miércoles, 30 de octubre de 2013

La mina

Pasad ante la mina y dejad al minero a solas con su miedo, reconcentrada la frente, empequeñecidos los ojos, hablando a veces sin tener que decir nada para no pensar que la venganza de la Tierra puede llegar ese mismo día. Que el minero juega con dioses, que a la madre no le gusta sentirse violada, que las iras son siempre ciegas y nunca conjurables. En el pozo María Luisa murieron siete mineros.
Mirad ese agujero de sombra y sabréis el sentimiento de quien ha de cruzarlo cada día llevando consigo su propia luz, antes al hombro, ahora en la frente, sin querer pararse a considerar que su oficio tiene mucho de extrahumano, porque el hombre ha sido hecho para andar por encima de la tierra y no por sus entrañas, que esas pertenecen a Vulcano y a los chamanes del infierno. Sabed que ni los derrumbes avisan ni el grisú diferencia, y que cuando aquello se convierte en tumba es tumba para todos. Murieron dos capataces, picadores y ramperos.
Y las viejas galerías, viejas de más de un siglo, las estériles y las fecundas, esas de nombres prendidos para siempre a tantas vidas, cobijan aún entre el moho de sus mampostas carcomidas o entre la promesa del filón rejuvenecido, las leyendas que hablan de amor y muerte, del guaje que quería ser picador para comprar a su amada un collar de rojos corales engarzado en plata fina; de aquellas mulas que dejaron la mina sin media vida cuando se fueron; de las historias, sobre todo, de dolor y heroísmo, de valor y anonimato. Traigo la camisa roja de sangre de un compañero.
Nalón arriba, Aller arriba, todo es mina, porque, aun muerta, su recuerdo se hace evocación con categoría de presencia. Las aguas ya no bajan negras, pero el valle aún oscurece su verde, o al menos eso le parece al visitante. Y al otro lado, en León, también la mina y también la tragedia que hoy se llora, y también la solidaridad y las incertidumbres, tan familiares ellas. Porque en todas huele a pólvora quemada, y cuenta la historia que a dinamita y a inquietud social. La negra cara del minero se ha visto fatalmente elegida, sin que estemos seguros del porqué, como emblema de actitudes que pretenden ejercer de avanzadilla para fines muy concretos. Esa negra cara de ojos limpios, que se resiste a dejarse manejar por otra cosa que no sea la oscura y húmeda caricia de la tierra, que a pesar de todo es irresistible. Traigo la cara quemada, que me la quemó un barreno.
Cruzad la bocamina. Cambia el aire; se alertan los dispositivos de defensa ante lo desconocido; las sensaciones reposadas se disgregan: el sudor de las paredes, el ruido del agua invisible, la frialdad que todo lo invade, el olor del carbón humedecido, el misterioso rumor de la profundidad, la mamposta que cruje sin motivo, el escalofrío que llega de repente, la oscuridad que llama y llama. Dejad al minero a solas con su miedo, el más justificable de todos los miedos, y que las mujeres no oigan gritar al diablo, ni el poeta escriba de sirenas y lamentos, ni las viejas canciones salgan ya de los desvanes para ser actualidad. Mira, mira Maruxina, mira, mira cómo vengo.

