario: de apertura, de mantenimiento, de cancelación, de cambio, de transferencia, de cobro, de pago y de cualquier cosa que hagan. Eso sí, en general suelen ser más altas cuanto más bajos son los saldos de las cuentas, o sea, con los más débiles económicamente. Ahora, además, han convertido a sus clientes en mano de obra gratuita. Le dan a uno unos cuantos códigos, le cargan una aplicación informática, le recitan las ventajas que va a tener con la nueva operativa y a hacer en su casa lo que sus empleados le habían hecho siempre.

Un banco es ese negocio que todos quisiéramos tener, yo creo que incluso Brecht, que escribió aquello de que hay algo más grave que atracar un banco, y es fundarlo. En definitiva consiste en cobrarnos por prestarle nuestro dinero y en prestarlo él a su vez a otro y cobrarle aún más. Si le parecen pequeños los beneficios, recurre a cobrar más a sus clientes por cualquier pretexto, y, cuando está en apuros, al dinero de los contribuyentes para sanearse. Es decir, a los mismos. Bien es verdad que a veces socializan sus ganancias en forma de intervenciones culturales, lo que no está nada mal, aunque es de suponer que algo ganarán a cambio. Voltaire escribió una frase malévola que se hizo famosa: si alguna vez ves saltar a un banquero por una ventana, salta detrás; seguro que hay algo que ganar. Puede que en algunos casos su nombre pueda relacionarse con la cultura, pero hay otros términos mucho más asociados, como beneficio, ganancia, lucro, y otros más tradicionales: codicia, usura, especulación.

Y además, nos han ido dejando cada vez con menos opciones donde elegir. Qué tiempos aquellos en que había docenas de bancos de todos los tamaños, locales, regionales y nacionales, cada uno con su estilo y su propio concepto de cercanía al cliente. Ahora tres o cuatro tiburones se han ido comiendo a todos los pececillos y se han convertido en verdaderos tiranos de un mar en el que todos nos vemos obligados a nadar. Estamos en sus manos, indefensos, oyendo a los banqueros predicar soluciones para salir de la crisis y pensando que no vamos a reírnos nunca más de la abuela que guardaba sus cuartos en el calcetín.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Covadonga

Para el visitante que llega por primera vez a Asturias todos los caminos conducen a Covadonga. Para el historiador que pretende desandar el largo proceso que concluye con la recuperación de la unidad española en 1492 y se inicia con su ruptura tras la destrucción del reino visigodo en el 711, todos los caminos conducen a Covadonga. Para el asturiano que se entrega dócilmente a sus resortes de primigeneidad e identificación, sin análisis ni críticas, todos los caminos conducen a Covadonga. Y Covadonga, encastillada en su mito y guarnecida por las actitudes, resiste bien todas las miradas y no defrauda a ninguno. Todo mito nace de una necesidad y, en su origen, mientras el grupo social lo abona y lo riega amorosamente, tiene todas las características y las consecuencias de lo verdadero, al menos para la comunidad que lo fomenta. Son la perspectiva y el rigor histórico los que habrán de desenmarañar la confusa urdimbre de hilos que el tiempo fue entrecruzando, hasta dejar a la vista, clara e insobornable, la lectura del tejido primitivo. En el caso de Covadonga esto se vuelve particularmente difícil.

Según quién opine, se habla de una simple escaramuza o de una encarnizada batalla, de un breve encuentro de montaña o de una heroica gesta con intervención sobrenatural incluida, de un bárbaro salvaje o de un caudillo providencial, de una anécdota más en la invasión musulmana o del solemne momento en que se salvó la civilización cristiana occidental. Una vez más será necesario aplicar el sentido común y la eterna ley de la media proporcional y llegaremos a la conclusión de que la verdad discurre por el camino del centro, pero hay un hecho que no admite duda: a partir de este momento, la población astur abandona el terreno puramente etnográfico e ingresa en el político e histórico. Y otro: que 1.300 años después se sigue celebrando aquel hecho como el día que simboliza la esencia del ser asturiano.

Es esta una buena fecha para detenernos a ver el presente y reflexionar sobre el momento en que estamos. Una sombra de desesperanza parece invadirlo todo; la ilusión por el futuro se vuelve débil; apenas parece haber más horizonte para nuestros jóvenes que la búsqueda de nuevos aires. ¿Qué estamos haciendo? Las leyes de la causalidad no son ciegas ni confluyen sobre una tierra por ocultos caprichos. No podemos gastar fuerzas y dineros en objetivos absurdos, como ese de convertir en oficial una lengua artificial que nadie habla. Hay que pedir ante todo a nuestros políticos una visión amplia que sobrevuele las miserias partidistas, porque voluntad y capacidad habrá que suponerles.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Un país sin esperanza

Afganistán parece el lugar donde la geografía y la historia se han conjurado para ofrecer la peor cara de sí mismas. Esta tierra reseca, montañosa, desnuda, sin bosques y sin verde, punto secular de paso de trajinantes entre dos mundos, parece condenada a vivir desde siempre con las esperanzas frustradas, sin apenas tener tiempo para generar otras nuevas y menos aún para verlas cumplidas. En sus valles desolados y aislados entre sí, no ha podido germinar nunca la idea de una vocación de ser en algún momento agente activo en la configuración de la historia, como les ha ocurrido a la mayoría de países, al margen de su éxito o fracaso. Tierras así solo pueden tener puesta toda su atención en la supervivencia y, si acaso, en defenderse de quienes traten de apoderarse de ellas. Tierras así, además, cierran las mentes a la razón y las hacen vulnerables a cualquier imposición enérgica de pensamiento.

Quizá el fanatismo sea la peor condición a la que puede descender el hombre y también el peor enemigo contra el que combatir, porque ni la todopoderosa razón, ni la clarificadora lógica, ni siquiera la evidencia suprema de la realidad son capaces de vencerlo. No sé qué forma habrá de romper los velos que ciegan al fanático hasta la oscuridad, hasta confundir a la misma divinidad con la voluntad propia. Estamos totalmente impedidos para penetrar en el interior de unas mentes que para nuestra cultura están tan alejadas como la del hombre de las cavernas. Ni su creencia ciega nos resulta comprensible, ni su conversión del fanatismo en una virtud nos es aceptable, ni su lógica es nuestra lógica. No sé qué esfuerzo habríamos de realizar para llegar al plano de la comprensión.

