miércoles, 29 de marzo de 2017

Aniversario europeo

Nacieron de un tronco común y se alimentaron de los mismos nutrientes, aunque algunos se desarrollaron más que otros. Crecieron juntos y participaron también juntos de casi todo lo que afectó a cualquiera de ellos. Pasaron la vida peleándose entre sí, mirándose de reojo, tratando de cambiarle al vecino las fronteras en beneficio propio, pero a la vez intercambiándose ideas y forjando un modo de ser común. Apenas hubo entre ellos un momento de paz absoluta hasta que, hace ahora sesenta años, decidieron solemnemente hacer un pacto de unión y olvidar para siempre lo que los dividió durante siglos. La Unión Europea es, sin duda, una experiencia única en la Historia, y al mismo tiempo, una de las más lógicas. Y es que hay conceptos cuyo poder de abstracción se superpone a la propia realidad física que los sustenta. Por encima del hecho geográfico que la configura -una península irregular de Asia- Europa y lo europeo tienen una proyección histórica que alcanza en mayor o menor medida a la totalidad de la humanidad. Nada hay tan fluido como el pensamiento, sobre todo cuando va sustentado por un empirismo capaz de crear ventajas materiales. La cultura europea, su concepción ontológica, sus referencias morales, su creación artística, su ciencia y, por supuesto, su actuación material, han influido de modo tan determinante en el quehacer histórico, que resulta difícil no encontrar su eco, por débil que sea, en el rincón más apartado de la vida cotidiana de todos los pueblos. Bien mirado, no hay mayor fuerza de cohesión.
El sustrato cultural europeo tiene su raíz en tierras griegas en el momento en que el mito comenzó a ceder sitio a la razón, y se ha desarrollado con esta marca de origen en todos los campos del conocimiento. Luego, lo que se refiere a los modos de organización social lo aportó Roma, y lo que atañía a la relación individual con lo trascendente lo puso el cristianismo. No es una visión mediterránea; ya se encargaron las reformas religiosas de contrastar los dos espacios diferenciados y de hacerlos valer hasta hoy mismo, pero nada puede entenderse en el ser europeo, ni siquiera en lo material, sin tener presente esa raíz. Como alguien ha recordado estos días, en el 298 Diocleciano dividió el Imperio romano de Occidente en siete diócesis: Germania, Hispania, Britania, dos en la Galia, Italia y África. Pues las cinco primeras son hoy los cinco estados con mayor PIB de la Unión Europea.
En este aniversario se ha hablado mucho de Europa, se han dicho muchas cosas y se han hecho muchos discursos. Ninguno, sin embargo, se ha referido a lo realmente importante: sus lazos internos, las venas invisibles que la fecundan. Todos los argumentos que se esgrimen a favor de la idea de Europa nacen de la economía, la geoestrategia o de la contingencia política del momento, es decir, son argumentos circunstanciales, que nadan sobre las olas a merced de donde sople el viento, sin anclarse en nada sólido. Se hace necesario un rearme poderoso de su identidad cultural y moral, que es justamente lo que se está abandonando en favor del fortalecimiento exclusivo de los lazos económicos y, algo menos, de los políticos. Sin unos firmes apoyos sentimentales, aferrados a las raíces espirituales que la han nutrido desde su origen, se hace imposible su futuro.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Políticos de la nueva hornada