martes, 29 de octubre de 2013

El alcalde censor

La cara de un torero tuerto calándose la montera con las dos manos y con el gesto concentrado de quien se dispone a ejercer un ritual, ha sido prohibida en las calles de Barcelona porque, según su alcalde, “no representa los valores que Barcelona inspira”. La foto había obtenido el segundo premio del World Press Photo precisamente por lo que representa, pero el señor alcalde, un tal Trías, debió de ver en ella el Leviatán feroz que amenaza con engullir la identidad de su ciudad y decidió prohibir a sus habitantes que pudieran verla. Este sí que es un alcalde que vela por la recta formación ética e intelectual de sus ciudadanos, un faro, un guía que les conduce por el buen camino para que no se desvíen. Uno, que no es aficionado a los toros, mira bien la foto y lo que ve en ella es un rostro crispado por algún dolor, acaso una expresión preocupada, una mirada en su único ojo como el espejo de una responsabilidad inmediata, un rictus de decisión ya tomada y quizá el reflejo de un miedo al que ha de enfrentarse. Nada que no pueda ser asumido, salvo que esos valores -afán de superación, esfuerzo, pundonor profesional- no estén entre los que Barcelona pretende inspirar.
Quién lo diría. Aquella Barcelona que tanto nos vendieron como el reducto de libertades, la ciudad abierta a las últimas tendencias, europea y cosmopolita, receptiva a todas las ideas frente al conservadurismo del resto de España, hace tiempo que aparece en la semipenumbra de quien ha decidido bajar las persianas de su habitación y contemplarse sólo a sí mismo. De acoger exiliados culturales ha pasado a exportarlos, de manifestarse contra la censura a imponerla, de pretender ser la más abierta de España a prohibir lo que en ninguna otra ciudad española se habría prohibido. Algún día, cuando pase el vendaval y el tiempo permita mirar con distancia, habría que pedir cuentas a estos nacionalistas de hoy por el daño que están haciendo a su tierra, por las empatías que han roto, por los sentimientos violentados, por los mitos establecidos como certezas fundacionales, por el camino retrocedido.
Suerte la del país que desconozca los nacionalismos. Aun quedándose tan sólo en los puros aspectos ideológicos, sin tener en cuenta consecuencias más dolorosas, es evidente que todos tienden, por esencia, al reduccionismo, y no saben o no les interesa ver que los demás también tienen ombligo y es tan redondo como el de ellos. En todo nacionalista militante, bajo un ligero barniz democrático que le da un tono muy aparente, yace un censor que rechaza cualquier visión del terruño que no sea la suya. Precisamente cuando nuestras calles aparecen llenas de todo tipo de carteles, anuncios, pintadas y mensajes escritos libremente, ese rostro tiene, según este alcalde, la obligación de representar los valores que inspira la ciudad, aunque yo no sé si alguien le habrá explicado que las ciudades no tienen valores; los tienen sus ciudadanos. Si la censura siempre es un atentado contra el pensamiento, esta es, además, de una ingenuidad casi infantil, porque de todos es conocido cuál es la verdadera razón de la prohibición.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Actualidad: esperpento y tragedia

La actualidad es fugitiva y tornadiza, ya se sabe, pero antes de convertirse en pasado es nuestro presente y convive con nosotros cada día, alegrando -pocas veces- nuestras mañanas, preocupándonos -casi siempre-, o dejándonos una simple sonrisa de indiferencia, que casi es lo mejor que puede hacer. Cuando no está configurada por una tragedia, no es frecuente que nos traiga sucesos que tuerzan violentamente el discurrir habitual de la historia y suele limitarse a conceder esos quince minutos de gloria a los que todos tenemos derecho. Esas chicas que se mostraron a pecho descubierto en la tribuna del Congreso puede que sólo buscasen conseguirlos, porque no parece que debajo de los eslóganes que anuncian en su piel y de sus voces a grito limpio haya un sustento ideológico muy sólido. Decir que es sagrado matar a alguien que se está reparando para nacer supone desconocerlo todo sobre la palabra; seguramente, si lo intentan, encontrarán argumentos más elaborados para defender el aborto sin destrozar la semántica. Quizá por eso, y a falta de razones más contundentes, expusieron unos argumentos que, si bien es dudoso que captasen la atención de los oídos de los presentes, seguro que captaron la de sus ojos. Aunque no sé; en la era del “topless” y de tantas otras cosas, andar por ahí como las waikas o las yanomamis ya no causa mucho sobresalto, ni siquiera agarradas a la barandilla de un sitio tan serio como un Parlamento. Hay que ver el empleo que dan algunas mujeres a sus glándulas nutrientes. Tengo que preguntar qué piensan las feministas, porque había entendido que utilizar el cuerpo desnudo de la mujer para atraer la atención no está muy de acuerdo con su pensamiento, al menos con lo que tantas veces han dicho. De momento no se las ha oído.
 
La tragedia la trae cada día el mar, ese Mediterráneo que aquí solemos ver como una caricia azul sobre las pieles desnudas y que en otros sitios se percibe como una barrera que hay que saltar, aunque pueda convertirse en tumba. Parece ser, según se oye a la progresía desde sus cómodas tribunas, que la culpa y la vergüenza son exclusivamente nuestras, de los europeos, pero algo tendrán que ver sus países, porque esas gentes han atravesado unas cuantas fronteras y alguien es el dueño de los barcos y alguien les cobra los embarques y en algún puerto se agrupan a centenares a la espera del momento de partir. Encoge el alma ver el mar cubierto de cuerpos inmolados a una esperanza presentada como alcanzable, y más se nos encogería si pudiéramos ser testigos de su travesía por alta mar, de lo que ocurre en el ataúd flotante que los trae, de la agonía final, de cómo sus cuerpos son tragados por el mar sin ninguna lágrima de despedida, porque bastante tiene cada uno con guardar las suyas para sí mismo. Pero a quienes menos parece importarles es a los dirigentes de sus propios países. En su profunda corrupción institucional, en sus estructuras fallidas y en el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares, está buena parte de las causas, y en su corrección estaría buena parte de las soluciones. Otra, más eficaz, sería que en vez de los ciudadanos emigrasen los dirigentes.

