martes, 31 de diciembre de 2019

Feliz Año


Feliz Año Nuevo
 
Año de final de década, redondo y bisiesto,  bienvenido a nuestras vidas. ¿Qué nos traerá? ¿Qué líneas están escritas en sus páginas, aún sin abrir? Solo podemos expresar deseos y desde aquí va el nuestro:
Feliz, próspero y esperanzado 2020.

martes, 24 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

Feliz Navidad  a los que la denigran sin que sepan explicarnos por qué; a los que solo pueden ver en ella tristeza; a los que la vida grabó estas fechas a fuego en el alma y precisamente por eso se han convertido en cicatrices que jamás pueden ocultarse; a los que lloran en soledad y a los que se aturden en compañía. Que algo pueda hacerlos felices, aunque sea un solo momento.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

La décima sinfonía


Entre la hojarasca informativa que nos cae encima cada día, leemos una noticia que se escapa de los titulares que acapara la política casi en exclusiva: una máquina con un programa de inteligencia artificial ha compuesto la décima sinfonía de Beethoven. Suena a pretenciosidad de futuro o quizá a un eureka triunfal de dudosa base real, pero, dicho así, sin matices, el hecho viene a ser ese. La décima sinfonía es uno de esos temas recurrentes de la historia de la música que se ha querido convertir en enigma, sobre la base misma de su existencia o de las elucubraciones novelescas sobre la suerte que habría corrido la partitura. La realidad es muy simple. Se sabe que Beethoven tenía el propósito de escribir otra sinfonía después de la novena. Una semana antes de su muerte escribió a un amigo diciéndole que ya la tenía esbozada. Se conservan algunos de estos esbozos y notas sueltas dispersas entre sus papeles, y sobre ellos hubo algunos intentos por parte de algunos musicólogos por completarla, pero sin éxito. La sinfonía solamente sonó en la mente del compositor.
Ahora una máquina de esas que trabajan con un programa de inteligencia artificial, ha concluido la obra partiendo de la gestión, hecha por un algoritmo, de los pocos datos que se tienen de lo que no es más que una intención expresada en unas breves notas. El proceso ha sido largo y complejo, y viene acompañado de unas explicaciones técnicas por parte de sus autores, que, entre tecnicismos incomprensibles y justificaciones más o menos convincentes, nos dejan una pregunta inquietante: ¿Llegarán las máquinas a superar la creación artística que hemos desarrollado a través de los siglos y sobre la que sostenemos nuestra cultura y toda nuestra civilización? ¿Suplirán los algoritmos al esfuerzo, inspiración y cualidades individuales de los compositores que conocemos y que nos han proporcionado tanta belleza?
Por suerte no parece que ni aún las máquinas más inteligentes puedan traspasar la barrera de la racionalidad y llegar al espacio donde habitan las pasiones y las conmociones, lo fieramente humano. Porque el arte existe como objeto del sentimiento y no del entendimiento. Cuando se pretende crear usando solo la inteligencia suelen producirse verdaderas tonterías. El arte está inspirado por un concepto de vida; nace del espíritu, no de un mecanismo artificial. Cómo puede saber el tal aparato qué música sonaba en la cabeza de Beethoven. A veces dan que pensar esos empeños absurdos en alcanzar algo que al final no tendrá más interés que la curiosidad informativa de un día, porque la obra resultante nacerá con el sello de la falsedad o, cuando menos, de la duda.
Dicen los que han escuchado la sinfonía que no suena a Beethoven, que es aburrida y carente de matices. Pues claro. Por asombrosas que lleguen a ser las máquinas y por mucho que nos maravillen con sus increíbles capacidades técnicas, siempre estarán condenadas a trabajar sin emoción ni capacidad de penetración en los escondrijos más profundos del espíritu, allí donde se asientan los sentimientos que nos hacen ser como somos.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La cumbre del clima

