miércoles, 28 de agosto de 2019

Notas de agosto

Se acaba agosto y con él el verano, porque septiembre ya nos suena a otoño, a otro curso, a hojas caídas y a colores de bosque cansado. Se acaba agosto y la actualidad dejará pronto el tono entre anecdótico y superficial con que cubre el vacío que deja la política y volverá a rendirse casi exclusivamente a la actividad y a las andanzas dialécticas de nuestros dirigentes, y más cuando se vislumbra un otoño de esos que llaman calientes, que son casi todos, según se dice cada año. Y eso que el mes de agosto ha sido pródigo en hechos significativos, algunos endémicos del verano y otros que parecen llevar camino de serlo. Han reaparecido los incendios de cada año, ahora en zonas más sensibles por su importancia ecológica, como la selva del Amazonas o aquí, entre nosotros, el interior de Gran Canaria; ha habido las huelgas veraniegas habituales, pensadas para fastidiar las vacaciones a los que las llevan esperando todo el año; ha habido hasta un obsceno intento de linchamiento de nuestro español más universal por parte de las oscuras fuerzas del "me too" americano, que esta vez han tenido una firme y justa respuesta por parte del público europeo.
El protagonista del mes fue, sin embargo, ese destartalado barco de una de las oenegés que se dedican a recoger y traer a Europa a todo el que se haya perdido en su camino hacia ella. Italia le negó sus costas, el retorno a su puerto de salida por lo visto no era posible, y la situación se convirtió en una emergencia de carácter humanitario hasta que se encontró una solución de última instancia, que no parece contemplar que la situación se va a repetir mil veces. Naturalmente, han vuelto a alzar la voz los eternos autoflagelantes que nos hacen responsables a los europeos de todo el mal que acontece en los otros cuatro continentes. Es evidente que en casos de tanta magnitud como este de inmigración masiva la responsabilidad está repartida y salpica en diversos grados a muchos, pero está claro que en primera instancia tiene un carácter más bien endógeno; reside en factores internos, como la invertebración social de estos países, en su profunda corrupción institucional, en el error de aplicar terapias colectivistas y proteccionistas, en la escasez de inversiones en infraestructuras y en el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares. Puede que la medida más eficaz fuese que en vez de sus ciudadanos emigrasen sus dirigentes.
Casi al mismo tiempo se han reunido en Biarritz en su cumbre anual los siete que mandan, al menos nominalmente, en nuestros actos y nuestros dineros. Hay miedo a una nueva recesión mundial por la guerra comercial entre chinos y americanos, pero ya aprendimos que no cabe esperar que de estas cumbres salga alguna solución. El objeto de la ciencia económica es la sociedad, ya se sabe, pero resulta inevitable el uso de la economía con fines políticos. Lo que nunca falla es el espectáculo que monta en torno a la reunión esa mezcolanza de elementos variopintos que van desde los fanáticos antisistema hasta los descerebrados naturales y que únicamente parecen seguir el lema de "destroza, que algo queda". Solo con verlos ya merece la pena desear suerte a la cumbre.