domingo, 13 de octubre de 2013

Avilés

Caminito de Avilés hace ya mucho tiempo que no canta ningún carretero al son de esquilón alguno. El viento de la historia que sopla sobre las ciudades puede hacerse suave brisa sobre algunas, pero en otras se convierte en ciclón capaz de llevarse todo lo que no está firmemente sujeto y hasta de transformar sus hechuras, y de eso Avilés sabe algo. La villa apacible, asentada en el lugar que quizá algún Abilius eligiera, parecía estar llamada, ya desde su famoso fuero de 1085, a la prosperidad y a la primera línea de la actividad económica, o sea, del duro ejercicio de ganarse la vida. En la Edad Media, su puerto era el único de Asturias y uno de los más importantes del Cantábrico, y sus alfolíes fueron el principal centro de abastecimiento de sal para buena parte del norte peninsular. Luego, la gran revolución industrial la llenó de fábricas, grandes y pequeñas, de vidrio, de azúcar, de zinc, de aluminio, de mil productos, que trajeron consigo nuevos transportes e infraestructuras. Pero todo eso apenas fue nada ante las consecuencias de la decisión que la convirtió en protagonista de la mayor transformación que vivió ciudad española alguna, al menos en los últimos siglos. De pronto su paisaje se modificó bruscamente y su población se cuadruplicó con gentes venidas de todos los rincones de España. La ciudad aristocrática y burguesa se volvió eminentemente industrial; su entorno rural se convirtió en una sucesión de barrios obreros, y su nombre comenzó a figurar como prototipo de fenómeno migratorio. Había que tener mucha personalidad y un sentido muy arraigado de sí misma para mantener su esencia, y Avilés la mantuvo.
Esta ciudad, mestiza, orgullosa, amable, reservada en la ostentación de sus galas y consciente de que su condición de tercerona sólo lo es en lo que atañe a las estadísticas, sabe mucho de aceptaciones y aún más de entregas. Aceptación del que viene y entrega de lo que tiene, porque ha sabido conservarlo. Ahí está ese centro, más o menos tal como lo han modelado los avatares históricos, los palacios y casonas, las iglesias, las calles porticadas, el teatro, la estatuaria, el conjunto todo, solemne sin desmesura y rico en ofrecimientos. Y el viejo barrio de pescadores, y hasta ese último edificio recién llegado, de líneas y colores extraños, que trata de incorporarse al mapa sentimental avilesino.
Desde la ermita de La Luz puede comprenderse muy bien el exterior de Avilés, que el interior es labor de más tiempo, aunque más gratificante. La ciudad se extiende junto a su puerto, sin que en nada puedan afectarle los broncos humores del Cantábrico, porque está abrazado a una ría, que siempre es seno de amable acomodo. Al otro lado, las instalaciones siderúrgicas que la cambiaron, las chimeneas, los hornos, los humos y acaso también un latente recelo sobre su futuro. Resulta fácil caer en el inútil juego de intentar hacer abstracción de todo este conjunto abigarrado que rodea la ciudad, e imaginar cómo sería la imagen de Avilés si su camino no se hubiera forzado tan radicalmente. Vana pregunta, desde luego, pero al fin y al cabo, uno nació a la orilla de su ría, aunque luego la vida le llevó por otras andaduras.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Los libros

Una vez más, y van unas cuantas, razones físicas de espacio me han llevado a una reorganización de mi biblioteca, que había ido creciendo año tras año sin apenas darme cuenta, hasta sorprenderme con su inasumible número de ejemplares. Sobre las bibliotecas cae el tiempo con la misma implacable ley que sobre todos nosotros. Nacen y crecen y, afortunadamente, no mueren, pero en esta vida casi inmortal se van tornando frondosas y abundantes en ramulla, que es necesario aclarar de vez en cuando, aunque no sea más que para dejar espacio a los nuevos brotes. Y como no me fío en absoluto de mis propósitos de no comprar más libros, porque hasta ahora nunca los cumplí, no tengo más remedio que aprovechar el espacio de que dispongo, otorgando prioridades y condenando a unos cuantos al exilio.
Sin embargo, una operación tan simple puede terminar convirtiéndose en una pequeña reflexión existencial si trata uno de realizarla a pecho limpio, sin haber procurado prevenirse contra los efectos del paso del tiempo, que siempre es cosa saludable. Una biblioteca es, casi como ninguna otra cosa, el reflejo de una vida y de una personalidad. Los libros que hoy la componen fueron el resultado de unas ideas determinadas en un momento determinado. La simple mirada de sus títulos nos informa de nuestra propia evolución con una fiabilidad más exacta que nuestro mismo recuerdo, porque su sola presencia ya desmiente cualquier otra apreciación. Esos libros que hemos ido adquiriendo a lo largo de toda nuestra vida con tanto esfuerzo, a veces mirando con pena nuestras exiguas propinas hasta ahorrar lo suficiente para poder tener al fin en la mano aquel objeto, que desde entonces se hará parte de nuestro mundo para siempre. Libros que nos han regalado con ilusión y tienen una dedicatoria inapreciable. Libros todos ellos que responden con casi total exactitud a nuestra forma de pensar y a nuestra visión de la vida en ese momento. Libros que nos han hecho pensar, reír, llorar y hasta sudar sobre sus líneas incomprensibles; que nos han llenado la mente de fantasías, de estímulos o de afanes por cambiar; esos libros que no pueden ser sustituidos jamás, y menos por una versión electrónica, porque tienen en sus tapas el olor de nuestras manos y en sus páginas el secreto de nuestros pensamientos, de algún que otro propósito y de más de una esperanza.
Hoy, mirando mi biblioteca y puesto en la difícil situación de tener que seleccionar entre sus libros para dejar espacio a otros, puedo darme cuenta del trayecto que ha recorrido el pequeño mundo de mis gustos e inquietudes literarias, y con ellas yo mismo, con mis fobias y mis filias, las preocupaciones conceptuales que un día supusieron para mí algo muy importante, los estilos narrativos que en su momento admiré, los temas que me inquietaron. No soy capaz de saber ahora si esto es bueno o malo, pero sí parece evidente que por lo menos es un buen antídoto contra el dogmatismo y contra todo tipo de afirmación absoluta. Y, desde luego una fuente de nostalgia al deshacerme de algunos de mis queridos compañeros de juventud, porque ellos no han cambiado; he sido yo.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El gran viaje

