miércoles, 16 de junio de 2021

En el fondo del mar

Nada puede explicar al ser humano cuando los límites de su razón se ven desbordados y la realidad se pierde en la oscuridad del infinito, allí donde no hay ninguna posibilidad de comprenderla. En nuestra mente limitada y acotada por los lindes de la lógica, solo tiene cabida lo que la ley natural admite en su seno, y eso que bien que nos empeñamos en forzarlo. Fuera de él todo se nos vuelve inquietante; todo es oscuridad, manotazos al aire, perplejidad, preguntas y reflexiones absurdas sobre el absurdo, desorientación de quien anda a tientas sin encontrar asidero. Esa ancla que se arrojó al fondo del océano con dos pequeños cuerpos atados a ella arrastró consigo el último resto de nuestra capacidad de entender al ser que somos en su totalidad, como alguien que ya había agotado toda posibilidad de causarnos asombro. Las preguntas se nos acumulan sin más repuestas que el eco que nos llega devuelto desde la oscuridad. ¿Cómo es posible que un sentimiento, en este caso los celos, alcance a ser tan inhumano como puede llegar a ser la convicción? ¿Qué puede explicar tanta concentración de maldad? ¿Qué fuerza tuvo que tener el mal para ser capaz de vencer la de unas caritas sonrientes y unas miradas infantiles en las que se reflejaba lo más puro y luminoso que los humanos tenemos a nuestro alcance?

Dicen que los niños tienen como don natural el de adivinar qué personas les aman. Seguramente es verdad. Seguramente tuvo que hacerse visible en algún momento aquel revuelto de odio, celos, venganza, crueldad e iniquidad que se trasluce al exterior cuando se pierde la condición humana y que ni siquiera el artista de mente más enfebrecida fue capaz de plasmar jamás ni en sus pinturas más negras. No lo sabremos nunca; será uno más de los secretos que guarda el mar. En esa ancla clavada en el fondo y destinada a perpetuar para siempre el sufrimiento de la madre, cabe todo el horror de la perversidad más cuidadosamente elaborada, y menos mal que ha dejado descubrir parcialmente su secreto.

Y ahora el dolor. Aligerado quizá por ser conocido y comprendido por todo el país y compartido por muchos que se han visto en una situación semejante o han sabido imaginarse en su lugar, pero con las zarpas intactas, desgarrando las entrañas en una acción, esta sí, individual e intransferible. No hay defensa, ni siquiera ante la oleada de solidaridad recibida y ante el enorme esfuerzo desarrollado por aclarar el caso. No hay más que la aceptación de una realidad inevitable para tratar de conseguir lo que ahora parece imposible: que no oscurezca la dimensión positiva que la vida ofrece.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gran artículo. Mis felicitaciones por haber sabido plasmar lo que todos pensamos.