miércoles, 21 de agosto de 2019

El fondo del mundo


Atardecer en el mar Muerto

Si algún lugar tiene el privilegio de quedar grabado en la memoria del visitante con afán de permanencia es esta enorme hondonada desnuda, en cuyo fondo se aposienta el lago más extraño del mundo: el Mar Muerto. Nada aquí es normal. Este es el punto más hondo del planeta, a 400 metros bajo el nivel del mar, la masa de agua más salada y la mayor extensión sin vida de toda la Tierra. Un litro de su agua pesa 1.275 gramos, lo que le da una densidad tal que hace que los cuerpos floten como corchos. La tópica imagen de un bañista leyendo el periódico tumbado en su superficie es real. No tiene más aportes de agua dulce que unos cuantos arroyos que sólo tienen agua cuando llueve y la mísera contribución del Jordán, que el pobre poco puede dar. En realidad, se trata de un lago de 75 kilómetros de longitud, hundido en una gran depresión y rodeado por un paisaje de laderas desoladas. Un lugar extraño, bien conocido por la Biblia, en la que aparece casi siempre asociado a dramáticas historias, incluyendo la destrucción de Sodoma y Gomorra. Hoy este mar sin vida, centro de un entorno sobre el que parece flotar la sombra de alguna maldición, se está tratando de convertir, tanto en su parte jordana como en la israelí, en un centro de atracción turística, aprovechando su singularidad y, sobre todo, las cualidades de sus aguas; de sus fondos se extrae barro para conservar la piel joven, y con sus sales se elaboran jabones y productos de belleza muy apreciados. Las playas son de arena dorada, muy fina, y algunas están acondicionada para que el visitante disfrute en lo posible de ellas: una pasarela que sortea las afiladas rocas, tumbonas, parasoles y, algo muy importante, una manguera de agua dulce para lavar rápidamente los ojos en caso de que entren en contacto con el mar.
Las quietas aguas brillan con un azul intenso bajo el sol de la mañana. Desde la costa oriental se ven perfectamente en la orilla opuesta los caseríos de Jericó y, algo más allá, Jerusalén y Belén. El mar está totalmente quieto. Es una insólita experiencia vivir su presencia: su turbadora quietud, su aspecto oleaginoso, denso, profundo, muerto. Ni una embarcación, ni una onda en su superficie, ni un ave que vuele sobre él. Esto es el fondo del mundo y el reino de la sal, donde nada se mueve, ni la brisa. A veces se rondan los 50º y el sofoco casi impide respirar. Qué lejos parece todo en este paraje que difumina todas la sensaciones que nos unen a la normalidad de nuestro entorno habitual, qué ajenas las percepciones de siempre y qué extrañas divagaciones surgen sin pretenderlo sobre nuestra relación con el planeta que habitamos.
Apenas caída la tarde, el sol comienza a hundirse rápidamente sobre las montañas lejanas, iluminándolo todo con una luz dorada que parece que sólo puede darse aquí. El día se despide con un adiós misterioso, como no podía ser de otra forma. La inmóvil superficie de las aguas se vuelve aún más inquietante. Lo mejor es sentarse en una roca a sentir este mar, envuelto ahora en una profunda negrura en la que el único signo de normalidad son las estrellas, que aquí parecen brillar como en ninguna otra parte.

miércoles, 14 de agosto de 2019

La chuleta y el clima

Ahora que los agoreros de la ONU nos aconsejan mirar bien lo que comemos, o sea, que comamos lo que ellos nos digan, que para eso son los que más saben, casi dan ganas de apartar a un lado la tapa de la caña y decirle al camarero que nos la cambie por una hojita de perejil. Que si seguimos comiendo lo que nos dé la gana acabamos con el planeta, que ya está bien de tanta carne, que las vacas, aunque ellas no lo sepan, tienen mucha culpa de esto, que la ganadería ocupa muchas tierras y que con todo eso estamos subiendo la temperatura de nuestra única casa que no sé a dónde va a llegar. Así que cada vez que comamos una chuleta hemos de hacer un acto de contrición y sentir un intenso arrepentimiento con propósito de enmienda. La carne es el arma destructiva del clima, o al menos una de ellas. O sea, menos jamón y más repollo, si no queremos tener veranos tan calientes.
Esto del cambio climático parece haberse convertido en el gran pretexto para justificar todo tipo de imposiciones, ideologías y decisiones; fíjense, hasta para dictarnos lo que hemos de comer o no. Que se está produciendo es evidente; que nosotros tengamos algo que ver es más dudoso. En sus cuatro mil millones de años de existencia la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un período glacial intenso sucedía otro de calentamiento, y ahora estamos en uno de esos períodos tras la última glaciación, la würmiense. Vivimos en un período interglacial, y por tanto de calentamiento. Decir que somos nosotros los causantes es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. ¿Los humos y gases contaminantes? Hay teorías que afirman que nuestro planeta tiene capacidad para regenerarse a sí mismo y que sus propias emisiones forman parte de ese proceso; desde luego, la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, y aquí seguimos. No parece creíble que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad humana se detuviera el proceso de calentamiento global. O sea, que el clima ha hecho siempre lo que le dio la gana en este planeta desde el primer momento hasta ahora, y quizá no debamos creernos tan presuntuosos como para afirmar que tenemos capacidad para modificarlo de modo esencial.
Como es verano y uno suele aprovechar estos días para releer a algunos autores, se reencuentra esta vez con Stuart Mill, que ya en su tiempo sacaba una conclusión: que vivimos una época en que el individuo está sometido a la dictadura de una sociedad que nos dicta la normalidad, nos esclaviza a sus opiniones y nos fija las normas de nuestra vida, y todo por nuestro propio bien, que conoce mejor que nosotros mismos; y ya no es solo el gobierno el que dirige nuestras vidas, sino la opinión pública, que se convierte en una verdadera tiranía que anula la libertad de pensamiento y de expresión. Parece que seguimos en ese punto.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Ruta por el pasado