Estas gentes han decretado la muerte de todas las emociones que no provengan de su fe. Las grandes emociones nos ayudan a dar al olvido las ruindades y los desasosiegos cotidianos. Son como fuerzas rescatadoras que están a nuestro alcance. Por supuesto, pueden venir de la experiencia religiosa, siempre que se viva de forma voluntaria y libre, pero también se encuentran a nuestro alrededor: en la música, la literatura o el arte en general. Una gran obra que agite nuestros sentimientos, nos limpia con frecuencia de las pequeñas preocupaciones y contribuye a hacernos la vida más luminosa y más despejada de nubarrones. Pues todo esto ha sido prohibido por los talibanes bajo graves penas. Los niños afganos crecerán sin canciones y acaso sin otra melodía que la que sus madres pudieran tararearles a escondidas; las mujeres vivirán sin lecturas ni imágenes, y todos sin la menor referencia artística. Traten de imaginárselo y verán que no lo consiguen.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Vuelta a la barbarie

Parecía imposible, pero hemos vuelto a contemplar la misma situación que creíamos que jamás volveríamos a ver repetida. El tiempo ha retrocedido veinte años y nos lleva de nuevo a un terrible escenario que dábamos por olvidado para siempre. Esas caóticas escenas del aeropuerto de Kabul, donde la desesperación de quienes quieren huir del horror talibán se convierte en una dramática lucha por la supervivencia, no son más que el anuncio de lo que va a ser otra vez un régimen de pesadilla, de legislación delirante, terrorífico en sus prácticas, fuera de toda comprensión racional. El desprecio a la libertad individual y la imposición de las ideas mediante el terror es la base del sistema, pero quizá sea en el trato a la mujer donde adquiera su mayor grado de oprobio.

La crónica de la historia nos ofrece épocas de especial dureza para las mujeres, especialmente en lo que se refiere al sometimiento de su voluntad y al acallamiento de sus impulsos más humanos, pero no es posible encontrar, ni aún en épocas en las que las ideas igualitarias derivadas del moderno desarrollo de una moral natural eran impensables, un estado de degradación semejante. Se anula su voluntad, por supuesto, pero también su cualidad de ser humano solidario con todo lo creado. El mundo ya no es un escenario para contemplar y admirar, sino un espacio al que sólo es posible atisbar a través de un pequeño agujero. El entendimiento pierde su carácter de potencia necesaria; deja de ser el instrumento indispensable para el desarrollo del espíritu y de la mente y se convierte en un don entregado gratuitamente a unos individuos que así lo exigen. ¿Qué se puede sentir al verse obligado a contemplar la vida a través de un enrejado de minúsculos cuadrados pegados a los ojos? ¿Cuál puede ser la percepción del mundo que ha de tener alguien que tan sólo puede contemplarlo detrás de un velo oscuro, abierto únicamente por unos pequeños agujeros que le compartimentan la visión y le impiden hasta poder ver el suelo que pisa? Las afganas que han logrado escapar de su país no nos lo explican, quizá porque no consideran que eso tenga demasiada relevancia al lado de todo lo demás. Su grito se centra sobre todo en su situación legal y, como consecuencia, en su realidad cotidiana: sin derecho a la educación ni a la sanidad ni a la vida, sin libertad de relaciones ni de elección de estado, sin otra opción posible que la sumisión y el silencio.

Dan ganas de no quejarse aquí de nada, ni siquiera de que nuestra alcaldesa no pierda ocasión de hacer gala de su incompetencia.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Días de agosto

Con el fin de la Semana Grande parece que todo tiene ya un aire de despedida, como si el tiempo se hubiera fatigado y exigiese un nuevo horizonte. Ya se han ido apagando todas las señales de cada verano: el vaivén de la Feria, el bullicio de las tardes de toros, las protestas al vacío de quienes no las quieren, los atascos. Comienzan a irse los visitantes, quizá iniciando el camino de la nostalgia, se aclaran terrazas y calles, se han consumido casi todos los espectáculos, que esta vez no han sido muchos, y la ciudad, engordada artificialmente durante unas cuantas semanas, empieza a recuperar su silueta de siempre. Seguramente aún llegarán algunos, pero serán secuelas. Se ha cruzado la fiesta grande, la jornada principal en el camino del año festivo de la ciudad, que es el que rige nuestra parcela más próxima. Claro que el calendario dice que aún queda verano, pero nada puede evitar que se imponga la sensación de un gesto de recogida. A falta del adiós que nos daban cada año los fuegos artificiales, el clarín de la última corrida tuvo algo de toque de clausura.

Se agotan los días de vacaciones, se apuran los últimos momentos antes de la vuelta a la rutina y se tratan de consumar los deseos aun incumplidos. Sigue sonando lejano el eco del rebullir diario de la actualidad como si no quisiéramos que tenga algo que ver con nosotros, y hasta parece que el país funciona mejor, quizá porque los gobernantes sestean. Seguramente estarán afilando las tijeras para su particular vendimia de septiembre, que es época en que acostumbran a cortar buena parte de nuestras ya menguadas viñas. De momento, ni siquiera alguien que esté tumbado despreocupadamente a la sombra de un pino, con una cervecita en la mano y el pensamiento a mil kilómetros de la realidad cotidiana, podrá evitar preguntarse por qué esta disparatada subida de la luz que está dejando su cuenta temblando, pero como nadie le va a contestar, mejor que se vuelva a su cervecita mientras pueda.

