miércoles, 31 de julio de 2013

Lo que nos sale del corazón

La solidaridad es un bien intangible que no se cotiza en los mercados ni influye en las cifras económicas ni es tenido como activo en ningún balance de esos que manejan los mercachifles del dinero, pero constituye la riqueza más hermosa y noble que puede tener un país. Y de eso los españoles tenemos a espuertas. Digámoslo con orgullo. Solidaridad y generosidad; por algo somos el primer país del mundo en donación de órganos. Ha pasado ya una semana desde aquella tarde que nos encogió el alma y aún quedan grabadas -y quedarán mucho tiempo- en esa pantalla interior que todos necesitamos mirar, hecha de memoria y sentimientos, las imágenes que acompañaron a la tragedia como un grito enronquecido de esperanza en medio de tanto horror: las de aquellas personas de toda condición que esperaron horas y horas en la noche para donar su sangre, profesionales que acudieron a sus puestos sin mirar horario ni vacaciones, enfermos que pedían el alta voluntaria para dejar libres sus camas, hoteleros brindando sus habitaciones a quien lo necesitara, gentes de toda clase aportando lo que estaba a su alcance, mantas, vehículos, herramientas, consuelo. Y todos con la naturalidad que da lo que brota directamente del corazón, sin miradas a la cámara, haciendo propio el dolor ajeno, dando el exacto significado a la palabra compasión, padecer con.
A diferencia del nacer, morir es un acto solitario, en el que nadie más que uno mismo es necesario. Quizá sea esa la mayor angustia del hombre en su momento supremo, y seguramente tener al lado a un semejante, aunque sea un rostro desconocido, sentir una caricia sobre la frente, unas palabras amables, una mano apretando la mano, sea el regalo más sublime y trascendente que podemos dar y recibir en nuestra vida. Justamente en su instante final.
La vida es la ruleta en que apostamos todos y el azar lanza sobe el tapete las bolas con los ojos tapados. Las de aquella hora maldita fueron a señalar a ochenta seres que no tenían más propósito en aquella gozosa víspera de fiesta que el de descansar un momento del ejercicio de la vida cotidiana o acaso el de dar una alegría a sus seres queridos y lejanos. Luego, el dolor, las lágrimas, las preguntas y la nueva realidad, ya con vacíos irrellenables. Acaso sea ese el sentimiento más desolador, sólo inmediatamente detrás del dolor, aunque, bien mirado, viene a ser lo mismo.
Dicen que la solidaridad tiene una motivación genética, con una clara función de preservación de la especie, pero a uno le parece una explicación demasiado mecanicista. Nuestros sentimientos son algo más que unos tornillos que estructuran la ciega máquina de la vida. Ayudar a un moribundo en sus últimos momentos no contribuye a la pervivencia de la especie; es una muestra de ese impulso misterioso que nos hace ver en un semejante una imagen de nosotros mismos, eso que han hecho suyos como un mandato todos los códigos religiosos y morales. Y que se callen los mezquinos de siempre. Despreciados sean todos aquellos que intenten sacar algún rédito, sobre todo político, de este accidente. La ruindad se hace aún más odiosa ante la grandeza de la generosidad.