Monasterio de Moreruela
Hay viajes para todos y formas de satisfacer cualquier espíritu que salga en busca de emociones, especialmente en este tiempo de verano, en que parece que se afinan nuestros deseos de novedades que rompan la rutina del resto del año. No es preciso alejarse mucho; pueden estar ahí, sencillas y cercanas, pero cargadas de fuerza interior, esa fuerza intensa que solo puede dar el largo paso de los siglos. Sentado en un muro que parece resistir con el vigor que aún le queda la fuerza destructiva del tiempo, uno piensa que en España bien podría crearse una ruta de los monasterios en ruinas. Desde luego, nombres no faltarían. España es una nación de larga andadura y abundantes vicisitudes, y refleja en su cuerpo las huellas de la espiritualidad con la que las hizo frente. En las llanuras solitarias, en lo más oculto de valles aislados, escondidos en las laderas de las montañas o buscando el cobijo de los bosques, a menudo desapercibidos y casi siempre próximos al rumor del agua y alejados del rumor de los hombres, los viejos monasterios nos ofrecen los restos de su pasado esplendor como una invitación a entender un tiempo que nos resulta cada vez más alejado en nuestra comprensión del mundo. Sería tal vez una ruta para espíritus becquerianos o para almas melancólicas; acaso para estudiosos del pasado, sin más, o quizá para quien tuviera como lema aquello de sic transit gloria mundi. Lo que es seguro es que no habrían de faltarle visitantes.
Seguramente sea Moreruela, en tierras zamoranas, el mejor punto de partida en ese camino de búsqueda. Aquí el Císter levantó la obra primera y señera de su presencia en España: el gran monasterio de Santa María. Su templo se concluyó en 1168, aún antes de las abadías de Claraval y Císter. Como casa madre de la Orden, gozó de un poder inmenso sobre cuerpos y espíritus, del que es fácil hacerse una idea con sólo contemplar sus restos. Quedan en pie algunas dependencias monásticas, como la sala capitular, y sobre todo el gran ábside de la iglesia, con su magnífica girola. Es una arquitectura monumental, de asombrosa perfección técnica por su gran complejidad, y al mismo tiempo severa de aspecto, debido a la desnudez decorativa, tan propia del Císter. En el exterior, la gran cabecera se articula mediante un juego de volúmenes escalonados que le dan un aspecto austero y majestuoso, resaltado aún más por la soledad que lo rodea. Las leyes desamortizadoras se encargaron de convertir este inigualable conjunto en el campo de sombra y silencio que es hoy. Aunque, quién sabe, puede que ahora resulte más impresionante. Al atardecer, cuando las cigüeñas ya miran sólo hacia el nido y la luz rojiza del sol agranda los huecos, las ruinas de Moreruela parecen más que nunca la plasmación perfecta del media vita in morte sumus. Por el verano, los campos que rodean el recinto se convierten en un mar de amapolas.
San Pedro de Arlanza, en Burgos, puede ser otra sugerente parada. Allí, en un amplio claro junto al río, se encuentra lo que queda del gran monasterio que vivió días de gloria y poder. Luego, otra vez la Desamortización y la ruina. Y lo mismo en Veruela, Sandoval, Carracedo, Bonaval, Monsalud y otros muchos, cada uno con mil cosas que contar al visitante.