miércoles, 27 de octubre de 2021

Después de la tormenta

Por fin parece que comienza a debilitarse la maldita pandemia y nos acercamos ya a la  normalidad que teníamos antes de que ese ciclón repentino y desconocido nos dejara el alma en vilo y el cuerpo protegiéndose con todos los medios posibles de una amenaza que cada día veíamos temible. Fue un tiempo de desorientación e incertidumbre, de miedo y dudas, con cientos de ausencias cada día que apenas dejaban tiempo para despedir, ni siquiera para llorar. Hubo que adaptar nuevas formas de pensar y de obrar ante una realidad hasta entonces nunca vivida. Se ensayaron nuevos modos de trabajo y se acabó con conceptos que parecían inamovibles, como la obligada presencialidad laboral, tanto que quizá hayan llegado para quedarse. Pero sobre todo, conocimos en toda su dimensión nuestra fragilidad ante las sacudidas de cualquier azar; nosotros, los que dominamos el planeta hasta en sus rincones más insignificantes e incluso nos asomamos al exterior, nos encontramos de pronto a merced de un ser invisible que pareció surgir de la nada y nos enseñó que nuestras queridas vidas valen lo que la suerte quiere que valgan. Quizá más de uno, en su interior o en alguna noche de insomnio, se haya hecho una pregunta parecida a la que se hizo Chateaubriand ante la epidemia de cólera de 1817: ¿Qué pasaría si un contagio general acabase con todos los hombres? Y puede que se diera la misma respuesta: nada; la Tierra, despoblada, seguiría su ruta solitaria.

Aún no ha se ha ido del todo la amenaza, y si nos descuidamos con alguna imprudente alegría podemos retroceder de nuevo a aquellos días, pero ahora que ya no la tenemos como un motivo de obsesión ni siquiera en la primera línea de las preocupaciones; miramos hacia atrás y podemos sentir un cierto sosiego esperanzador al ver cómo la vida se empeña en aferrarse a sí misma buscando por todos los rincones los recursos necesarios. Se ha dicho  que la desgracia descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir. Aquí las luces fueron la capacidad colectiva de seguir las normas sin las habituales trifulcas partidistas, la solidaridad ciudadana y el reconocimiento unánime y sincero a quienes dedicaron todo su esfuerzo a suavizar los estragos de la epidemia, incluso con riesgo de su propia salud. Y al final, la constatación de que solo el trabajo de unos científicos fue capaz de librarnos de un desastre de alcance inimaginable. Olvidemos tantas promesas huecas. Ni salimos más fuertes, ni se repoblaron las zonas rurales, ni nos volvimos más eficientes por el teletrabajo. Solo más aliviados y con más aprecio por lo que teníamos.

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