miércoles, 24 de julio de 2013

La revolución tecnológica

La fascinación que ejerce la tecnología sobre todos nosotros, y en cada momento sobre la generación correspondiente, tiene algo de fe mística a prueba de toda contradicción. Le hemos otorgado un carácter sotérico, no ya salvador de nuestras almas, que poco tienen que ver con ella, sino de nuestro futuro y de nuestro bienestar. De qué careceremos, que siempre hemos estado necesitados de alguien que redima nuestro presente, a cambio de entregarle lo mejor de nosotros mismos. A principios del siglo pasado, en medio de la primera gran revolución tecnológica, un gran número de creadores la contemplan con atónita admiración y se entregan a la glorificación de ese mundo maravilloso que parece prometer la redención total del hombre. Un mundo nuevo en el que, por sus propios rasgos esenciales, el artista sólo puede permanecer desde el exterior admirándolo. Nacen movimientos artísticos rendidamente entusiastas, cuyos nombres ya son definiciones, como el maquinismo o robotismo y el futurismo. El rudo Léger afanándose en plasmar en el lienzo el culto apasionado que siente por la máquina; Marinetti sentenciando que un coche corriendo rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia. Hoy miramos con una sonrisa de condescendencia el manifiesto futurista y la ardiente retórica con que puede envolverse un puñado de sandeces convertidas en ingenuos propósitos, por fortuna inalcanzables.
En los últimos treinta años, la explosión tecnológica nos ha convertido el mundo en un lugar hasta entonces sólo intuido en las novelas de ficción, pero aún no sabemos el precio que habremos de pagar. El tiempo de una generación es corto para eso, aunque sí podemos intuir algo en esos niños y jóvenes cada vez más aislados en su mundo circunscrito a una pequeña pantalla. También se notan ya los efectos en la sociedad, por ejemplo en el aumento del paro. Por poner un caso, el de los bancos, que antes era un sector gran generador de empleo y ahora apenas necesita más que programas informáticos; eliminaron empleos, pero los clientes no notaron que disminuyeran los gastos que les cobraban por sus cuentas; más bien al contrario. Y ahora se está comentando el caso de Detroit y cómo una carrera hacia el futuro puede llevar al abismo. Cuando los trenes circulen ya sin conductor, nos admiraremos de que los avances técnicos hayan conseguido tal maravilla y después pediremos cuentas al gobierno por el aumento del paro. Puede que alguien de esos que van al fondo de la noticia se pregunte qué se ha conseguido con eso y en qué ha mejorado el viajero. Se ahorran costes, le dirán. Pues puede, pero se los ahorrará la empresa, porque la sociedad los verá incrementados al tener que hacerse cargo de más parados.
Los avances tecnológicos son imparables y en algunos casos, como los referidos a la salud, vitales, pero en otros habría que plantearse reflexiones globales. Puede que se esté acercando el momento en que la principal función de la tecnología de mañana no sea ya satisfacer las necesidades del momento, sino reparar los daños causados por la tecnología de hoy.

miércoles, 17 de julio de 2013

Escapada romana (II)

Desde cualquiera de las colinas que la rodean, el Janiculo por ejemplo, la Roma antigua desaparece en la distancia; sólo se hace visible la Roma caput christianorum, un perfil de cúpulas que parecen rendir sumisión a una que lo domina todo: la del Vaticano. Es imposible ir a Roma y zafarse de su atracción; por fuerza se acabará entre los brazos de la gran columnata como paso previo a la entrada a un mundo singular e inigualable.
Detrás de su mampara de cristal, la Pietá de un Miguel Ángel joven soporta miles de flashes y de miradas entre curiosas y embebidas; en la capilla Sixtina, los frescos de un Miguel Ángel en plenitud no soportan flash alguno, pero sí la contemplación de ojos indagantes. Los amigos de la anécdota buscan en el infierno del Juicio Final el rostro del cardenal Cesena, convertido en Minos por haber criticado a Miguel Ángel; la mayoría fija sus ojos en la bóveda, en esos dos dedos estirados que, como un arco voltaico, no se tocarán jamás. Abajo, en la cripta, los fieles pasan de largo ante las bóvedas que albergan las tumbas de unos cuantos papas y buscan la de Juan Pablo II; muchos musitan una oración. Si se tiene la osadía de subir la endiablada escalera que lleva hasta la linterna de la cúpula, posiblemente el cuello exigirá un masaje después de tanto inclinarse para adaptarse a la curvatura de la semiesfera, pero los ojos tendrán ante sí el espectáculo de ver a Roma entregada y silenciosa a los pies. Esta sí que es colina de altura. Desde ella se divisa un panorama más amplio aún que desde la del Capitolio, un panorama que abarca todo el planeta, en mayor o menor medida, y que lleva ya más de veinte siglos de atenta contemplación. Si las referencias son imprescindibles para tratar de luchar contra el desorden al que estamos abocados, esta cúpula, de la que alguien ha dicho que parece tender a lo absoluto, lo es en grado supremo para mil millones de conciencias. Una cúpula levantada para cubrir la tumba de un pescador de Galilea.
Todo aquí es grandioso, todo magnificente. Los fines, los motivos, la arquitectura, los nombres de los artistas, los museos, la biblioteca, las pinturas y las esculturas, los materiales, la plaza, las perspectivas, todo único y absolutamente inencontrable en otro sitio, como no podía ser menos. Y también únicos su forma de gobierno, su modo de elección, su guardia, su poder. ¿Dónde están las divisiones del papa?, preguntaba un desafiante Stalin. El más ignorante de los fieles podría darle la respuesta nada más cruzar el umbral de la basílica.
A la salida, el sol romano parece ser aún más luminoso. Uno se queda en el atrio y se entretiene leyendo los nombres grabados a cuchillo en las columnas. Los hay a docenas, algunos de más de trescientos años de antigüedad: G.K. 1674; Girolamo Faggi, an D 1706; Bartolome Berluchi, 1735. ¿Quiénes fueron? ¿Qué queda de ellos? ¿Qué poderoso afán de inmortalidad les impulsó a dejar su nombre allí, como una lápida conmemorativa hecha para siempre mientras San Pedro exista, como un autohomenaje que si ellos no se hacían seguramente nadie les habría hecho? Ay, esa dichosa extraversión latina que nada se puede guardar para sí y que a tantos errores puede conducir.