Como somos una especie compleja, apañadiza, caprichosa y con gustos de amplio espectro, el abanico de posibilidades de acción que se nos ofrece no tiene límite. Siempre hay algo para alguien y alguien para algo. Hay quien hace caso de las estrellas Michelin, quien busca su futuro a través de las cartas, quien piensa que Chillida es un genio, quien cree en las cremas antiarrugas, quien se apunta de buena fe a un sindicato, hay hasta quien ve Telecinco, y dicen que incluso hay algún ciclista en algún sitio que alguna vez respeta una señal de tráfico. Sí, el muestrario de inclinaciones es infinito. Conocida es la anécdota del torero Rafael Guerra, que, cuando preguntó a aquel señor que le acababan de presentar como José Ortega y Gasset a qué se dedicaba y éste le respondió que era profesor de Metafísica, sentenció filosóficamente: “Hay gente pa to”. Es una ley universal: cualquier cosa, sea la que sea, tiene siempre algún devoto.
Por haber, hay quien se ha apuntado a salir de este planeta y llevar sus cosas a Marte. El proyecto “Mars One”, que pretende establecer una colonia humana permanente en el planeta vecino, ya tiene más de 78.000 solicitantes inscritos, procedentes de todos los países del mundo, entre ellos once españoles. Del planeta azul al rojo. Eso sí que es huida, porque lo primero que se les deja claro a estos pioneros de nuevo cuño es que han de ir con la idea de que jamás regresarán a sus casas terrestres. Cómo resolverán el problema de la debilidad de la atmósfera marciana, el exceso de radiación solar, los modos de supervivencia y, sobre todo, la convivencia en esta inédita sociedad, será una cuestión que sólo podrá comprobarse cuando llegue la hora de la verdad, aunque las líneas teóricas parezcan estar bien trazadas.
Muy mal deben de ver las cosas de aquí esos que se han apuntado a hacer la mudanza. Aquello de Pangloss de que vivimos en el mejor de los mundos posibles no parece ser un dogma de fe para ellos. Bien mirado, el espíritu colonizador es innato en el hombre, según se puede ver a lo largo de los tiempos, pero hasta ahora todas sus empresas se limitaron a la ocupación de tierras cubiertas por nuestras queridas nubes; a estos los velarán otros cielos. Uno imagina la ilusión que puede producir la visión de un lugar donde se puede partir de cero, dejando atrás para siempre las miserias de este valle de lágrimas. Debe de ser un poderoso aliciente saber que ya no va a oír jamás hablar de Mas ni de la prima de riesgo, pero que no se hagan demasiadas ilusiones. En cuanto se junten cuatro, alguien querrá mandar; habrá nacido la política; y en cuanto alguno consiga cosechar algo, alguien querrá controlarlo; habrá nacido Hacienda. Y luego alguien querrá imponer como idioma oficial el dialecto del barrio donde nació, y enseguida otro pedirá la independencia de su burbuja por el hecho diferencial de estar en una esquina de la colonia, y pronto habrá quien diga que es necesario crear una comisión, aunque nadie sepa explicar para qué. O sea, como aquí, pero con menos aire, menos agua, sin árboles, sin mar y sin Toxo ni Méndez. No merece la pena el viaje.