La vuelta a casa viene a ser un tributo que hay que pagar por robarle al ordinario de la vida unos días y poder configurarlos a voluntad. Se satisface a base de añoranza, tristeza por lo que se deja, cansancio y pereza mental por lo que nos espera y una mezcla de resignación y sorpresa por el rápido paso del tiempo cuando se le deja correr a su aire sin que nadie trate de ponerle medida. Pero queda el valor del reencuentro con lo que realmente nos pertenece, lo permanente de nuestras vidas, más el recuerdo de unos días especialmente vividos y la esperanza de que sea breve el tiempo hasta la próxima vez.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Por el bosque

Seguir cualquier sendero que se pierda entre los árboles, andar en silencio, si acaso con una voz amiga al lado, entre el aroma de los helechos y el sosegado sentir de lo silvestre, nos inducirá a un ejercicio de identificación y quizá a establecer una relación nueva sobre el solar de la vieja. Es el poder del bosque. En este agosto de pandemia, en que todo parece preso de un afán de movimiento y masificación ruidosa, en lo profundo del bosque el aire parece aquietarse a fuerza de luces tornadizas y todo se vuelve de color canela. Es mediodía, la hora del silencio. El sol está en vertical, las sombras se reducen y el bosque calla. Dormitan cazadores y presas, amortiguadas la agresividad y el miedo. Descansa el murmullo, se aburren los árboles. Será al final de la tarde cuando el bosque sacuda su modorra y se preparen las estrategias para las terribles batallas nocturnas.

Para conocer el bosque se hace preciso abandonar los caminos y seguir las pistas que llevan a ninguna parte. Y así, pisando el sotobosque, tropezando con los estolones, respirando en los claros, esquivando espineras, acebos y zarzales, pero sin volver la vista a la comodidad del camino, le es posible al visitante de ánimo bien dispuesto acercarse a aquella intimidad en la que forma cada día su hogar la tierra y donde se generan procesos que, querámoslo o no, han de afectarnos a todos.

El sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. Qué lejos queda el virus y cualquier noción del mal en este seno protector que parece darnos una perpetua bienvenida. Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.

En Asturias el bosque adquiere un sentido de identidad que configura un carácter natural. Por el robledal, el hayedo, el castañar o el mixto; en Muniellos, Peloño, el Pome y tantos otros, sentirá el caminante, sentado humildemente junto a un tronco, que no tiene más remedio que volverse subjetivo y procurar hacer esfuerzos para no dejarse llevar por una fácil tentación panteísta, que resultaría hermosa, pero frágil como una pompa de jabón y que no contribuiría gran cosa al logro de una fe discernida que quizá busque.

miércoles, 4 de agosto de 2021

La debilidad de las palabras

Siempre nos faltan las palabras cuando se trata de decir lo que nos parece lo más importante. Los intentos de dar consuelo a quien sufre, la forma de expresar el amor, el miedo ante lo inexplicable, la justificación de algún acto, el dolor del arrepentimiento, todo se escapa de cualquier forma de decir y queda a medias en su significado y a merced de que el otro tenga la cualidad de saber completar lo que no somos capaces de expresar. La palabra no es el invento adecuado para corporeizar sentimientos; falla, no es elástica, rechina, no llega. En ella lo mejor queda siempre excluido y descansa en su fondo. La palabra sólo es perfecta para comunicar en la distancia. Para las presencias es preferible tomar al otro del hombro y decirle: mira, mira aquello y siente, que te comprendo; mírame a los ojos y siente conmigo. Las ideas sólo mantienen su pleno encanto cuando se quedan en su estado de sentimiento. Buscad un pensamiento hermoso, un pensamiento que nazca dentro de vosotros, que nadie haya tenido jamás, que os pertenezca porque atañe tan sólo a vuestra mente. Escribidlo. Lo encontraréis mediocre. El cuerpo que le deis ya no puede alcanzar la perfección de su espíritu, porque las palabras fueron inventadas por el intelecto e inevitablemente se moverán en un registro distinto, sobre todo si se escribe para descargar el corazón.

Lo saben muy bien los escritores cuando  tratan de describir las emociones derivadas, por ejemplo, de una situación amorosa. También aquí, más que nunca, falla la palabra, porque todo se vuelve inefable. Un querer intenso, un alzarse por encima del resto, una proyección exacta sobre el otro, un sentimiento de acierto, un gran acierto. Mejor no exprimir más las palabras. Mejor hacer sentir.

Más acertadamente cumplen las palabras su misión en la otra gran función que tienen, la de servir de soporte al conocimiento y a su transmisión a través del tiempo. De ellas están hechos los depósitos que lo albergan. En las obras capitales del viejo humanismo se encuentra la única sabiduría accesible; incluso la sabiduría de aprender de la sabiduría de los demás. Son éstas palabras desnudas, directas, con afán de ser útiles. Nos resultan necesarias, pero no estremecen ni sentimos ningún temblor por su causa. Las otras quizá se nos aparezcan como fácilmente prescindibles, pero qué placer cuando se da con una expresión plena de belleza, de esas que hay que releer varias veces, y qué satisfacción la del autor cuando remata una frase y la encuentra radiante y luminosa, aunque sea solo para él. Y qué pocas veces ocurre.

miércoles, 28 de julio de 2021

Los Juegos más extraños

En medio de esta larga pandemia que ha vuelto grises los días y nos ha dejado sin ocasiones de asomarnos a la frivolidad y a sus inofensivas y gratificantes emociones, llegan los Juegos Olímpicos como un paréntesis que nos permite escapar por un tiempo de la presencia obsesiva de todo lo relativo al dichoso virus. El mundo virtual, que sin duda ayudó a muchos a sortear el aislamiento y la soledad, ya comenzaba a enseñar sus carencias y a resultar insuficiente, y termina mostrando sus dificultades para reflejar buena parte de nuestra forma de percibir, sentir y conocer. La empatía, la pasión, la conmoción por la belleza o la vibración por la hazaña en directo no tienen cabida en ese mundo prefigurado. Este tiempo olímpico viene a abrir una ventana a la que asomarnos y poder olvidarnos por unos días del ominoso y agobiante paisaje omnipresente en todas las pantallas desde hace año y medio. Para el devoto del deporte serán unos días de continuo éxtasis ante tantas actividades como se le ofrecen, y al que no lo sea tanto traerá entretenimiento y emoción, y tocará sus fibras patrióticas, incluso las que creía más dormidas. A pesar de las gradas desangeladas y del silencio que acoge hasta las hazañas más destacadas, se nos viene a parecer como un eco de la vieja normalidad.

