Ahora que la línea férrea de Pajares va a dejar paso a su esperada
variante, bien cabe un breve ramalazo de nostalgia por lo que ha supuesto para
todos nosotros. Este fue un camino en abierta rebeldía a los pasos de todo
caminante. Camino de leyenda, forjada como han de forjarse las leyendas de
cualquier camino para que sean creíbles: con los ayes de quienes los han andado
y los suspiros de orgullo de quienes han terminado por vencerlos. Por aquí, por
esta rara muestra de debilidad de la cordillera Cantábrica, aprovecharon los
hombres para entrar y salir de Asturias hacia el resto de la península desde
que sintieron la necesidad de comunicarse si querían sobrevivir. Lo vieron
pronto los romanos, cómo no, que abrieron por La Carisia una vía de
penetración, camino de Lucus Asturum y de Gigia. Era un camino para foráneos,
es decir, para facilitar la llegada de otras gentes; se ve que los de aquí no
sentían ninguna necesidad de salir al exterior. Luego, en los siglos sucesivos,
la empinada pendiente se convertiría en ruta de peregrinación por gracia de los
atrevidos caminantes jacobeos que se desviaban en León para dirigirse a Oviedo,
a venerar las reliquias de San Salvador. No cuesta demasiado imaginar, mirando
desde la ventanilla del tren y sintiendo la infinita pequeñez de uno ante
aquella grandiosidad, los temores y sufrimientos, la fe, la esperanza y quizá
los arrepentimientos de aquellos peregrinos atrapados en un camino hostil, sin
más defensa que su voluntad.
Pero la leyenda de Pajares la cimentó definitivamente el
ferrocarril. El que esto firma, que por algo tiene entre sus títulos el de ser
hijo de ferroviario, siempre ha visto el tren como un portador de ensueños, un
mundo misterioso en su eterno vaivén hacia lo desconocido, alimentado por
lágrimas de adioses y bienvenidas, e inmensamente bello en el hechizo de su
majestuosa figura. La idea de tener que construir un ferrocarril que atravesara
esta montaña imponía tanto respeto que durante mucho tiempo echó para atrás a
todos los empresarios. Era preciso vencer un desnivel de casi mil metros en
sólo diez kilómetros, sin pasar de una pendiente máxima del dos por ciento, y
para ello había que convertir esos diez kilómetros en cincuenta y construir un
sinfín de túneles, viaductos, terraplenes y trincheras. Es decir, había que
afrontar una de las mayores obras de ingeniería ferroviaria de Europa.
Pajares terminó por ser vencido del todo por la técnica, que
siempre avanza más deprisa que sus estáticas pendientes. La variante convertirá
el actual trazado en una curiosidad a estudiar por los interesados del mañana.
O, en el mejor de los casos, en una vía verde para desahogo de piernas y
sentimientos. O acaso en referencia de románticos.