miércoles, 24 de noviembre de 2010

La vulgaridad como refugio

Es tan grande nuestro miedo a encontrarnos solos que buscamos refugio en la vulgaridad. Lo dejó escrito Petrarca hace ya siete siglos, así que también en su tiempo debió de vivir la deriva de una sociedad hacia su degradación. Muy grande debe de ser el miedo de la nuestra, porque estamos asistiendo al triunfo absoluto de lo cutre, lo inmundo y lo fétido. Peor aún, a su normalización. Peor aún: a su instalación como categoría propia. Es un espectáculo continuo, que hace pensar que, si esto es lo que nos ha traído la generalización de las comunicaciones, quizá habría que lamentarlo por lo que afecta a la salud intelectual de la ciudadanía. Ahí tenemos, en cualquier revista, en cualquier pantalla y a cualquier hora, a todas las figuras que marcan la pauta social en el país en cuanto a popularidad y fama. Personajes que subastan su dignidad al mejor postor, gentes que venden su intimidad por un cuarto de hora de gloria, figuras cuya gran fama consiste únicamente en haber practicado con asiduidad el adulterio, la infidelidad y la mentira, y en saber venderlo a los bobos. Un torrente de mal gusto, verdadero monumento a las cloacas. Todos ellos embolsándose cientos de millones, que en definitiva es lo único que se busca.
Se silencia al que habla a la inteligencia, por favor, no moleste, que eso no motiva a la masa y no da dinero. Aquí sólo importa fomentar el culto a lo más primitivo del ser humano. Evidentemente, entre un filósofo que trata de darnos una respuesta a la gran incógnita de la vida y alguien que tiene por oficio el subir y bajar de las camas ajenas, no hay color. No cabe ni siquiera plantearlo.
Dejemos a un lado si es un atentado contra la moral para no dar opción a quien alguien salte con el consabido argumento de la relatividad de ese concepto, pero lo que no cabe perdonar es que sea un atentado contra la estética. Pues hasta eso es.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Balada de otoño

Bosque de otoño, sembrado de las ilusiones que se van muriendo, bosque sabio. El símbolo, hoja dorada de tantas metáforas que alientan nuestra pobreza expresiva, lo ha inundado todo, se ha hecho con el aire y la tierra y, sin embargo, qué luz es capaz de dar la buena predisposición de ánimo entre tanto ocre marchito. Está tibio el aire, dormida la tierra y dormido el olor de los espinos. Hay una carretera en la ladera lejana, pero hasta aquí sólo me llega su silencio. Está tragándose sus propios ruidos, allá ella; si no me lanza más que su imagen muda no habrá por qué odiarla. Sé que este seno es eterno y ha cobijado pensamientos diversos y que incluso algunos de ellos se han atrevido a materializarse en ideas y formas que sólo a la cultivada mente del hombre pueden interesar. Pero hoy no quiero ser una mente cultivada, me niego, y me siento en el musgo y dejo que la humedad fije la realidad de mis divagaciones.
Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.
El sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. No hay sendero menos libre para elegir su apariencia. Me llega ahora un perfume de helechos, amable y complaciente el bosque con los que renuncian a ser ambiciosos, porque al ambicioso que se apoderó de los sencillos corazones de su pueblo para emplearlos en su propio provecho no le será permitido oler el aroma de los helechos, sino el hedor de las cárceles que creó. Tampoco a la sombra cobarde que aprovecha la oscuridad para romper la esperanza de cuerpos apenas iniciados o la nuca de alguien que ama y es amado, le será dado oler más que la putrefacción de sus propias entrañas. A los que el hambre mata o el terremoto deshereda, sí. A esos puede que sí.
Así me parece en esta tarde de otoño ya maduro, en la que el aire de algún confuso propósito me ha traído hasta el claro de un bosque, en el que, de vez en cuando, aún pasa revoloteando una mariposa blanca. Ya no quedan flores en el suelo ni fresas silvestres ni ardillas temerosas en las ramas; en el canto de los pájaros hay una cadencia de despedida. Siento ganas de internarme por la hojarasca, pero me quedo donde estoy, a cuestas con una extraña mezcla de bienestar y desasosiego. Han caído para siempre las hojas, pero los rayos de sol siguen con su poder de siempre. A lo mejor, la ansiada explicación universal comienza en aquel silencio de colores.