miércoles, 29 de enero de 2020

La mentira como norma

En la educación que recibimos de niños, tanto en la escuela como en casa, al menos en mi generación, se nos inculcaba que debíamos huir de la mentira y decir siempre la verdad aunque tuviese consecuencias, porque al mentiroso se le descubre en seguida -ya se sabe, lo del mentiroso y el cojo-, y luego todo el mundo le desprecia y no merecerá nunca la confianza de nadie. Es lo que tiene una educación alimentada por la moral, en este caso estrictamente natural; que contribuye a formar personas con valores útiles a la sociedad y respetuosas con la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Luego la vida nos enseñó que no se puede dar a este espacio un carácter dogmático, porque tiene unos límites poco definidos y muy vulnerables a las circunstancias del momento. Que no es lo mismo mentir que ocultar la verdad; que hay mentiras disculpables porque el beneficio que se obtiene con ellas es superior al mal que supone el hecho de mentir; que es aceptable, por ejemplo, una mentira que sirve para alimentar la ilusión de un niño o para no hacer sufrir a alguien. Excepciones cuya evidencia ha de ser absolutamente clara, porque el hecho es que la mentira supone ausencia de la verdad, es decir, de la seguridad de una certeza como referencia.
La mentira habita en todas las latitudes y ocupa todos los espacios de las relaciones humanas, aunque hay lugares con más fama de acogerla bien. Aquello de Bismarck, de que nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de unas elecciones, puede ser una graciosa ocurrencia, pero no es precisamente una mentira, sobre todo en el último caso. La política es, seguramente ha sido siempre, el refugio donde toda mentira encuentra su asiento, antes y después de las elecciones. Maquiavelo la definió de forma más cruda: "La política es la mentira bajo una máscara de servicio a la ciudadanía". Hemos aprendido a convivir con ella y nadie, ni el embustero cogido en la mentira ni el ciudadano engañado, se inmuta; se acepta su presencia como si se fuera inherente a la esencia del oficio. Todavía hace unos días, un ministro de este Gobierno negaba haber realizado un hecho que le comprometía, y cuando se vio acorralado por la evidencia dio tres versiones distintas de él; o sea, que mintió cuatro veces. Pues ahí sigue, en su puesto, sin una mancha de rubor en la cara, él, que tanto clamó contra cualquier afirmación simplemente dudosa de los adversarios.
Al mentiroso le conviene tener memoria porque la mentira, una vez dicha, es muy terca y difícil de eliminar; para ocultar una hacen falta luego muchas más. Las hemerotecas, la propia memoria individual o colectiva y la opinión social que merece el fulero son los peores enemigos de la mentira. Se la considera la única habilidad que tiene la gente de escasa capacidad o un recurso de personas mezquinas. Hasta se evita llamarla por su nombre por si resulta ofensivo; en cualquier diálogo, sobre todo en tribunas públicas, se procura eludirla mediante rodeos menos agresivos: eso es incierto, está usted faltando a la verdad, no se ajusta a la realidad, etc. Pase que los políticos no cumplan lo que prometen, pero al menos que no nos mientan.

miércoles, 22 de enero de 2020

Tómense un respiro

Si la primera labor de un gobierno es hacer lo posible por encontrar soluciones a las necesidades de los ciudadanos y no buscar más problemas; si uno de los objetivos primordiales de su ejercicio ha de ser el de incentivar todo lo que nos une y tratar de llegar a un acuerdo en lo que nos separa; si toda su actuación ha de guiarse por la meta del bien común, al margen de conveniencias partidistas, procurando buscar el equilibrio a la hora de satisfacer las aspiraciones de las mayorías y las minorías; si todo eso es así, este Gobierno de aluvión que hemos estrenado tiene trazas de haber empezado su camino con el pie torcido y con un rumbo inquietante. En apenas una semana que lleva ejerciendo ha puesto en muchos sectores de la sociedad un punto de desasosiego y ha hecho que se activen algunas alertas ante la entrada en tropel de sus miembros en todos los ámbitos. Tal parece que tengan una urgencia inaplazable en acomodar la realidad a sus propósitos, y a ello se han puesto irreflexivamente sin pensar en los cacharros que puedan romperse. En su preocupación obsesiva por la exhibición del poder no dejan puerta sin abrir ni cuarto que revolver.
No han tardado en agitar la crispación y provocar una fractura en el órgano de los jueces con el nombramiento como fiscal general de una señora de las suyas, a la que nadie se atreve a aplicar el calificativo de idónea. En Igualdad, la flamante ministra, esa señora que siempre parece estar riñendo, cesa a una directora recién nombrada por ser blanca y de paso nos obsequia con una de sus aportaciones a la lengua: la palabra racializada. A la ministra de Exteriores le ha faltado tiempo para permitir la reapertura de las llamadas embajadas catalanas, en contra de la sentencia de la audiencia de Cataluña. A la erudita vicepresidenta primera ha tenido que calmarle la Real Academia Española su preocupación por que la morfología del lenguaje constitucional deje fuera a las mujeres. Existe inquietud en la Guardia Civil ante el nombramiento de su nueva dirección y por los pactos en los que su expulsión de alguna provincia aparece como moneda de cambio. Hay por ahí una directora de un organismo de la Mujer que explica lo negativa que es la heterosexualidad y dice lo que tienen que hacernos a los hombres para acabar con ella. Y en esto sale la ministra de Educación y dictamina solemnemente que los hijos no pertenecen a sus padres. Pues nada; si hacen algún estropicio, que lo pague el Estado.
Va a ser una legislatura muy animada, en la que no vamos a aburrirnos por falta de sorpresas y ocurrencias estrafalarias, viendo algunos nombres de quienes mandan. Nos obsequiarán cada día con el manual de gobierno propio de esa coalición, pero la cuestión más importante es cómo va a quedar la casa cuando acaben su mandato. Qué panorama nos espera al final de su actuación, porque ahora todos los radicalismos asoman sin que nadie desde dentro trate de poner en ellos una mirada sensata. De momento esta es la hora de los extremistas de todos los ismos. Por cierto, no deja de tener su pequeña gracia sentirse sacerdotisas del credo feminista y tener que firmar Calvo, Montero o Delgado.