Qué queda del ideal clásico en el mundo de hoy, en el que todo se ha difuminado por la globalización. Veinticinco siglos de distancia, más la acumulación de formas diversas de pensamiento y el desarrollo de nuevos factores, económicos sobre todo, han influido en la evolución de una parte de nuestro espíritu, la que hace referencia a la relación entre cuerpo y mente, y en el camino para conseguir el buen funcionamiento de la segunda a través del primero. Los atletas griegos competían tan sólo por una corona de olivo y por el honor que ello conllevaba, jamás por dinero, y era ajeno a su pensamiento hacer la menor trampa. En su preparación era parte fundamental el conocimiento de la poesía y la filosofía, como contribución al cultivo de la mente. Además, durante los días de los juegos se establecía la Tregua Sagrada, por la que quedaba prohibida cualquier actividad militar en todas las ciudades griegas, con multas para quien la rompiese. A pesar de las inevitables diferencias que el paso del tiempo fue estableciendo, cabe reconocer que buena parte de ese espíritu original se ha tratado de mantener, al menos en lo que se refiere a conceptos como capacidad de sacrificio, afán de superación, respeto al rival. Y ahora, en medio de la pandemia, vienen a ser, más que nunca, un retrato perfecto de la sociedad de su tiempo.



miércoles, 21 de julio de 2021

Tiempo revuelto

Entre lo que nos trae la madre naturaleza y lo que armamos por aquí, el mundo parece no estar muy en sus cabales. O sea, más o menos como siempre, solo que ahora podemos verlo con una mirada más amplia. El planeta de extensos espacios ignotos y andadura inagotable durante tantos siglos, se ha convertido de pronto en una finca comunal, y el chasquido de una pequeña rama en cualquier árbol se deja oír en toda la extensión del bosque. Resulta un consuelo pensar que, al fin y al cabo, suceden las mismas cosas que nos han sucedido siempre desde que aparecimos por aquí -desastres naturales, accidentes y todas las maldades que añadimos los humanos-, pero ahora resulta más inevitable que nunca hacerlas nuestras y sufrirlas o gozarlas como algo cercano. En cierto modo hemos aumentado nuestra condición de sujetos pasivos de todo lo que sucede en cualquier lugar.

Lloran Alemania y Bélgica la tragedia de unas inundaciones que han causado cientos de muertos y desaparecidos, además de enormes daños materiales en la zona más rica de Europa. Tiene algo de especial esta catástrofe, por sorpresiva y por infrecuente. A pesar de que haya quienes se esfuercen más por estar mejor preparados, cuando los elementos se desatan no miran dónde lo hacen e igualan todos los lugares con su acción destructiva. Si acaso luego, a la hora de remediar sus consecuencias, sí tendrá que ver el grado de capacidad de respuesta del país afectado, y el desastre será más o menos reparable, aunque el dolor por los que se fueron siempre será el mismo. Algo se podrá aprender de esta tragedia, aunque no sea más que la evidencia de nuestra ignorancia acerca de las fuerzas que actúan sobre nuestro mundo.

Casi al mismo tiempo, de Cuba nos llega un recordatorio más de que el dinosaurio sigue allí, aunque con otro nombre. La enésima revuelta dentro de la inmensa cárcel parece comenzar a diluirse, pero seguro que tendrá más reediciones. Un sistema que se basa en privar a un pueblo del derecho a las urnas, de la libertad de expresarse y de opinar y de la posibilidad de abandonar su país; en negar a sus ciudadanos cualquier aspiración a su desarrollo personal fuera de las rejas donde se encarceló sus ideas; en obligar a convivir con la realidad de cientos de detenciones injustas y millares de exiliados; en haber hecho de uno de los países más ricos de América un lugar de hambre y pobreza, lleva dentro de sí el germen de su propia destrucción. Queda el difícil trance de buscarle el cierre menos doloroso posible.

Y este virus que no se acaba.

miércoles, 14 de julio de 2021

Que acierten

Nos han cambiado el Gobierno y nos lo han llenado de caras desconocidas, ahora que ya comenzábamos a familiarizarnos con las otras, al menos con algunas. Bueno, más que con las caras, era con las palabras de cada uno con lo que nos íbamos acostumbrando entre alguna sonrisa condescendiente y bastantes dosis de inquietud. A ver estos. A uno le gustaría conocer qué fuerzas rigen las entrañas de estos procesos y qué fuerzas determinan quiénes han de ser los destituidos y quiénes los que los sustituyan. O mejor no. Seguramente se encontraría con extraños y misteriosos designios y tejemanejes que no sospecha ni entendería muy bien, ni tampoco le importarían demasiado. La política es un mundo complejo en su funcionamiento interno y con normas generales hechas, a partes variables según conveniencia, de ética, pragmatismo, convicciones a medida, capacidad de relativizar la realidad, interés por el bien común y apego al poder. Esta renovación nos lleva rostros ya muy vistos y nos trae otros que de momento no son más que nombres, pero nos deja algunos de los que más alto alzaron el pabellón del ridículo y el sectarismo. Por ejemplo, se mantiene a un señor ministro de Universidades que afirma que Clarín fue fusilado por los franquistas, a un ministro de Consumo que demoniza el consumo de carne, o a una ministra de Igualdad que da todas las armas a la mujer contra el hombre, incluyendo la de que tenga que ser él quien haya de demostrar su inocencia ante cualquier denuncia. Se ve que esos no importa cómo lo hagan.