El aire fresco que anunciaban las nuevas caras de los indignados que iban llegando al foro de la política se ha ido enrareciendo a medida que fueron teniendo oportunidad de abrir la boca. Más que brisa vivificante es ya miasma envejecido que huele a rancio y que nos trae recuerdos de turbios momentos del pasado. Pronto agotaron su aliento; no pudieron sostener mucho tiempo el soplo impostado con que pretendían encandilar a todos los necesitados de un salvapatrias. Es lo que tiene estar a todas horas en las pantallas, luciendo verborrea fraygerundiana e imagen modosita de telepredicador; que las burbujas del fondo terminan por aflorar. Siempre en vanguardia de la preocupación por solucionar los grandes problemas de nuestro vivir diario, siempre atentos a la felicidad de los ciudadanos y ciudadanas, han decidido retomar la vieja arma del anticlericalismo, que les debe de parecer muy efectiva para satisfacer esa acuciante demanda de la sociedad que es la de acabar con cualquier signo religioso. Pero no les basta con asaltar capillas, terminar con la enseñanza concertada o derogar los acuerdos con el Vaticano. Han decidido que lo que realmente ofende nuestra condición de demócratas y pone en peligro todo nuestro sistema de convivencia es que la televisión pública siga retransmitiendo la misa cada domingo; o sea, que dé un servicio al 70 por ciento de la población.
Mucha dosis de fanatismo hay que tener para anteponer una ideología nacida del sectarismo a la necesidad espiritual de millones de personas. Precisamente la parte más débil de la sociedad: mayores, impedidos, gentes aisladas en el medio rural, personas que tienen en la misa dominical un consuelo reconfortador y un modo de sentirse partícipes de la vida de su comunidad a través de su liturgia y su mensaje. Pocas veces la televisión habrá ejercido con tanta dignidad su función de servicio público, ese que estos nuevos salvadores de nuestra indigencia intelectual quieren quitarle. Y todo porque ni siquiera saben leer: en ninguna página de la Constitución aparece el término laico ni ninguno de sus derivados. Lo que se dice es que ninguna confesión tendrá carácter estatal, o sea que el Estado ha de ser aconfesional, algo muy distinto, y además, que ha de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad, especialmente la de aquella que aparece como mayoritaria desde el inicio mismo de nuestra andadura histórica.
Si la altura del pensamiento de estos nuevos paladines que han irrumpido de pronto en nuestra escena política alcanza ahí una de sus cotas máximas, fácil defensa tiene el bipartidismo; aquello de que muchas manos en un plato hacen mucho garabato tiene aquí una buena demostración, viendo las manos que revuelven el plato. A ver en qué podemos mejorar la vida de nuestros conciudadanos, se preguntan cada mañana. Pues podemos, por ejemplo, introducir algún nuevo elemento de crispación o buscar problemas donde no los hay, y de paso, atacar a los sectores más vulnerables de la sociedad, también los más pacíficos y los que no tienen más respuesta que el silencio. Y el voto. Cada domingo sube la audiencia de la misa.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Los dictadores de opinión

La vida se nos presenta siempre como un camino desconocido, pero este tramo en que hemos entrado hace ya algún tiempo nos comienza a parecer irreconocible y, lo que es peor, sin un destino claro. Sin apenas darnos cuenta, hemos llegado a un período en el que todo parece amontonarse, nada permanece más allá de un suspiro, corren extrañas novedades a ocupar un lugar que aún no ha sido desalojado y todo se hace confuso y de difícil asimilación. Igual las ideas. Desde algún poder escurridizo en sus formas, pero no en sus medios, se decide una alteración de los valores que nos han sustentado y se impone una idea única, y ay de quien no la siga; menuda catarata de epítetos le espera. Pensar cada vez se convierte más en un acto heroico. Los pensamientos propios, esos queridos y a veces rebeldes pensamientos que nos hacen ser como somos y configuran nuestra carta de naturaleza espiritual, están siendo arrinconados por los de unos cuantos que lo dominan todo y a los que se les permite enseñorearse de ellos. Parece que ya nadie está a gusto con sus opiniones. Se nos invita a huir de lo que pueda decirnos nuestro propio interior. Se procura que siempre tengamos alguna voz ajena que anule a la nuestra, sea una campaña o el charloteo de unos tertulianos profesionales que lo mismo opinan sobre el bosón de Higgs que sobre los efectos de la globalización en la sociedad zulú.
El empeño es debilitar nuestras convicciones para que quedemos a merced de ellos. Se está entregando la facultad de pensar a cambio de que nos ocupen la mente. "Lejos de nosotros la funesta manía de pensar", declaró el rector de la universidad catalana de Cervera para fijar su fidelidad al rey absolutista. Hoy el absolutismo se ha trocado en el intento de llevarnos hacia un único pensamiento, haciéndonos renunciar a todo lo que configuró nuestra instalación moral y cultural. Todos hemos de pensar lo correcto, es decir, lo que entienden por correcto quienes controlan los medios. Tiene que gustarnos lo que les guste a ellos. Hay que compartir su opinión sobre algunos comportamientos y actitudes que hasta ahora nos parecieron rechazables, o sobre unos determinados segmentos sociales y hasta sobre aspectos de nuestra propia historia. Que no tengamos ocasión de pensar. Quizá sea porque, según los expertos, razonar no es cuestión que dependa de la inteligencia, sino que se aprende con el ejercicio.
A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para estar conmigo me bastan mis pensamientos. Puede, don Félix, pero es que en su tiempo no existían los robamentes, ni los hechizos ante ellos, en la misma dimensión que hoy. El progreso es hijo a la vez del tiempo, de la sana voluntad del hombre y del maligno, pero hay algunos que parecen ser únicamente hijos del maligno. Cuando el progreso aliena no puede tener otro padre.
Si quieres oír cantar a tu alma, haz el silencio a tu alrededor, escribió otro poeta. El silencio que habita lejos de la bambolla mediática y de quienes aparecen por todos los sitios lanzando sus consignas. Allí donde no haya ninguna voz ajena que merezca quitarte tu propia compañía para darte a cambio basura elaborada.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Evocación tunecina


