miércoles, 30 de diciembre de 2020

Por fin se va

A estas alturas del año parece obligatorio echar la vista atrás y hacer un balance de su comportamiento. Viene a ser una costumbre que nos permite examinar nuestra vida por capítulos y de paso llegar una vez más a la reflexión que nunca podemos evitar sobre la brevedad del tiempo. En ninguna otra fecha como en esta nos damos cuenta de cómo se nos escurre entre los dedos. No sentí resbalar, mudos, los años. Está visto que cada vez que queramos describir los efectos del tiempo lo mejor es acudir a Quevedo.

Se va 2020 y con él un trocito más de nuestras vidas y una página escrita ya para siempre. Bueno, pues que se vaya. Que se vaya este año que nos ha dejado tantas lágrimas, tantas ausencias y tantos temores. Desde un punto de vista colectivo, porque en lo personal no cabe afirmación alguna, este 2020, con su nombre simétrico y eufónico, no va a pasar con letras luminosas a las crónicas de nuestra historia, más bien al rincón más oscuro y donde solo habita el olvido. Es el año en que despertamos dolorosamente a una realidad que no conocíamos más que de oídas y que desde entonces nos tiene en vilo el corazón. Hemos descubierto hasta dónde puede llegar la profundidad de nuestra condición de seres vulnerables; hemos comprobado que no tenemos respuestas para todo y nos hemos confirmado en la idea de que solo la ciencia puede poner algo de orden en aquello que el azar descompone. Hemos vivido el miedo de cerca y la angustia de ver cómo se resquebrajaba la esperanza del bienestar del mañana al tambalearse los pilares económicos de nuestras ciudades. Y también, al mismo tiempo, hemos encontrado héroes que nos han descubierto el valor de la solidaridad y del sacrificio por los demás. Ha sido el año de los abrazos que no dimos y de las muestras de afecto aplazadas, pero, quizá por eso, el de ver cómo se avivaban sentimientos que nunca habíamos echado de menos porque los podíamos satisfacer con total libertad. Eso aprendimos, el valor de lo que teníamos sin darnos cuenta.

Y también el año en que parece iniciarse en nuestro país un desgarro de la conciencia nacional, al amparo de la debilidad de un gobierno dispuesto a conceder a sus indeseables socios todo lo que le pidan con tal de mantenerse en el poder, aunque sea a costa de abrir peligrosos frentes que nadie sabe a dónde nos pueden llevar.

Pues eso, que se vaya de una vez este año bisiesto de tan mala memoria y vamos a confiar en su sucesor, que puede que no tenga un nombre tan redondo, pero seguramente será más amable con nosotros.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Navidad inédita

Qué extraño se me hace hablar este año de la Navidad. Un tiempo en el que en el artículo que escribo cada año he de seleccionar palabras y conceptos porque desbordan su espacio, ahora se vuelve árido y seco, como uno de esos paisajes que siempre deslumbraron por su belleza y que ahora aparecen marchitos por alguna catástrofe. Y sin embargo, siguen ahí, con su fascinación escondida. Porque, a pesar de todas las circunstancias que la rodeen, por adversas que sean, y estas lo son, la Navidad es una fiesta bella y alegre, necesaria en sí misma, de modo que habría que inventar algo semejante si no existiera. Un tiempo que equilibra los desasosiegos y bajones de ánimo de otros momentos con su mensaje generador   de ilusiones y buenos propósitos, lleno de sugerencias y deseos de buena voluntad. Tanto para el creyente, que ve en el misterio del portal el alimento de su fe, como el que la vive como un simple festejo de convivencia social y familiar, en su nombre se expresan las aspiraciones, aunque sea en modo de simple evocación, a un tiempo lo más aproximado posible a la idea de felicidad. Cómo no vamos a necesitar eso. Aún oculta bajo una terrible cara de miedo y dolor, sentimos que no podemos prescindir de ella y que, con todas las dificultades que se nos impone, queremos notar su presencia en estos días.

Nada la identifica más que las palabras paz y felicidad puestas en todos los labios como un deseo universal. Bajo la forma de un amable cumplimiento social, son la expresión sincera de una aspiración que nos indica la necesidad que tenemos de ella. Del afán de sosiego que necesitamos en medio de tanta turbulencia artificiosa, que este año se añade a la que un caprichoso virus nos impone. Ojalá traiga paz interior a los políticos obsesionados por la pasión del poder, que no vacilan en poner en riesgo realidades sociales sólidamente asentadas, con tal de satisfacer sus ambiciones personales. A los de la crispación continua, a los de las declaraciones desestabilizadoras, que pretenden llevarnos a épocas y sistemas de otro tiempo, que fracasaron sin remedio. Que sean días de paz para sus inquietas mentes y sus agitadas aspiraciones.