Pues que se pongan todos a trabajar cuanto antes. Que comiencen a tratar de encontrar los medios para que la crisis económica que se adivina no tenga, como siempre, su eslabón final en las familias que viven de su precario salario. Desde las alturas de los seis mil euros mensuales no se percibe la angustia del paro, la inflación, las hipotecas, la subida de la luz, la inestabilidad de los contratos, la inaccesibilidad de la vivienda o el incierto futuro de nuestros jóvenes. Que se olviden los partidismos y se dediquen a ello con todas sus fuerzas, aunque no sea más que por pura supervivencia ante el siguiente trance electoral, porque el ciudadano con el cinturón apretado suele olvidar sus afinidades ideológicas y se agarra a las siglas que le inspiren una mayor confianza en la gestión de sus bolsillos. Que se esfuercen desde ahora mismo por fortalecer la conciencia nacional, debilitada por alianzas peligrosas y concesiones a quienes tienen como principal objetivo diluirla del todo para conseguir sus objetivos. Que gobiernen sin pensar tanto en sí mismos. Por el bien de todos, que acierten.

miércoles, 7 de julio de 2021

Sigue ahí

No acaba de irse el dichoso virus. Cuando parece que está de retirada gracias a las vacunas, nos damos cuenta de que aun cuenta con un enorme campo de actuación y que no ha hecho más que reducir un poco su presencia en el escenario y permanecer agazapado, mientras se camufla bajo la apariencia de una nueva cepa que ahora, seguramente para evitar susceptibilidades nacionales, se denominan siguiendo el alfabeto griego. Ya vamos por la cuarta letra. La variante delta, o sea la india, viene con fuerza, amenazando con traernos una quinta ola. Llega de la mano de la imprudencia y la falta de responsabilidad por parte de algunos, y de control por parte de quienes deben ejercerlo. Parece que somos nosotros los que nos empeñamos en darle facilidades para que se asiente y siga campando a sus anchas. Por lo visto, la impaciencia juvenil por la vuelta a la diversión en grupo es superior a su temor al virus, y de ahí esa entrega ansiosa a festivales, viajes de estudios, celebración de absurdos orgullos, conciertos masivos y reuniones porque sí, que han triplicado el número de contagios. Por ejemplo, más de mil personas en ocho comunidades han dado positivo en covid, todos ellos casos relacionados con las reuniones de adolescentes en la zona de El Arenal, en Mallorca. Se dice que los jóvenes van en grupo, los adultos en pareja y los viejos solos; pues en ese instinto gregario, que protege y modela su personalidad, tienen su vulnerabilidad.

Estamos en medio de la batalla, entre la esperanza cierta, pero aún lejos de cumplirse del todo, y la incertidumbre que da el temor por ver que nos hallamos ante un enemigo capaz de reinventarse cíclicamente y de seguir expandiéndose a la menor oportunidad que se le dé. Ahora el ataque va hacia el sector que parecía más protegido por su propia naturaleza, porque aún estaba a salvo del riesgo físico que trae consigo el paso de los años; habría que pedirle que siga olvidándose por un tiempo de los impulsos primarios de su edad y aprenda a distinguir la línea que separa la diversión de la imprudencia.

Cuando todo esto acabe veremos este tiempo como el que nos puso delante de los ojos la realidad de nuestra condición vulnerable. A los jóvenes del botellón hay que advertirles de los riesgos de sus desmadres, pero a quienes nos mandan cabe exigirles unidad de criterios, claridad en las normas, rigor en su cumplimiento y olvido de razonamientos partidistas y de todos los que no sean exclusivamente sanitarios. Claro que ahí nos metemos en el campo de actuación de los políticos, y entonces ya nos resulta inevitable caer en la duda.

miércoles, 30 de junio de 2021

Nueva profesión

Casi 23.000 aspirantes a astronautas, entre ellos 1.300 españoles, se han presentado a la Agencia Espacial Europea como candidatos a participar en alguna de las misiones que proyecta llevar a cabo en los próximos años. Tendrán que ser ciudadanos europeos y cumplir una serie de requisitos físicos y académicos, sobre todo en lo que se refiere a las áreas científicas y tecnológicas, además de contar con tres años de experiencia en sus respectivas especialidades. Todos ellos pasarán estrechos filtros y exigentes pruebas a lo largo de un año, hasta que al final queden tan solo cuatro o seis elegidos, que son los que se prevé que se necesiten. Un camino largo y difícil, escaso de certezas y de final incierto, que exige una entrega sostenida por una vocación a prueba de sacrificios y decepciones, como casi todas.

O sea, que ya han pasado los tiempos en que nuestros jóvenes aspiraban a ser bomberos, futbolistas o rockeros. Ahora puede que también, pero el desarrollo de la tecnología espacial y la incorporación a ella de nuevos actores, entre ellos Europa, han abierto un nuevo e inacabable campo en el que encontrar otros paradigmas de héroes y nuevos propósitos a los que aspirar como meta de realización personal. El espacio exterior, que desde el comienzo de la carrera por su exploración fue siempre un sueño de imposible realización que enfriaba toda vocación, se ha convertido ahora en una posibilidad más cercana y realizable, eso sí, solo para quienes tengan capacidades y cualidades muy concretas.

Afortunados ellos, que podrán contemplar nuestra casa desde la distancia y tendrán ocasión de modificar todos los resabios y prejuicios que da la proximidad. Perdido en la infinitud, solo en la inmensidad que lo rodea, nuestro planeta no podrá menos que inspirar reflexiones que desde aquí no pueden alcanzar más categoría que la de intentos. Quizá una de las soluciones para tomar conciencia exacta de nuestros actos como seres humanos y ordenar un poco nuestro mundo sería que todos pudiéramos dar una vuelta por ahí arriba y ver desde la negrura del vacío exterior este puntito azul en el que nos afanamos cada día con todas nuestras fuerzas. Nos parecería increíble que puedan caber en él tanto torbellino de ambiciones, de luchas por conseguir objetivos que desde allí nos parecerían menos que insignificantes, de disparates continuos y de energías gastadas en aras de lo efímero y lo inútil. No podríamos comprender que en aquella pequeña y preciosa bolita de tenue color celeste, la única en la que ha surgido la vida, sus habitantes no hayan conseguido vivir en paz completa ni un solo día desde que aparecieron en ella.