Hay muchos motivos para perderse unos días por Túnez y todos tienen que ver con los aspectos más gratificantes de la actividad viajera: por sus gentes amables y hospitalarias, por la variedad de sus paisajes, por sus contrastes físicos y humanos o porque acaso ahora sea uno de los países más seguros para el turista. O puede que por el color rotundo de las cosas, ese color que le hizo decir a Paul Klee: "El color me posee; somos uno bajo este cielo, el más bello del mundo". Hay muchas razones y cada visitante tendrá la suya. La que le mueve a este viajero tiene que ver con lejanos pero vigorosos recuerdos de pupitre, cuando los héroes eran los únicos señores de la Historia y oía las hazañas de Aníbal con la convicción de que era el mayor de todos ellos. Aún recuerda el texto literal de su libro: "Cruzó los Pirineos, cruzó los Alpes, venció a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas y llegó hasta el corazón de la misma Roma, pero no se decidió a atacarla". Luego, ya se sabe, la falta de recursos, la incomprensión de su ciudad y la derrota final en Zama. Más tarde, el "Delenda est Carthago", la destrucción total y la desaparición de la ciudad púnica.
Casi todo lo que hoy nos queda de aquella poderosa señora del Mediterráneo que se atrevió a desafiar a Roma es la ciudad reconstruida por los mismos romanos, extendida a lo ancho de 600 hectáreas en torno a la colina de Byrsa, el núcleo primitivo. En su cima quedan los restos de la acrópolis romana, y junto a ellos el Museo Cartaginés y una catedral, ya sin culto, dedicada al rey San Luis de Francia, que murió aquí. Y a sus pies, dispersos entre pinares y palmeras, los vestigios de la gran ciudad: las enormes termas de Antonino, el anfiteatro, un conjunto de villas romanas, el teatro, y también los dos puertos púnicos artificiales, el comercial y el militar, que albergaba la poderosa flota cartaginesa, y el "tofet", el lugar de los sacrificios a Baal. Los franceses se encargaron de poner a esta zona el nombre de Salambó, como la sacerdotisa de la novela de Flaubert.
Desde la ladera de la colina se tiene ante los ojos la espléndida bahía, bordeada de verdor. Está el aire reposado y todo el ambiente parece contagiado de su serenidad. La luz mediterránea dibuja el paisaje con una nitidez desacostumbrada, como si todo estuviera envuelto en una transparencia desconocida. Al fondo, sobre la otra orilla, se recorta la silueta de Bou Kornine, la montaña sagrada. Apoyado en la verja de una terraza, este viajero contempla todo esto y le da por pensar que los hechos que deciden nuestros caminos en la vida vienen determinados por minúsculas conjunciones de actos insignificantes. La Historia está formada por hechos así, y de ellos gozamos o sufrimos las consecuencias, sin que intervenga más voluntad que la de quien cree decidir algo sin gran importancia. Si Aníbal, después del triunfo de Cannas, se hubiera decidido a atacar Roma, seguramente nuestra historia sería muy distinta. No habría existido el Imperio romano ni la Europa que conocemos ni yo estaría escribiendo en esta lengua. Pero ahora la mañana es luminosa y uno también piensa que sólo por gozar de este momento y este lugar, bien merece la pena venir a Túnez.

