miércoles, 30 de junio de 2010

Y ahora el burka

El verano suele ser una estación propicia para que los gobernantes puedan respirar mejor. Será el sol, que distrae la atención de sus gobernados y la lleva hacia otros caminos, o las noticias, que se vuelven menos trascendentales y más amables, o simplemente la necesidad ciudadana de sacudirse el hartazgo de la omnipresente política. Estos días de Mundial son un alivio para cualquier gobierno y, si no bastara, ahí tenemos otra propuesta de discusión sobre lo que nunca creíamos que tendríamos que discutir jamás: el burka.
Tan lejano nos parecía que nos ha cogido desprevenidos. Estamos estrenando razonamientos. En el Senado dicen sí los que en los ayuntamientos dicen no. Hablan los ideólogos y los que ponen el acento en los aspectos prácticos, como la seguridad, pero caben otras preguntas. ¿Qué se puede sentir al verse obligado a contemplar la vida a través de un enrejado de minúsculos cuadrados pegados a los ojos? ¿Cuál puede ser la percepción del mundo que ha de tener alguien que tan sólo puede atisbarlo detrás de un velo oscuro, abierto únicamente por unos pequeños agujeros que le compartimentan la visión?
La crónica de la historia nos ofrece épocas de especial dureza para la mujer, especialmente en lo que se refiere al sometimiento de su voluntad y al acallamiento de sus impulsos más humanos, pero no es posible encontrar, ni aún en épocas en las que las ideas igualitarias derivadas del moderno desarrollo de una moral racional eran impensables, un estado de degradación semejante. La mujer es propiedad exclusiva de un hombre, primero de su padre y luego de su marido, y sólo ellos pueden tener acceso a su expresión. Se anula su voluntad, por supuesto, pero también su cualidad de ser humano solidario con todo lo creado. El mundo ya no es un escenario para contemplar y admirar, sino un espacio al que sólo es posible vislumbrar a través de un pequeño agujero. El entendimiento pierde su carácter de potencia necesaria; deja de ser el instrumento indispensable para el desarrollo del espíritu y de la mente y se convierte en un don entregado gratuitamente a unos individuos que así lo exigen.
Esas mujeres que han llegado hasta nosotros y nos miran a través de su velo apenas calado, sólo tienen la ventaja de poder ver y no ser vistas. Estamos desnudos ante ellas, mientras que ellas son para nosotros un misterio incomprensible, tanto como la clase de ideas que las aprisionan. No resulta fácil encontrar la solución de lo que no se comprende, y si aplicamos nuestra mentalidad de occidentales no nos queda más que acudir a la razón y a nuestras leyes, que nada tienen que ver con la asura XXXIII, 59, del Corán.
Sin demasiada concesión a la retórica, alguien lo resume en la barra de un café, entre el asentimiento de quienes le escuchan:
-Si no les gustan nuestras costumbres ni nuestros usos sociales, que se vuelvan al lugar de donde vinieron, así, sin paños de corrección política, que allí encontrarán no sólo el derecho, sino la obligación de llevarlo.

miércoles, 16 de junio de 2010

El milagro del fútbol

En un sentido primario, la mayoría de los deportes tienen un principio de infantilismo que es la base de una extraña paradoja. Dos señores pasándose una pelotita por encima de una red se convierten en un espectáculo mundial; doce jóvenes tratando de meter un balón en un aro pueden paralizar a todo un país; veintidós individuos corriendo por un campo detrás de una pelota para introducirla en un rectángulo es el mayor acontecimiento mediático del mundo. Trabajo para sociólogos y psicólogos de masas.
Pero si lo verdaderamente sorprendente de casi todos los deportes es esa enorme desproporción entre la inanidad de la causa y la magnitud de los efectos, es en el fútbol donde se pierde cualquier explicación. Un juego de concepción elemental, desnudo de complejidades abstractas, con reglas aferradas a una obsoleta sencillez y dotado de una terminología de reminiscencias bélicas: hay capitanes, disparos, estrategias, líneas de ataque y defensa y hasta la idea que de su resultado depende el honor patrio. Nada que no haya en otros, y sin embargo, en torno a él se mueven ingentes sumas de dinero; sus campeonatos mundiales -lo estamos viendo- se convierten en el mayor espectáculo de masas, batiendo en cada ocasión su propio récord de espectadores; en su propia condición de elemento representativo de toda una nación hace sentir su acción aglutinante y su capacidad de unir, aunque sea momentáneamente, los ánimos separados por todo lo demás. El fútbol, más allá de su hecho físico, es sentimiento derivado en pasión, en la que, como en toda pasión, está ausente el componente racional. Sólo él es capaz de conseguir que millones de personas en distintos lugares levanten a la vez los brazos en un estallido de alegría por un hecho en lo que no han tenido participación alguna ni va a influir para nada en su vida personal. El fútbol es la cadena más difícil de romper por parte de quien ha sido atado con ella. Ya se sabe que se puede cambiar de mujer, de trabajo, de lugar de residencia y hasta de religión, pero no se cambia de equipo. No hay fidelidad más constante.
¿Y a quién perjudica esto? Desde luego, colectivamente a nadie. El fútbol debe de ser una de las pocas actividades que a todos les viene bien. A sus mandamases, que se embolsan sus buenos millones con la organización de los eventos; a los futbolistas, que no sólo se convierten en objetos de idolatría, sino que también aumentan su cuenta con sustanciosas primas simplemente por cumplir con su deber; a las cadenas de televisión, que ven crecer sus audiencias y sus ingresos publicitarios; a los gobiernos, que pueden rentabilizar los triunfos que lleguen, y en todo caso ven cómo por unos días las miradas se vuelven hacia una realidad más ilusionante que la que ellos son capaces de ofrecer; y a los propios aficionados, que tienen ocasión de avivar sus emociones sin pagar nada a cambio.
Hoy España inaugura su actuación frente a los precisos suizos y todo el país se detendrá con un mismo deseo compartido. Qué otra cosa podría lograr semejante milagro. Y sólo es un juego. La bagatela más seria del mundo.