miércoles, 23 de junio de 2021

El espectáculo

Pocos son los que puedan ser actores en este gran teatro del mundo, y menos aún los que desempeñen algún papel que influya en la conducta y el pensamiento de quienes lo miran. Ni siquiera los que más fuerte parecen pisar en el escenario son otra cosa que comparsas de un guión escrito a golpes imprevisibles, amoral, acrítico, sin finalidad ni lógica, o sea, eso que llamamos el curso de la vida. La mayoría hemos de ser espectadores obligados, sin más posibilidad de influencia que un aplauso o un silbido de vez en cuando, pero casi siempre sin demasiadas consecuencias. Y es que somos eso, obligados. Podemos sentarnos en un rincón a hacernos preguntas existenciales hasta que nos demos cuenta de que no vamos a poder dar respuesta a ninguna de ellas, o podemos aceptar lo irremediable y contemplar el sainete tragicómico que se nos ofrece a la vista, procurando tener a mano una sonrisa, una lágrima y una mueca de escepticismo, porque alguna de las tres nos vendrá bien. Fijémonos, por ejemplo, en el espectáculo que nos brinda en estos días el siempre inquieto y sorprendente mundillo de la política.

El panorama que se nos ofrece por aquí es, cuando menos, original; seguramente no se podría encontrar en ningún otro sitio de nuestro alrededor. Debe de ser la primera vez que un Gobierno concede un indulto a unos delincuentes en contra de su voluntad, sin que lo hayan pedido, sin la menor traza de contrición y entre anuncios a los cuatro vientos de que volverán a cometer el mismo delito en cuanto los dejen libre. Y eso después tener enfrente un informe demoledor y una negación rotunda del Tribunal Supremo, más la opinión en contra de la mayoría de ciudadanos. Un espectáculo inédito que intenta explicar con una ilusoria prospección de futuro y con artificios sensibleros, ante la cara de asombro de algunos de sus propios ministros, que se ponen colorados cada vez que tienen que recitar las dos o tres frases manidas que les han preparado para justificar a su jefe. Nada tiene valor: ni la palabra dada, ni la erosión social, ni el debilitamiento de las instituciones, ni la dignidad. No hay nada por encima del objetivo supremo de mantener el poder. Todo en la línea de este presidente, que ya nos ha enseñado a escuchar sus promesas más ampulosas con cara de sorna.

En fin, que se nos acaba de ir la primavera sin que la aguda mirada de la señora ministra de Igualdad se haya dado cuenta de que es la única de las cuatro estaciones que es femenina. Vaya, igual acabo de quitarle el sueño.

miércoles, 16 de junio de 2021

En el fondo del mar

Nada puede explicar al ser humano cuando los límites de su razón se ven desbordados y la realidad se pierde en la oscuridad del infinito, allí donde no hay ninguna posibilidad de comprenderla. En nuestra mente limitada y acotada por los lindes de la lógica, solo tiene cabida lo que la ley natural admite en su seno, y eso que bien que nos empeñamos en forzarlo. Fuera de él todo se nos vuelve inquietante; todo es oscuridad, manotazos al aire, perplejidad, preguntas y reflexiones absurdas sobre el absurdo, desorientación de quien anda a tientas sin encontrar asidero. Esa ancla que se arrojó al fondo del océano con dos pequeños cuerpos atados a ella arrastró consigo el último resto de nuestra capacidad de entender al ser que somos en su totalidad, como alguien que ya había agotado toda posibilidad de causarnos asombro. Las preguntas se nos acumulan sin más repuestas que el eco que nos llega devuelto desde la oscuridad. ¿Cómo es posible que un sentimiento, en este caso los celos, alcance a ser tan inhumano como puede llegar a ser la convicción? ¿Qué puede explicar tanta concentración de maldad? ¿Qué fuerza tuvo que tener el mal para ser capaz de vencer la de unas caritas sonrientes y unas miradas infantiles en las que se reflejaba lo más puro y luminoso que los humanos tenemos a nuestro alcance?

Dicen que los niños tienen como don natural el de adivinar qué personas les aman. Seguramente es verdad. Seguramente tuvo que hacerse visible en algún momento aquel revuelto de odio, celos, venganza, crueldad e iniquidad que se trasluce al exterior cuando se pierde la condición humana y que ni siquiera el artista de mente más enfebrecida fue capaz de plasmar jamás ni en sus pinturas más negras. No lo sabremos nunca; será uno más de los secretos que guarda el mar. En esa ancla clavada en el fondo y destinada a perpetuar para siempre el sufrimiento de la madre, cabe todo el horror de la perversidad más cuidadosamente elaborada, y menos mal que ha dejado descubrir parcialmente su secreto.

Y ahora el dolor. Aligerado quizá por ser conocido y comprendido por todo el país y compartido por muchos que se han visto en una situación semejante o han sabido imaginarse en su lugar, pero con las zarpas intactas, desgarrando las entrañas en una acción, esta sí, individual e intransferible. No hay defensa, ni siquiera ante la oleada de solidaridad recibida y ante el enorme esfuerzo desarrollado por aclarar el caso. No hay más que la aceptación de una realidad inevitable para tratar de conseguir lo que ahora parece imposible: que no oscurezca la dimensión positiva que la vida ofrece.

miércoles, 9 de junio de 2021

Otra vez la luz

Otra vez el recibo de la luz vuelve a dar uno de esos saltos a los que nos tiene acostumbrados y, además, esta vez condicionando nuestro tiempo y nuestros hábitos. Esto de la energía eléctrica es todo ello un verdadero enigma en su significado pleno: algo muy difícil de entender o interpretar, algo que no se alcanza a comprender y que nadie es capaz de explicar. Desde luego, nadie lo intenta. Pagamos y ya está. Saben que van sobre algo que nos es imprescindible y que no van a tener enfrente más que protestas de bajo tono y una mansa resignación. Debe de ser que no merecemos ninguna justificación o acaso sea que no la tienen. A lo mejor es que las turbinas giran más despacio a las 2 que a las 3. Pero miren, casi mejor que no nos lo expliquen, porque vendrán con una ensalada de palabrejas y conceptos que le dejan a uno más confundido todavía y asombrado por la cantidad de cosas que paga en su factura. Ya se sabe que todo lo referente a la luz está muy oscuro y que si hay alguien experto en enrevesar cualquier realidad hasta convertir lo más simple en algo completamente incomprensible son las eléctricas, aunque los bancos y las telefónicas no se quedan atrás.