sábado, 13 de julio de 2013

Escapada romana (I)

En la colina del Capitolio se viene a resumir todo lo que el visitante primerizo espera de Roma. Mira a un lado y ve el inmenso escenario de lo que fue la Roma imperial: los Foros, el Coliseo y el Palatino. Mira al frente y se encuentra con la majestuosa figura de Marco Aurelio, el emperador filósofo, en el centro de una plaza diseñada por Miguel Ángel cuando la ciudad volvió a ser la señora del mundo. Mira al otro lado y ahí está ese aplastante monumento a la unidad italiana, incongruente con el lugar. Y si busca miradas más humildes, ahí tiene la columna con la Loba Capitolina, o la roca Tarpeya, donde eran despeñados los condenados y desde la que Nerón contempló el incendio de Roma. En el Capitolio, por haber, hay hasta uno de los mayores símbolos de Roma, según este viajero: una fuente. Una fuente sencilla, de esas con orificio en la parte superior del caño para comodidad del usuario, una fuente que sirve para lo primero que tiene que servir toda fuente: dar de beber al sediento. Roma es la ciudad más generosa con la sed del visitante que uno conoce. Le ofrece fuentes por cualquier rincón, fuentes de agua fresca y sin el menor sabor, como debe ser el agua. Simples, con tan sólo un caño y una sencilla pileta; más decorativas, como la de la Piña o las Tiaras, y, por supuesto, monumentales, las que alegran los ojos en vez de la garganta: Trevi, Tritone, Acqua Paola y otras, pero esas ya son sólo para saciados y nada tienen que ver con la tercera obra de misericordia. Respighi fue un ingenuo al querer reflejar en su poema sinfónico el encanto de las fuentes de Roma, porque, por mucha música con que se las pretenda describir, la música está en las propias fuentes.
Desde cualquier punto del Tíber entre el Campo de Marte y el Vaticano, la perspectiva quizá no tenga semejanza con ninguna visión urbana de Europa. Puede andarse una y cien veces y preguntarse cómo una serie de circunstancias acumuladas dieron lugar a algo tan unitario. O a lo mejor es que el transcurso de la Historia es, de por sí, la mayor mente dirigista. Hay otras perspectivas, como la de la plaza del Popolo, pero están más hechas a voluntad y no desprenden ese grato olor a casualidad, que es una de las más placenteras sorpresas que pueden aguardar al viajero. Al fin y al cabo, Roma es, más que ninguna, una ciudad ideológica. Los impactos de cada voluntad que la ha gobernado se reflejan en ella con mayor nitidez que en otras. Además, al tratarse de una urbe que ocupó en todo momento un puesto de protagonista, los criterios ideológicos se han impuesto en ella con más fuerza que en ninguna otra. Y como, por efecto de su larga historia, esos criterios tuvieron que ser por fuerza opuestos y además mantenidos por los dos poderes más fuertes que conoció Europa, el resultado es una ciudad en la que cualquiera puede advertir de inmediato que su enorme personalidad consiste en ser una plasmación física de esas ideologías. Podemos traer infinidad de símbolos, pero quizá ninguno mejor que el Panteón y San Pedro. O el Laocoonte y el Moisés, o el Ara Pacis y la puerta del Filarete.
Y el Tíber, callado y ajeno, de todos siempre.

