miércoles, 28 de mayo de 2014

El misterio del fútbol

Dicen que en última instancia el fútbol no es más que un juego, pero nadie explica dónde hay que situar esa instancia última. Muy lejos, supongo, a la vista de lo que implica cualquier partido de esos que tienen el sello de trascendentales, y no digamos si encima cuentan con el añadido de una rivalidad crónica. Algo más que un juego debe de ser, o al menos un juego fuera de la definición de los manuales al uso, cuando es capaz de producir efectos tan intensos, tan variados y tan determinantes, tanto en el ámbito individual como en el social. Esas riadas de gentes que se desplazaron a Lisboa por todos los medios, son todo un argumento. Podrían haber visto el partido desde su sofá, pero han preferido afrontar un viaje incómodo, un gasto dictado por los aprovechados de turno, horas de cansancio e insomnio y la posibilidad de que en el regreso se añadieran a todo eso las lágrimas de la desilusión. Pocos acontecimientos podrían provocar algo parecido. Si esto es un juego, vamos a creer que es verdad que el nombre primario de nuestra especie es el de homo ludens.
Este deporte de factura elemental, infantiloide en su concepto, con ciertas reminiscencias bélicas, que tardó una eternidad en aparecer en la vida de la humanidad, que se resiste a cualquier innovación tecnológica porque piensa que en la debilidad de un juez humano y en las injusticias que esto conlleva estriba la pasión que lo alimenta, acaso sea un modo perfecto para dar cauce a la condición violenta que es inherente al ser humano. Como todas las cosas trascendentes, es capaz de actuar, para bien o para mal, en los escondrijos de la memoria durante toda la vida y de despertar adhesiones y fobias inmunes a toda mudanza, pasiones indelebles que ni el ser más querido podría suscitar. Así que esa afirmación de que el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes suena bien, pero no es cierta, porque se nos muestra como más importante que otras cosas importantes. En esa multitud de rostros demudados por la tensión subyace esa oculta fuerza que es capaz de convertir las calles de una ciudad en un hormiguero de gentes unidas por un solo sentimiento. Aun desde la distancia emocional, bendito juego que en los triunfos inunda a millones de almas con una explosión de alegría capaz de empequeñecer por un momento cualquier preocupación, y en las derrotas aporta un dolor que pronto evoluciona en esperanza. Y siempre, su seguimiento alivia los sinsabores y contratiempos de la vida de sus devotos. Hasta consigue dar al medio que lo retransmite su mayor índice de audiencia.
Y, vista la importancia universal que se le prodiga y los esfuerzos que se hacen desde las instancias de poder para atraer sus grandes acontecimientos, algo tendrá que ver con el prestigio del país, con el orgullo patriótico y hasta seguramente con el índice del PIB. Alguien me recuerda que, ahora mismo, todos los títulos posibles del fútbol universal, el campeonato mundial y el europeo de selecciones nacionales y los dos continentales de clubes, están en manos de equipos españoles. Pues también es Marca España.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Ese extraño museo

Con su arquitectura de perfiles extraños y líneas arrugadas, como si el edificio hubiera sufrido una tremenda colisión frontal, Frank Gehry ha obtenido el Príncipe de Asturias de las Artes. Para nosotros, Gehry es el museo Guggenheim de Bilbao y, si acaso, su secuela epigonal, una bodega vinícola; el primero, sobre todo, ha eclipsado toda su obra restante. Uno debe confesar que no siente ninguna debilidad por esa mole que se alza junto a la ría, aunque tampoco tiene nada especialmente en contra. Lo único que le inspira es una breve reflexión en general sobre la relación entre el continente y el contenido. En este caso, del continente poco hay que decir, porque es obvio el impacto de su presencia. A eso se añaden simbolismos adecuados y explicaciones retóricas, por ejemplo que el empleo del titanio alude al pasado siderúrgico de Bilbao, como si el hierro tuviese algo que ver con el titanio, y ya está instalado firmemente en el mapa físico y sentimental de la ciudad.
Otra cosa es la función para la que fue concebido, porque su carácter pretendidamente subvertidor, apoyado en una facilona ambigüedad entre la arquitectura y la escultura y pensado para provocar inmediatas admiraciones, no es otra cosa que un producto más de un nuevo modelo conceptual basado en el trastrueque de la relación orgánica entre las obras de arte y el marco que las acoge. El envoltorio adquiere todo el protagonismo en detrimento de lo envuelto. La cáscara del huevo se convierte en algo de mayor importancia que la yema. El museo se concibe como algo para ser exhibido por sí mismo, independientemente de la obra que vaya a acoger. El edificio ya es la obra; lo que se muestre dentro es secundario con relación a ella; lo mismo puede ser una retrospectiva de Moore que una exhibición de montajes electrónicos. Con una apropiada labor comercial, esto tiene entre sus consecuencias la de lograr una popularidad poco frecuente en el ámbito habitual de lo museístico, aunque con un orden de valores inverso. Si se preguntara a cualquier visitante del Guggenheim, e incluso a los ciudadanos de Bilbao, por el arquitecto que lo construyó, quizá muchos diesen su nombre, pero si se les pidiese que digan el de algún artista que tenga su obra allí sólo tendríamos un encogimiento de hombros. La función básica del museo, aun con todos los matices revisionistas que se quieran, se diluye y se empequeñece hasta convertirse en un apéndice menor del conjunto. Es casi como decir que un cuadro no sería nada sin la espléndida moldura que lo enmarca.
Por encima de cualquier accesorio externo y por espectacular que sea, los principales valedores de un museo de arte son las obras que alberga y los artistas que las crearon. Es lo que le da valor, no el producto de megalomanías urbanas y edificios aparatosos que tratan de escapar a su natural condición contingente. Convertir el acto íntimo de la contemplación de una obra de arte en un espectáculo de parque temático puede que sea un gran negocio económico y propagandístico, pero es también una forma de subversión. Una caja de caudales puede estar decorada con preciosos colores, pero lo que importa es lo que guarde en su interior.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Un comensal más