sábado, 12 de junio de 2010

La libertad

La palabra libertad no es más que un sinónimo de ilusión inalcanzable. Qué tendrán algunos conceptos que se erigen como metas a alcanzar mediante un camino de perfección y en realidad no son más que sombras inasibles. Libertad, palabra suprema, simple señuelo que ha estimulado el vivir humano. La oímos y pensamos en un concepto absoluto, sin darnos cuenta de que, como mucho, sólo podemos referirnos a su grados. La paradoja consiste en que, si pudiéramos alcanzarla individualmente en toda su plenitud, desapareceríamos como especie. En esto se diferencia de otros ideales que también constituyen anhelos permanentes, como la solidaridad, el amor o la verdad.
Libertad es el término más repetido desde siempre en cualquier discurso de cualquier político, y las gentes aplauden entusiasmadas sin atender más que al bello sonido de la palabra. ¿Libertad? Sólo en el espacio que hay hasta que comienza la del otro, pero es un espacio que cada día nos reducen más. El control es poder, el control es necesario para la supervivencia social y el poder vela por ella, luego ha de controlar. Así que has de declarar el dinero que tienes, la casa en que vives, lo que ganas y lo que consumes, la forma en que te apañas en la vida y hasta el nombre de tu perro. Deciden por ti el sitio donde tienes que fumar, el momento en que has de revisar el coche, la velocidad a la que has de ir y hasta dónde y cuándo puedes pasar un rato pescando. Has de tener por fuerza una cuenta en un banco, no puedes cambiar ni un grifo de tu casa sin pedir autorización, y ni siquiera podrás decir ya que un negro es negro o que un gitano es gitano, salvo que quieras caer en las iras de la implacable ortodoxia de lo políticamente correcto. Y, por supuesto, no podrás decidir sobre tu salud ni sobre los límites de tu vida.
-A veces dan ganas de hacer lo de Vittorio Gassman en El profeta: mandar al diablo a todos y marcharse al monte más inaccesible a vivir sólo con una cabra.
Pues no tardarías en ver subir a un inspector de Hacienda a ver de qué vivías, a un policía a ver por qué habías desaparecido y a una cámara de televisión a sacarte una exclusiva. Esta es una sociedad sin gateras. Nadie es libre ni para decidir si quiere dejar de serlo. La compleja realidad que nos hemos creado nos está acercando a ese punto en que lo que no está prohibido es obligatorio y, encima, por cada obligación que imponen, nos cobran por cumplirla.
No deja de ser una contradicción de esta sociedad nuestra que el aumento de la libertad moral, religiosa o política se corresponda con las restricciones de la que podríamos llamar cívica. Es cierto que en otros ámbitos no existen ninguna de las dos, pero aquí hemos pasado muchos siglos teorizando, sistematizando y acudiendo a todas las fuentes de legitimidad relacionadas con la naturaleza del ser humano hasta llegar a la conclusión de que el hombre es un sujeto de derecho a la libertad. Lo que no nos han enseñado es que ese derecho viene acompañado de una recomendación: la de resignarnos a ver que es, o nos lo hacen, imposible. Así es. Parecemos tan libres y estamos tan encadenados.