miércoles, 26 de febrero de 2020

El mayor homenaje


Estamos en el año Beethoven y, como era de esperar, el mundo de la música se llena de conciertos, conferencias, publicaciones y todo tipo de actos en honor del sordo que supo convertir su propio silencio en las más profundas y bellas expresiones sonoras. Mucho se ha escrito sobre él y su obra a lo largo de estos dos siglos desde su muerte, muchos los estudios e infinitas las muestras de admiración que ha suscitado su música, pero uno cree que el homenaje más sincero y humilde que se le tributó jamás nos la da la escena que muestra a Schubert caminando en solitario detrás de su féretro el día de su entierro. Era un día de marzo vienés, frío y ventoso. El músico de Bonn había muerto el día anterior, y todo el que representaba o quería representar algo en la sociedad vienesa había acudido a despedir al hombre huraño y genial, que había llevado a la música aún más allá de Mozart y de todo lo conocido y por encima de todo convencionalismo personal y social. La devoción de Schubert por Beethoven, sin embargo, no tenía un carácter fenomenológico, sino intemporal y en cierto modo simbiótico; era la admiración de un creador por otro; la devoción profunda y silenciosa que siente el genio, aunque aún no tenga conciencia de serlo, por otro que lo es ya de modo absoluto y fecundo. En toda su vida, Schubert no se había atrevido a presentarse ante Beethoven por pudor artístico y acaso también por la fama de antisocial y de imprevisible que tenía el gran sordo; su veneración por la figura y la obra del maestro, que llegó a rozar lo obsesivo, fue siempre de condición silenciosa y tal vez algo dolorida, como lo son todos los sentimientos irrenunciables.
En aquel marzo de 1827, mientras todo el que quería hacerse ver en Viena desfilaba en el cortejo con sus mejores galas fúnebres, entre comentarios sobre la última anécdota del finado y con la cara de circunstancias que la ocasión requería, Schubert caminaba solo, detrás de la multitud, llevando en la mano su propia hacha y con sus ojillos miopes fijos en algún punto indefinido. Uno cambiaría de buena gana más de un conocimiento por saber qué pasó por la mente de Schubert en aquel momento, aunque, a falta de ello, cree que bien puede imaginarlo. En verdad, pocas imágenes de humilde admiración y homenaje callado del genio al genio pueden encontrarse en la larga crónica de las relaciones artísticas.
Schubert murió al año siguiente de Beethoven, un día de otoño, sin llegar a cumplir los treinta y dos años. Ambos descansan en el mismo cementerio.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Pecado original


A nuestros gobernantes municipales no les ha parecido nada bien la posibilidad de que la Universidad Laboral fuera propuesta como candidata a ser Patrimonio de mundial de la Unesco. El origen. Esa es la cuestión, el origen. Está en pecado concebida. De ahí que durante muchos años se la haya dejado languidecer, se haya minimizado su valor patrimonial y hasta fuera considerada por algunos como un estorbo molesto por su condición de testimonio. Se dictó contra ella la vieja condena a la "damnatio memoriae". Se la desproveyó de sus señas de identidad y se arrancaron sus símbolos y sus marcas de nacimiento para situar su origen en el limbo de la bruma histórica. Se desvirtuó parte de su función, se borraron sus referentes fundacionales, se ocultaron pinturas, se le añadieron pegotes y se quitaron motivos decorativos, con lo que dejaremos a nuestros hijos un edificio amputado y les negaremos el derecho a juzgarlo por sí mismos en su integridad original. Pero es que, además, es inútil. El conjunto de la Universidad Laboral responde a un concepto indivisible. Todo en ella, el aspecto externo, la concepción estética, la disposición arquitectónica, la simbología espacial, la finalidad, todo es claramente representativo de la ideología que la creó, y eso seguirá siendo inevitable salvo que se la destruya hasta los cimientos. ¿Para qué mutilarla, entonces? Es como pretender que un león deje de parecer un león porque se le corten cuatro pelos del rabo.
Sin duda en algunos primará una pretensión honesta de acabar con las manifestaciones simbólicas de un régimen antidemocrático, pero en otros se adivina un resentimiento que no les es posible arrancar del subconsciente. Son los mismos que se empeñan en que esté para siempre estigmatizada por su marca de origen. No importa su aportación a la formación cultural y profesional de nuestros jóvenes, ni su contribución al prestigio de la ciudad, ni su condición de último recurso de tantas familias que tuvieron en ella la única oportunidad de forjar un porvenir para sus hijos.
Es muy posible que nuestra Universidad Laboral no consiga entrar en esa selecta lista de la Unesco, pero que sea por razones puramente objetivas, según se ajuste o no a los requisitos exigidos, y no por la forma de pensar de quienes la concibieron y la levantaron. Y en todo caso, guste o no su origen, despierte o no su poderosa silueta resquemor en los espíritus más sectarios, lo cierto es que, después de 2.000 años de historia, es el único monumento notable que Gijón puede enseñar al forastero.