miércoles, 1 de marzo de 2017

No es tiempo para la lírica

Algo se nos va perdiendo día a día sin que nos demos cuenta, algo que no echamos de menos ni echaremos hasta que el tiempo nos lo convierta en una carencia insoportable. Y es que corren malos tiempos para la lírica, amigos. El viento de no sé qué modernidad se está llevando por delante la dulce entrega a la evocación y hasta la misma poesía, como si fueran las hojas inservibles de un parque en otoño. Ya marchita la rosa el viento helado, todo lo muda esta edad ligera. A ver qué niño de ahora conoce algún romance o alguna de las fábulas de Iriarte o Samaniego, que antes todos se sabían de memoria; a ver quién es capaz de recitar las décimas de Segismundo o siquiera algún soneto; a ver cuántos pueden citar en voz alta versos que hablen de honor, de libertad o de amores escondidos. Buena escoba traéis, mudanza fuerte, que sin piedad ni amor todo lo cambias. Pregunten a los niños por impronunciables nombres de aplicaciones de móvil y de ordenador o a un joven por los secretos de cualquier red y obtendrán no sólo una respuesta exacta y extensa, sino también un rostro iluminado por la íntima satisfacción del conocimiento. Pero no les habléis del olmo seco hendido por el rayo ni de qué tengo yo que mi amistad procuras, porque veréis en su cara un gesto de extrañeza, cuando no de desagrado. Así es, amigo, qué se le va a hacer.
Y el caso es que esta cuarta o quinta revolución tecnológica tampoco va a traernos la menor solución a ninguna de nuestras inquietudes espirituales, ni va a colaborar en la búsqueda de los tres grandes objetivos que nos enseñaron los griegos y que nadie ha logrado invalidar como modo de ser mejores como individuos y como sociedad: la belleza, la bondad y la verdad. Más bien al contrario. Ninguna realidad tecnológica puede ser en sí misma un fin, como parecen pretender esos falsos progres miméticos y obsesionados por el temor de perder no sé qué tren, sino que se trata tan sólo de un medio para alcanzar un objetivo mucho más alto y bastante más lejano, y que tiene que ver con la realidad más profunda del hombre. Parece que alguien gana con que no coticen los sentimientos. Ya se alzó en un parlamento autonómico la voz de una boca seca de no besar, clamando contra el amor romántico y sus terribles consecuencias sobre la igualdad de género. Qué equivocados estuvimos todos hasta ahora. Qué bonita y ejemplar habría sido la historia literaria sin Julieta ni Dulcinea ni Melibea ni Emma Bovary. Qué maravilloso modo de entrar, desprovistos de lastres absurdos, en el mundo de la auténtica corrección, el de las relaciones establecidas sobre unas coordenadas de implacable igualdad, sin los condicionantes artificiosos que hemos fabricado y que tienen nombres como ternura, dulzura, cariño, amor.
Si algún atractivo tiene para uno la posibilidad de vivir doscientos años, sería la de ver qué clase de seres humanos hemos contribuido a dejar en este planeta. Vamos a creer que los griegos tenían razón y que la búsqueda de sus tres conceptos seguirá suscitando preocupación; eso indicaría que, a pesar de todo, la esencia del ser humano prevalece como parte inherente a él. Pero entretanto, amigo, lo dicho: corren malos tiempos para la lírica.