miércoles, 15 de enero de 2020

Palabras inútiles

Observar las caras de sus señorías el otro día en el Congreso durante la sesión de investidura bien podía ser un ejercicio para estudiosos de lo curioso y hasta de quien tratase de escribir una tesis sobre las formas de perder el tiempo. Era una colección de rostros conscientes de saber dónde estaban, atentos a lo que se decía desde la tribuna, pero con la atención que nacía de la simple cortesía o acaso de la obligación que contrae todo el que cobra por un ejercicio. Caras aparentemente aplicadas e interesadas por los discursos, que ocultaban su carácter de barrera impermeable a todas las palabras del contrario. Cuando éste hablaba todo les resultaba indiferente. Se ponían el escudo antivirus y a oír sin escuchar. Daba igual lo que dijera el orador de turno; de nada valían los argumentos, ni la belleza oratoria, ni la importancia de los temas expuestos. Los mismos oradores sabían que su esfuerzo era vano y sus discursos absolutamente inútiles; daba igual el desarrollo dialéctico y todas las aplicaciones de los recursos de la lógica. En realidad daba igual todo lo que dijeran. El voto de los presentes ya estaba predeterminado y era inmune a cualquier razonamiento. Y así fue; el número de votos en uno y otro sentido coincidió exactamente con lo previsto. Aunque muchos diputados de un partido habían manifestado hasta entonces tener posturas distintas, al final todos dieron un vuelco a sus convicciones en el mismo sentido y al mismo tiempo y hora que su jefe.
Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la posibilidad de seguir pastando tranquilamente en las cómodas praderas del hemiciclo, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Da igual que se trate de una de esas cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas, que del diseño de una gran obra que beneficiaría a la propia región. A la hora del voto, el diputado mira la señal que le indica el botón que tiene que pulsar, y las consideraciones propias y la voz de la conciencia se retiran derrotadas. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
¿Cuántos de quienes han votado sí al presidente lo han hecho verdaderamente convencidos de que esas sombrías compañías que se ha buscado son las más adecuadas para gobernar España? ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su raciocinio y de sus convicciones para dar su voto afirmativo a lo que hasta ahora habían tenido por un disparate? Solo una diputada se atrevió a poner su propio criterio por encima de la disciplina de voto, aun a riesgo de enfrentarse a su partido. Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo tiene como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más digna de todas las libertades.

miércoles, 8 de enero de 2020

Buenos deseos

Acaba de echar a andar el año y aún estamos en tiempo de deseos, e incluso de propósitos, que aunque las dos sean cosas más bien inútiles, cada año descubrimos que nos son necesarias, quizá porque nos dan la medida de nosotros mismos. Vamos a dejar los propósitos, que siempre terminan por pedir cuentas, y a limitarnos solo a los deseos, más que nada porque están relacionados con la ilusión. Es cierto que está en nuestra naturaleza el tener más deseos que necesidades, pero los deseos siempre encierran una carga de esperanza que nos viene muy bien para sobrellevar nuestro vivir, y estos momentos en que el calendario divide el tiempo son propicios para que sintamos la necesidad de formularlos, como si alguien los pudiera recoger.
Está aún recién nacido este año de final de década, redondo, díptico, eufónico, bisiesto y tan imprevisible como todos. ¿Qué nos traerá? ¿Qué líneas estarán escritas en sus páginas, aún sin abrir? Cuesta trabajo darle una cordial bienvenida, a juzgar por la cara que asoma, pero vamos a caer en la ingenuidad de creernos aquello que apetecemos, que al fin y al cabo es una condición natural de los hombres, y expresar algunos de nuestros deseos para este año que empieza.
Que nos vaya todo bien. Que sea un año amigo. Que en vez de problemas nos traiga soluciones. Que nos haga un poco mejores a nosotros y a las circunstancias que nos rodean. Que no nos ponga en situaciones decisivas ni nos traiga turbulencias de ánimo en las que no encontremos una luz. Que cuando den otra vez las campanadas podamos decir que ha sido el mejor año que hemos vivido.
Que alguna estrella bondadosa llene de sensatez los caletres de nuestros gobernantes. Que esa extraña amalgama que nos va a gobernar no nos traiga un sobresalto cada mañana y, sobre todo, que no cause el estropicio que se teme. Que ciertos políticos sientan la necesidad de retirarse a una solitaria cabaña del desierto a meditar allí sobre cosas más inofensivas y más acordes con sus capacidades, por ejemplo sobre cómo encontrar un mejor sistema para destripar terrones. Que los dioses que velan por los ciudadanos de a pie nos protejan de los vaivenes oportunistas de un presidente cuyas afirmaciones no tienen ningún valor, y que ha convertido sus principios, si alguna vez existieron, en una baratija de mercadillo que se vende y se compra según la conveniencia del momento.
En el pequeño mundo particular de cada uno, que es donde los deseos cumplidos alcanzarían su verdadera trascendencia, hay pocos que se salgan de lo primario, porque es en este grado donde se encuentra lo más próximo que podemos estar de la felicidad: salud, amor, paz, trabajo, suerte, alegría, bienestar económico, armonía familiar, buenas noticias, momentos de ocio, sueños conseguidos. Y el mayor de todos: que se cumplan, al menos algunos.
Pues eso. Que tengamos todos un feliz, boyante y esperanzado 2020.