Qué de cosas raras ocurren en estos días de final del año. Debe de andar la Tierra por alguna región oscura de su órbita, porque están sucediendo muchos hechos atípicos a la vez. Revueltas callejeras simultáneas en diversas ciudades de tres continentes, negras sombras en torno a la continuidad del presidente norteamericano, ambiente de incertidumbre en Europa, y aquí, en España, una situación política que entra en un arriesgado proceso de pactos peligrosos, del que hasta ahora se había huido precisamente porque siempre se vio que tenía mucho más de riesgo que de solución.
Atípica está resultando también la Cumbre Mundial del Clima que se está celebrando en Madrid, y no por lo que se espere de sus resultados, que serán los mismos que los de otras cumbres, o sea ninguno, sino por la llegada de esa niña sueca a Chamartín, convertida en la estrella indiscutible de la reunión. Cuántos papanatas atropellándose en el andén de la estación por lograr una simple mirada de una adolescente que llegaba con expresión de indiferencia, quizá por el cansancio de su extravagante viaje. Con su cara de eterna enfurruñada, sus mensajes simples y directos y la ayuda de una poderosa maquinaria promocional, ha logrado atraer sobre sí la atención de medio mundo, pero uno no puede evitar la impresión de que en el fondo no es más que una pobre niña manipulada por quién sabe qué oscuras manos, aturdida y desubicada, a la que le están privando del lugar en la vida que le corresponde por su edad y que pronto se convertirá en un juguete roto. No tiene ella la culpa de presentarse como la estrella mesiánica que nos ha de mostrar el camino hacia la salvación del planeta; bastante tiene con ser arrastrada a una situación de continuas contradicciones, aunque quizá su enfermedad la ayude a protegerse de ellas. La realidad es que mientras los científicos apenas pueden hacer oír su voz, el mundo está pendiente de cualquier frase de una chiquilla de dieciséis años que, por cierto, no dice más que tópicas obviedades y cuya única solución que ha aportado hasta ahora es la de cruzar el Atlántico en un barco a vela.
Uno confiesa que pertenece al batallón de los escépticos que creen que efectivamente se está produciendo un cambio del clima, pero que es inherente a la evolución del propio planeta. Su historia climática se resuelve en una sucesión de ciclos alternos de glaciaciones y épocas cálidas, y ahora estamos en un período interglacial. El cambio forma parte de la naturaleza; el hombre no puede ni provocarlo ni detenerlo. Las gentes del Paleolítico no contaminaban y también vieron cómo la tierra se calentaba y se extendían los desiertos. Seguramente ahora la acción del hombre contribuye de algún modo a alterar el ritmo del cambio, pero aunque la humanidad desapareciese, la Tierra seguiría con sus ciclos, indiferente a todo. Por supuesto que hay que cuidarla; debemos procurar no agredirla con desechos evitables y tratar de pasar lo más inadvertido posible en ella, pero sin histerias, sin arrimar las ascuas a ninguna sardina política y, desde luego, sin montar ningún circo de esos que tanto gustan a la gentecilla de la farándula y a todos los aprovechados de turno.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Nuestro mejor refugio

Es este un tiempo en que parece que todas las noticias se han conjurado para desasosegarnos y hacer que vivamos en continua preocupación. No, no es este un buen momento para cultivar el optimismo. En realidad nunca lo fue. A lo largo de nuestra vida, y aun en la historia entera, no parece que haya habido muchos períodos en los que se haya podido vivir sin preocupaciones ni amenazantes nubes negras. Debe de ser así la condición del hombre: estar en manos de un conjunto de fuerzas ajenas a nosotros que nos zarandean los sentimientos y alteran nuestro estado de ánimo según se manifiesten. Somos sus sujetos pasivos. Nuestra mejor defensa consiste en buscar refugio en nuestro interior, allí donde somos nosotros quienes dictamos el orden de nuestra vida. Ante la intemperie que nos rodea somos seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
A nuestra pequeña vida le afectan poco las grandes definiciones y los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que de verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante; la ilusión por nosotros, por los hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde ver el triunfo de tu equipo del alma hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Recuerdo a un tipo cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerlas. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos invitan a seguir tras ellas para conseguirlas. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones forman el último estado en el que podemos refugiarnos.