En toda guerra se dirime siempre algo más que una conquista
territorial o la posesión de una fuente de riqueza o de hegemonía política. Eso
es lo que luego trasciende a las páginas de la Historia porque están en la base
del conflicto y son las únicas que nos sirven para explicarlo en términos
generales, pero todas presentan además otras connotaciones que se recogen casi
de pasada en las efímeras crónicas diarias y que sin embargo se repiten
constantemente en todos los tiempos y lugares. Son esas pequeñas noticias que
apenas alteran el transcurso general de los conflictos, pero que nos ponen ante
los ojos la verdadera esencia de quienes manejan la fuerza. Pasan desapercibidas
hasta que uno reflexiona sobre ellas y comprende que tanto dolor y tanta
desolación como causan solo son la parte más visible y sangrante de la maldad
que les alienta.
La noticia apenas fue una motita informativa más dentro de la gran
tragedia diaria de Ucrania: en Jerson los rusos mataron en su domicilio al
director de la Orquesta Sinfónica de la ciudad por negarse a colaborar un
concierto en honor de los invasores; se llamaba Yuri Kerpatenko y tenía 45
años. No quiso poner la música al servicio de la gloria de un tirano y le costó
la vida. El caso recuerda al del arqueólogo sirio Khaled al Asad en 2015. Tenía
82 años y había dedicado la mayor parte de ellos al estudio de la historia, la
excavación y la conservación de las ruinas de su querida Palmira. Era un
prestigioso y respetado erudito, pero los yihadistas le apresaron y le degollaron
públicamente; luego colgaron su cuerpo en la plaza y colocaron la cabeza en el
suelo junto a él. Y aquí mismo, en nuestra guerra, podemos poner el ejemplo de dos
creadores inocentes asesinados por criminales embrutecidos: Lorca y Muñoz Seca,
por decir uno de cada bando.
No ha cambiado nada. A lo largo de su historia, la humanidad ha
vivido en medio de una permanente guerra civil entre la fuerza bruta y la
cultura, y ha sido la primera la que ha obtenido siempre los triunfos
inmediatos y los más espectaculares, pero la que terminó derrotada a la larga.
Ya se sabe que la Grecia
conquistada conquistó al fiero conquistador, según el sincero verso horaciano.
La victoria siempre termina, para suerte de nuestra condición humana, del lado
de la racionalidad, pero esta victoria puede dejar muchos jirones irreparables,
sobre todo si enfrente no está sólo la ignorancia, sino el odio. La ignorancia
es fácilmente subsanable; el odio es un agente mortífero y difícilmente
destructible, y en las guerras siempre hay bestias que están hechas de odio.