miércoles, 12 de febrero de 2020

El futuro como meta

Cuando uno se detiene un momento a pensar en el tiempo en que le ha tocado vivir, se da cuenta de que el transcurrir de los años es una carrera detrás de una sombra que se aleja según nos acercamos a ella. Siempre tenemos el futuro como meta, y el futuro llega y no encontramos en él más que lo que teníamos en el presente, y volvemos a preguntarnos cómo será el nuevo futuro, y los que lo vivan sabrán que resultó ser el mismo de siempre. Parece como si los años, cuando se miran en gran cantidad y a distancia de futuro, tuvieran la facultad y hasta la obligación de renovar completamente la instalación vital del ser humano. Estamos ya en el siglo XXI bien entrado, pero aún no intuimos ni por asomos al hombre nuevo que alumbrará este milenio, por muchos esfuerzos que hagamos. ¿Cómo será el mundo en el 2120? Tenemos tendencia a imaginarlo muy ajeno al nuestro, poblado por personas con mentalidad, preocupaciones e inquietudes nuevas, y en las que hasta los sentimientos serán distintos. A lo mejor es que el futuro, al contrario que el pasado, no lo tenemos, y lo que no se puede tener suele parecernos prestigiado por un cierto halo de superioridad.
Estos años de nuestro presente fueron el futuro de otros, que a su vez lo imaginaron lejano, misterioso y cumplidor de anhelos imposibles entonces. En él se adivinaba la certeza de una nueva humanidad y un nuevo contexto, como consecuencia de un progreso inimaginable, o en todo caso, con la confianza de que cumpliría alguna ambición personal no satisfecha en su tiempo. Orwell fijó en 1984 el año de la entrada del hombre en una nueva era; Clarke tomó el 2001 como la fecha en que sería posible desarrollar una complicada odisea espacial; Stendhal escribió en 1835 que el único premio que pedía era el de ser leído en 1935; Ensor, en la treintena, quiso representarse a sí mismo en 1960, cuando tuviera cien años, y naturalmente pintó un precioso esqueleto.
Todas estas fechas ya se han superado y se superarán otras tantas y otras más que las generaciones venideras fijen como hitos, y no habrá situaciones nuevas ni hombre nuevo, porque el futuro llega cada día a velocidad constante y sin darnos cuenta, de forma que nunca podremos saber cuándo entramos en él. No hay saltos ni barreras ni señales, ni siquiera las que los hombres tratamos de fijar con nuestra numeración de los años y los siglos. El hombre del 2120 seguramente se extrañará de que nosotros sublimáramos su tiempo, porque ha entrado en él con el deslizamiento imperceptible con que se mueve la vida y no ha tenido ocasión de establecer una comparación por sorpresa.
No es el tiempo el que puede alumbrar un ser humano nuevo, sino el pensamiento; un pensamiento excepcional, genial, improbable, pero sólo él es capaz de modificar el estado espiritual y la conducta de la humanidad, según se ha comprobado a lo largo de su historia. Quizá, en el fondo, a todos nos gustaría poder atisbar como será la vida de los que anden por aquí dentro de un siglo, pero, dejando fuera los aspectos tecnológicos, seguramente encontraríamos un cuadro con protagonistas ya conocidos.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Densa actualidad

La actualidad de estos días da para satisfacer de sobra el ansia que consume la opinión pública en cuanto se conecta a las redes. Viene tan cargada que se dobla por el exceso de su propio peso, como si los acontecimientos se hubieran encaprichado de este enero loco y de este febrero que no parece venir mejor. Se juntan en unos días sucesos que habitualmente sólo ocurren muy de tarde en tarde, sin dejarnos perspectiva para asimilarlos; sucesos cuya trascendencia sólo comprenderemos a la larga, sin que ahora seamos conscientes de la importancia de ser sus testigos. Luego, es verdad, el tiempo quizá les dará otro cariz, o puede que algunos se queden para siempre perdidos en los megas de algún almacén de memoria. No todos los hechos que vivimos quedan prendidos a nuestra vida, pero mientras suceden nos afectan siempre de alguna manera.
  Los británicos han consumado su "brexit" y ya están donde estaban antes de su arrebato de amor por Europa, hace casi 50 años. Lo que pareció en un principio un gesto de rebeldía grandilocuente, alimentado por el afán de seguir nutriéndose de las añoranzas del imperio y de satisfacer su carácter de oveja solitaria, terminó demostrando que no era totalmente impostado. No hubo titubeos en los ejecutores; tampoco alegría generalizada, ni tristeza que no estuviera matizada por alguna esperanza, ni más certeza que la de que ser dueño del propio destino lleva consigo la esclavitud de tener que acertar. En estos casos, más que en ningún otro, es donde el único que podrá decirles si han acertado o no será el tiempo.
De China, una vez más, nos llega un virus de esos que surgen nadie sabe de dónde, y que se extiende a sus anchas llevándose vidas, hasta que se consigue preparar la primera y más básica de las medidas de defensa: el aislamiento del foco afectado. El recuerdo de mortandades pasadas por pandemias semejantes siempre trae un eco inquietante, pero por suerte, de todas se ha aprendido. En esto sí que no puede haber discusión sobre el progreso de la humanidad. El terror medieval se ha convertido ahora en una mirada preocupada hacia un enemigo contra el que es posible luchar, y, en el caso de España, en una serena confianza en nuestro sistema sanitario.
Hay más cosas en la actualidad, claro está. Por ejemplo la grosería y mala educación, otra vez, de esos impresentables tipejos a los que pagamos suculentos sueldos por pavonearse por ahí como diputados, y se niegan a asistir a la inauguración de la legislatura que preside el rey. O la ristra de mentiras de un ministro, que a estas alturas ya ni él mismo debe de saber cuál fue la verdad de su nocturna visita aeroportuaria. O la autorizada voz de un dirigente sindicalista paleto y bien acomodado, con poco que agradecer a la madre naturaleza por las luces recibidas, insultando a los agricultores que se manifiestan por la miseria con que se paga su trabajo: "Son la derecha terrateniente y carca". Un tipo admirable.
En el lado contrario, los medios también nos han traído hechos optimistas y sucesos que nos reconfortan para el futuro. Por ejemplo... a ver... bueno... seguro que alguno hay.