Los indignados de hace unos años que gritaban porque el Gobierno había subido el recibo un 8 por ciento son ahora ministros, y lo han subido un 26 %, y además nos obligan a estar pendientes del reloj para tratar de arañar algún euro a la factura. Y en esto sale la cortita de siempre a explicarnos que el gran temazo no es a qué horas conviene planchar para ahorrar algo, sino quién tiene que hacerlo. Será que así se conjura la pobreza energética. El feminismo como agente redentor y ella como su gran sacerdotisa.

La sensibilidad social de nuestros gobernantes es claramente mejorable. Con el paro desbocado y miles de hogares en ERTES, en un momento de retraimiento profundo del ahorro y del consumo, cuando cuesta más que nunca llegar a fin de mes, nos imponen este brutal tarifazo, que además supone el inicio de una cadena, porque todo lo que consumimos está hecho con electricidad. Echarán la culpa a las multinacionales y a las empresas del sector, pero no estamos ya en la época feudal, cuando el señor del castillo hacía lo que quería con sus súbditos sin que hubiera ningún poder por encima de él. Si hemos elegido un Gobierno es para que proteja a los ciudadanos de abusos y controle el funcionamiento de la sociedad en su conjunto, desde los medios productivos hasta todo aquello que afecte al bienestar general.

miércoles, 2 de junio de 2021

La voz que no se escucha

Es una más de las nuevas religiones que nos están imponiendo en esta época de descreimiento e indiferencia hacia los dogmas tradicionales: el culto a la juventud. Siempre lo hubo en mayor o menor medida, pero ahora parece alentarse aún más desde las altas instancias de todos los poderes, ayudado por la deriva tecnológica que ha emprendido nuestra sociedad, en la que cada día ya no tienen cabida elementos de la tarde anterior. Quien domina los artilugios técnicos que se han vuelto imprescindibles para poder vivir domina la sociedad, y en eso los jóvenes llevan toda la ventaja. En un mundo de códigos, claves, contraseñas, aplicaciones, palabras extrañas y escasa preocupación por la expresión, se sienten en su salsa frente a quienes esta revolución tecnológica les ha llegado de repente alterando el marco en que se desarrollaba su vida hasta entonces. Y sin embargo, toda esa desenvoltura no puede compensar la lógica falta del poso de conocimiento que aportan los años.

Qué cosa más agradable que una vejez rodeada de una juventud deseosa de aprender, pensaba Cicerón. Desde luego, en el campo de la política parece que ahora no hay nada que enseñar. Se desperdicia, aún más, se menosprecia la experiencia; se vuelve a caer en los mismos errores mil veces cometidos por los que gobernaron antes; triunfa el adanismo. Todavía no hace mucho veíamos la displicencia con que la portavoz socialista en el Congreso, una chica cuyo curriculum cabe en medio folio, criticaba a históricos dirigentes de su partido alegando su edad. Se ve que ya sabe todo lo que hay que saber y que nadie puede enseñarle más. Lo decía Maugham: "Es irritante la paciencia que hay que tener con los jóvenes. Nos dicen que dos y dos son cuatro como si nunca se nos hubiera ocurrido y se sienten terriblemente decepcionados si no participamos de su sorpresa al descubrir que las gallinas ponen huevos".

Pues claro que los tiempos cambian y que las circunstancias que nos rodean se renuevan continuamente, pero los factores que han de regir nuestra conducta ante ellas son permanentes y no admiten sustitutos: la prudencia, la reflexión, la sabiduría, la perspicacia, la serenidad. Todos ellos se acrecientan con los años. El búho de Minerva bate sus alas al anochecer, según observó el filósofo.

Y a la puerta de su casa, sentado en su banco, aprovechando los últimos rayos de sol antes de que llegue la ya cercana noche, un viejo sonríe levemente y recuerda una frase que oyó una vez y que nunca ha olvidado: los jóvenes piensan que los viejos son tontos; los viejos saben que los jóvenes lo son.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Un vecino incómodo

Incómodo y falto de escrúpulos. Esos miles de niños y adolescentes que se lanzaron al mar en cuanto pudieron, jugándose la vida con tal de alcanzar la tierra soñada al otro lado del espigón, es una de esas imágenes que definen la indigencia moral de un gobierno, que no duda en animar a sus jóvenes a arriesgar sus vidas para escapar de la miseria y el hambre de su país. Se les ve nadar como pueden y llegar desfallecidos a la playa y, a los más fuertes, levantar los brazos gritando la alegría de haberlo conseguido. Luego vendrá la respuesta de la cruda realidad: la dificultad de acceder a la península, la imposibilidad de encontrar trabajo, el desamparo y la inseguridad de no tener documentación, la evidencia de que todo era una falsa promesa. Y mientras tanto, tratar de conseguir que alguien se fije en él y le dé una manta y un plato sin más palabras que algunas de ánimo y comprensión.

Todo resulta triste y decepcionante en este asunto, como siempre que están involucrados seres humanos movidos por la desesperanza. Para un país es más fácil librarse de sus masas hambrientas que darles de comer; se zafan del problema y además ingresarán buenas divisas con sus remesas. Y encima tienen en su poder un mezquino chantaje: o ustedes nos mandan buenas partidas de euros o nosotros les enviamos a nuestros niños y a nuestros jóvenes para que se hagan cargo de su miseria. Y, a juzgar por su tono desafiante y prepotente, sin tener el menor asomo de mala conciencia. Al revés: el que debe tener la conciencia salpicada es el que los recibe, y no el que los obliga a irse a causa de la corrupción, la desigualdad y la escasa preocupación por sus vidas.