miércoles, 3 de julio de 2013

Los impuestos

Anda la Agencia Tributaria con el instinto cazador más activo que nunca, como un lince con apetito en busca de las presas que corrieron a esconderse detrás de los árboles. Ya ha atrapado a unas cuantas, algunas de amplia resonancia en los medios: un futbolista con cara de no enterarse de nada, empresarios y políticos con cara de estar bien enterados de todo, un cocinero de esos de la nueva ola y otros más o menos conocidos. Dicen los mal pensados que se trata de dar un escarmiento público, algo así como lo que se hacía en aquellas picotas que se alzaban en las plazas de los pueblos, en las que se ataba a los delincuentes para aviso y ejemplo de todos. Puede ser, pero hace bien, qué diablos, que, puesto que hay que pagar, paguemos todos, según el principio de la justicia distributiva. A la hora de disponer del fruto de esos impuestos nadie pone reparos, así que tampoco trate de escabullirse.
La cuestión está en tener o no la percepción, mejor sería la convicción, de que lo que se nos quita para proveer el fondo común nos es devuelto en su justa medida en forma de servicios y atenciones sociales. Porque ese es el fundamento del impuesto, sea cual sea la consideración semántica y técnica que quiera dársele. Hay teóricos que lo ven como el pago de la prima de un seguro; hay quienes lo consideran como una retribución por los servicios que presta el Estado, y hay incluso quienes lo ven como una consecuencia de la condición de súbdito. Aunque quizá deban concebirse mejor como un simple intercambio, a menudo desigual, de dinero por bienestar social. En cualquier caso, todo parte de una raíz única y fundamental: que los ciudadanos paguen. Y vaya si pagamos. Pagamos por lo que ganamos, por lo que gastamos y por lo que ahorramos, por circular y por aparcar, por recibir la herencia de los padres, por comprar un bien y por venderlo, pagamos hasta por tener que pagar, y eso sólo en lo que se llaman impuestos directos, porque los indirectos están tan omnipresentes en todo lo que hacemos en la vida cotidiana que puede decirse que sólo el pensamiento está libre de impuestos. Y aquí no hay negociación posible ni caben esfuerzos de entendimiento; cada uno se queda con lo que el Estado le deja. De ahí que nada irrite más al ciudadano harto de pagar que la ligereza con que se trata su dinero, el despilfarro, los gastos inútiles, las subvenciones absurdas, los sueldos escandalosos, las prebendas, los privilegios y, no digamos, el saqueo de las arcas por parte de algún miserable que siempre suele aparecer.
Los impuestos son una de las escasas seguridades absolutas que puede tener el hombre. Como la muerte, el dolor, la duda o el error. Tanto que, ni aun en el hipotético caso de que alguien renunciase por completo a vivir en sociedad y a las ventajas que ésta le proporciona, le dejarían estar exento de ellos. Visto así, resulta fácil tomarlos como la demostración evidente que deja en simple utopía la proclama de la libertad del hombre. Y, por buscar alguna justificación más metafísica, la prueba de la incapacidad del ser humano para sobrevivir como individuo aislado.