En esta Navidad atípica, sin besos ni brindis, con el temor aleteando sobre los reencuentros y con el número de participantes tasado, seguramente adquirirá más valor su esencia eterna, hecha de recuerdos infantiles: músicas alegres, juegos, dulces, regalos, la burra que iba a Belén, correr a abrir la puerta a los abuelos y, al cabo de unos días, el milagro siempre renovado de la madrugada de Reyes. Por ello, y a pesar de todo, Feliz Navidad.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Cuando acabe la pandemia

 Mi amigo tiene las ideas claras; siempre las tuvo, pero parece que ahora, tras la experiencia semieremítica de la pandemia las tiene todavía más definidas. Está la mañana envuelta en una calima grisácea, desdibujada la línea del horizonte y con los sentidos preparados solo para percibir lo cercano. Quizá porque todo invita a la introspección o porque los deseos cuando se convierten en palabras parecen más próximos a su cumplimiento, mi amigo me habla de las primeras cosas que piensa hacer en cuanto acabe esta pesadilla. Veo que necesita decirlo, aunque no sea más que por establecer prioridades cuando llegue la liberación:

-Lo primero, buscar el abrazo de los míos. Abrazarnos sin limitaciones, valorar ese contacto físico que nos estuvo prohibido. Besar y tocar a los que quiero, sobre todo a los niños. Esta maldita epidemia nos está privando de los momentos más gratificantes que se pueden disfrutar a esas alturas de la vida: la relación con los nietos, sus risas, sus caricias, sus camelos. Momentos que son irrecuperables, porque en este punto el tiempo pasa deprisa y cuando uno quiere darse cuenta, ni ellos son ya los niños que se sentaban en las rodillas ni nosotros vemos el fin con la distancia de antes. Volver a poder reunirnos para comer juntos cuando queramos, celebrar los cumpleaños como siempre, poder despedir a los que se van.

Volver al café de media mañana, en la cafetería de siempre y con el periódico de siempre y decir sí a un amigo que me llame para salir a picar unas tapas. Me he dado cuenta de la fuerte dependencia que tenemos de las costumbres, cómo notamos no poder practicarlas y con qué intensidad las retomamos cuando vuelva a ser posible.

Ir al primer partido de fútbol que haya, a cualquier manifestación o a cualquier conferencia, no porque me interesen, porque raras veces lo hice cuando podía, sino por estar rodeado de humanidad, por sentirme miembro del rebaño, por palpar la presencia cercana de mis semejantes. Yo, que siempre me tuve por algo antisocial. Voy a tomarlo como una de las enseñanzas de este virus

Y viajar. Ir con quien quiera y por donde quiera sin cierres perimetrales ni controles ni toques de queda. Ir y encontrar todo abierto, dispuesto a acogerme, a darme un café o a ofrecerme un servicio. Desquitarme de tanta caminata circular y de tantas persianas bajadas.

Todo eso haré. Ya ves qué pocas pretensiones. Solo volver a lo mismo. Qué valor adquieren las cosas más insignificantes cuando se pierden; qué poca estima concedemos a lo que nos es dado de suyo; qué de enseñanzas podemos sacar de todo esto.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Una relectura

Están tristes los días, con las huellas de la borrasca invernal que los ha teñido de gris y de melancolía. Tristes por la borrasca política que algunos de nuestros gobernantes se esfuerzan en alentar con su empeño por destruir todo lo que nos hemos dado en su día con ilusión de primerizos y ha funcionado más que aceptablemente hasta que ellos llegaron. Tristes por la borrasca de la epidemia que no cesa, que nos angustia con su reguero de muertes, nos cambia los usos y las costumbres, nos trae nuevas preocupaciones por el mañana y nos recluye en nuestro ámbito como nuevos eremitas. Contra la primera nada podemos hacer, contra la segunda podemos acordarnos de ellos ante la urna en la próximas elecciones, y contra la tercera nos queda la esperanza de una pronta respuesta científica y, entretanto, la oportunidad de aprovechar el obligado retiro para ampliar el campo de nuestros gustos con nuevas experiencias culturales, o quizá recordando algunas ya vividas. Releer libros, volver a ver esa película que no entendimos en su día, explorar nuevos géneros musicales -acercarse por ejemplo a la zarzuela o la ópera-, profundizar en la obra de un artista. Seguro que la experiencia da frutos gratificantes. Si no podemos salir, al menos aprovechemos las posibilidades que nos ofrece el interior. 