Y luego aquí están, como siempre, los heraldos de su propia progresía, los eternos autoflagelantes que hacen responsable a Europa de todo el mal que acontece en los otros cuatro continentes. Acaso con buena fe, buscan las culpas y se olvidan de las causas, casi siempre con una argumentación que consiste en repetir la serie de tópicos que enseñaban los manuales de propaganda en las décadas de descolonización, allá por los sesenta. Podrán buscarse mil causas y seguramente se encontrarán muchas que estén más o menos relacionadas con esta situación, pero está claro que en primera instancia tiene un carácter más bien endógeno; reside en factores internos, como la invertebración social de estos países, su profunda corrupción institucional, la abismal desigualdad de sus clases, un concepto teocrático de la vida cotidiana, la escasez de inversiones en innovación o el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares.

Me lo decía una noche en una terraza de Tánger un amigo moro -"pues claro que moro, y a mucha honra"-; me lo decía con su expresión de estar de vuelta de muchas cosas y de comprender casi todo: "¿No ves a lo lejos las luces de España? No te extrañe que desde aquí se vean como una llamada del paraíso".

miércoles, 19 de mayo de 2021

La vuelta

Este fue el fin de semana de los deseos cumplidos después de un tiempo infinito en que hubo que tenerlos reprimidos. Ya nos habíamos acostumbrado a los fines de semana mortecinos y silenciosos, y a la triste soledad de lo que siempre habían sido espacios bullangueros y llenos de vida, y ahora, con el término del estado de alarma, recuperamos de golpe y con el ansia de beberlo todo de un trago, el afán por andar los caminos que nos lleven más allá de los límites de nuestro pequeño rincón. Esas riadas de gentes que se echaron a las carreteras y a las estaciones vienen a ser la expresión de la necesidad que tenemos de disfrutar de espacios y momentos diferentes, pero también de sentir los abrazos y la presencia de los que queremos después de tantos meses de tenerlos prohibidos. Vuelven los atascos, se preparan los alojamientos rurales para recibir de nuevo la avalancha de urbanitas y las playas se ven de nuevo invadidas por una multitud de cuerpos ansiosos de no hacer otra cosa que estar tirados en la arena. No se ha acabado la pandemia; el virus sigue ahí. Quién lo diría viendo las reuniones nocturnas en las calles y los botellones juveniles, justamente el sector que menos índice de vacunación presenta. Es la capacidad de abstracción que nos da el ansia de liberación y que nos invita a bordear la inconsciencia con tal de poder elegir si hemos de seguir o no los impulsos que nos tientan para ser felices.

Es posible, como se dice desde el poder con cierto tono voluntarista, que salgamos fortalecidos de esta prueba; lo que es seguro es que saldremos cambiados. Es posible que valoremos más lo que tenemos, eso que sustenta nuestra vida de cada día, y no demos tanta importancia a quienes tratan de dirigir nuestras ideas y nuestra conducta desde los todopoderosos medios que controlan manos interesadas. Posiblemente nos demos cuenta de que la seguridad y el bienestar que hasta ahora hemos tenido como algo que nos parece inherente a nuestra vida no tienen ningún certificado de garantía y que los escudos protectores de los que presumimos no hacen más que ocultar nuestra fragilidad como especie. Una visión más certera de nosotros mismos que nos permitirá cambiar la valoración de las cosas quitando importancia a unas y dándosela a otras.

Saldremos mejorados si nuestros gobernantes hacen un examen de conciencia sobre su labor y dejan de emplear tiempo y dinero en sus tonterías para centrarse en lo que de verdad mejora nuestra vida; por ejemplo en acabar con las listas de espera en la sanidad y dejar de empeñarse en esa idiotez del lenguaje inclusivo o en cambiar los nombres de las calles.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Un poco de envidia

El ministro de francés de Educación, un tal Jean Michel Blanquer, debe de ser un tipo escaso de complejos que silencien sus convicciones en aras de algún rédito populista. No parece importarle mucho el griterío que puede desencadenar entre la progresía pseudofeminista, y desde esa ausencia de remilgos ha prohibido el lenguaje inclusivo en los colegios franceses. Se acabó enseñar a los niños a dañar la lengua con esa inútil reiteración de dobles expresiones de género. En la circular publicada y dirigida a las autoridades educativas de todo el país, se afirma que este tipo de escritura constituye un obstáculo para la lectura y la comprensión de lo escrito.

Dan un poco de envidia estos franceses en su defensa de aquello que los une, en este caso la lengua como el elemento más poderoso de estructuración nacional. Ya hace algún tiempo el Consejo Nacional había confirmado algo que convirtió en indiscutible: que no hay más que un único idioma oficial en toda la nación, que es el francés, y que no hay más que hablar. Que sí, que el bretón, alsaciano, occitano, corso, catalán y demás están muy bien y cada uno puede hablarlos cuanto quiera, pero que sólo sirven para usarlos con el vecino, y que nada de cambiar los rótulos de las carreteras y los nombres de las ciudades. Que una de las razones de la gran cultura francesa es su lengua, y que ninguna habla local, por muchas aspiraciones de gran idioma con que lo presenten, va a hacerle sombra. Que nada de pagar intérpretes para que traduzcan al francés las palabras de un francés y que todo ciudadano debe poder recorrer cualquier región de su país sin sentirse extraño en ella. Que un niño de la Provenza ha de seguir teniendo la posibilidad de ir a un colegio de Bretaña sin ser sometido a una obligada inmersión lingüística, aderezada con muchas gotas de hecho diferencial. Tienen a su lengua nacional como su más alto signo de identidad. Han sabido respetarla y convertirla en el símbolo supremo de su identidad. Sin ser un idioma que cuenta con gran número de hablantes, han logrado que esté presente en los planes de estudio de muchos países y que sea lengua oficial de casi todos los organismos mundiales.

Ahora no quieren aceptar su degradación en los textos escolares, porque "la escuela es el lugar en el que el niño se convierte en ciudadano gracias a una cultura común, y no puede ponerse en peligro ante los intentos de quienes quieren llevar la revolución al lenguaje. Porque el lenguaje es la razón común, no una razón de parte". Sí que dan un poco de envidia.