En una de esas manifestaciones que agobian cada día nuestras calles, entre la marea de pancartas con los gastados ripios y eslóganes de siempre, podía leerse una que destacaba entre las demás precisamente porque no tenía ningún carácter reivindicativo: “Apaga la tele y enciende tu mente”. Sabio consejo. Una de esas recomendaciones que se hacen a quien uno quiere bien. Porque, salvo excepciones de algún espacio concreto, casi siempre de la mano de la cadena pública, de algunas series de calidad, y dejando al margen el caso de las temáticas, el contenido de un día cualquiera en la pequeña pantalla es para cerrarla bajo siete llaves y buscarse otra forma más gratificante de perder el tiempo; no puede ser difícil. Cuánta vulgaridad y qué poco talento. La originalidad se confunde con la zafiedad, la burla de las creencias y sentimientos de muchos se tiene por gracia ingeniosa, insistir continuamente en todo lo negativo que tenemos y omitir todo lo que pueda darnos esperanza se considera un timbre de modernidad. A la lengua española se la desprecia maltratando su sintaxis y reduciendo su léxico en favor de absurdos anglicismos; hasta se le niega el derecho a nombrar con su propia denominación a algunas ciudades españolas. Las tertulias son un retablo de tipos que pululan por ellas con sus conocimientos universales e inagotables y que enseguida publicarán un libro. Y los informativos, desfasados en su formato, lentos, reiterativos, parciales, abrumados de carga política, cargantes de declaraciones inanes. Esta es la televisión que, según las encuestas, muchos tienen como única fuente de adquisición de cultura.
El caso es que su omnipresencia es aplastante. En la mayoría de restaurantes, por ejemplo, no falta el dichoso aparato en el comedor como un comensal más. Y eso que si algún enemigo tiene el buen comer es la televisión. Tratar de saborear unos langostinos oyendo a esa chica del informativo de la Sexta que cada día nos cuenta lo mal que hacemos todo, o a las del conventillo de turno de Telecinco insultarse a grito pelado, parece metafísicamente imposible. Al hostelero eso no suele importarle nada; por mucho que uno se lo pida jamás apagará el aparato. Ni siquiera aunque el que lo solicite esté solo en el comedor y le diga que no quiera ver la maldita televisión. Alguien me explica que algunas cadenas le pagan por tenerla conectada y así contribuyen a aumentar los índices de su audiencia. No sé, pero desde luego cada vez ponen más; hay establecimientos que tienen hasta cinco aparatos, todos encendidos, por supuesto. Si esto es así, poca credibilidad cabe dar a tales índices, porque fuera del fútbol nadie atiende jamás a la televisión en un bar. Y hacen bien, desde luego, porque a un bar se va a pasar un momento distendido, a charlar con alguien o simplemente a leer el periódico mientras se toma la bebida preferida, pero no a que le den a uno la misma tabarra que en casa. Sé de alguno que ha adoptado la norma de no ir jamás a un restaurante que tenga un televisor en el comedor; prefiere comer un bocadillo en el parque. Dice que es su forma de contribuir a mejorar un poco el mundo.