He vuelto en este tiempo a visitar a algunos autores que siempre he apreciado, pero que tenía algo olvidados, como esos familiares a los que quieres pero que nunca encuentras momento para ir a ver. Estos días he estado releyendo a Larra y he comprobado que es una de las mejores cosas que uno puede recomendar para ocupar el ocio, si no fuera porque sabe que los ocios suelen ir en una dirección bien distinta. Larra es una de esas figuras que cualquier literatura quisiera tener y pocas tienen; una piedrecita metida en el zapato, bella como un diamante, pero que te recuerda su presencia cada vez que pisas. Larra es la pieza necesaria para cerrar una literatura de modo definitivo y convertirla en algo completo en sí mismo. Cuántas meditaciones literarias y sociales cabe hacer, a la vista de sus obras, dos siglos después de su muerte. Larra fue un hombre de agudeza inusual, casi excesiva para su tiempo, de tal modo que sus apreciaciones podrían alcanzar más efectividad en el siglo siguiente y en el nuestro que en el suyo propio. Y aun dejando a un lado algunos de sus tópicos más conocidos, el lector casi desea que esos artículos hubieran aparecido en la prensa de esta mañana, en lugar de hace casi doscientos años. En su lucha contra la mediocridad y la estupidez hoy habría tenido el mismo trabajo.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

El último exceso

Hay por ahí una fotografía, entre un millar de otras parecidas, que, vista sin palabras al pie, pondría el corazón del que la ve en el más alto extremo de la compasión por un semejante. Está tomada en una plaza de Buenos Aires. Son dos personas, una mayor y otra más joven, llorando desgarradamente y abrazándose con fuerza, como si quisieran fundirse en uno solo. El mayor muestra en el rostro una desesperación extrema: la cara levantada, la boca abierta; se adivina el grito que sale de su garganta; es la imagen de la desolación más absoluta. El más joven esconde su cara en el pecho del otro y solo deja ver unos ojos que traslucen el dolor de un drama sin consuelo posible. Los brazos de cada uno se aferran al otro como vasos comunicantes de una pena infinita. Se diría que la vida se ha acabado para ellos. 

No es el dolor nacido de una gran catástrofe colectiva ni de una matanza terrorista ni por alguna gran desgracia que esté acabando con la ciudad; es que ha muerto un jugador de fútbol. Se ha detenido su país como atenazado por la sorpresa, a pesar de que todo él llevaba ya mucho tiempo siendo la crónica de una muerte anunciada. Resulta difícil de entender tanta desmesura como no sea atendiendo tan solo a los rincones más complejos y ocultos del interior del ser humano, allí donde se esconden las emociones más primarias, esas que no tienen explicación racional ni lógica. Esas que se escapan a cualquier análisis, pero que nos sirven para dar salida a nuestra necesidad de escape pasional. 

No fue ni mucho menos el que más títulos consiguió, más bien fueron pocos, ni el que más goles marcó. Eso sí, fue autor de uno que todos vimos hasta el hartazgo y de otro que nunca debió serlo porque lo marcó con la mano. A este le llamaron el de la mano de Dios, al otro el gol del siglo. Luego, como entrenador fue un fracaso absoluto. Pero sobre todo fue un fracaso en su vida personal y un pésimo ejemplo para los niños y jóvenes. Si de Valle se dijo que era eximio escritor y extravagante ciudadano, de este cabría decir que fue un buen futbolista y un ciudadano impresentable. Y sin embargo fue venerado literalmente como un dios y ensalzado hasta el ridículo, como el de aquel locutor que, cuando el famoso gol, parecía romper el micrófono con sus gritos desaforados preguntándose de qué planeta había venido, llamándole barrilete cósmico y desgañitándose entre lágrimas. Y eso que era uruguayo. 

Pisó todos los lodazales y fue una triste víctima de su propia debilidad, pero uno cree que merece un recuerdo agradecido por lo feliz que hizo a los aficionados al fútbol y por la cuota de orgullo perdido que devolvió a sus compatriotas.