Por si faltaba algo a este tiempo de sobresaltos, ahora asoma la
guerra por una esquina de Europa. Se ha abierto el segundo sello del
apocalipsis y el jinete color sangre se dispone a cabalgar, esta vez ahí al
lado. En realidad nunca ha dejado de hacerlo. Si hay algún empeño constante y
permanente en la acción humana a lo largo de toda su existencia es el de hacer
la guerra. Por mucho que retrocedamos hasta la oscuridad de una cueva
paleolítica, en lo más profundo de la historia, no encontramos ni un solo
momento en que la humanidad haya logrado vivir en paz de forma absoluta;
siempre, en algún punto del mapa, habría dos grupos humanos intentando
eliminarse entre sí a base de abrirse la cabeza mutuamente. Es posible que
tengan razón los que creen que la humanidad necesita de vez en cuando una
especie de autorregulación para evitar su colapso, algo así como la acción de
algún agente que controle un crecimiento desmedido que afectaría a su
supervivencia; esa sería la acción de las epidemias, las catástrofes naturales
o las guerras. Sombría teoría, que las convierte en inevitables.
El conflicto de Ucrania seguramente tiene complejas motivaciones y
dará lugar a infinitas interpretaciones de todo tipo por parte de analistas
rigurosos, de opinadores de tertulia y de los sedicentes expertos que supeditan
cualquier juicio a su ideología. Más importante, por sus consecuencias para
todos nosotros, serán las reacciones que desencadene en los ámbitos políticos y
su traducción en acciones militares, pero en definitiva se nos presenta como un
episodio más de la continua aspiración rusa a considerar como propios a quienes
solo quieren ser tenidos como vecinos, y eso por imperativo natural, sin que
nunca hayan importado mucho los modos ni las consecuencias. Más que por los
límites geográficos, siempre movibles e inestables, el inmenso imperio se
vertebró siempre mediante fronteras espirituales, al margen de la ideología del
régimen que mandase. Viendo la trayectoria de Rusia puede
decirse que sólo ha tenido dos gobernantes: el tirano correspondiente y el
vodka. Este pueblo melancólico, hospitalario, sumiso, poético, tradicional y
reverencioso, que no ha conocido ni una hora de democracia desde que apareció
en la Historia ,
es quizás el que tiene una visión más relativista de las razones del
sufrimiento humano. De ahí que los amos de turno puedan actuar con total
seguridad, al menos de fronteras para dentro. Lo que ocurre es que el tablero
mundial ya no es el mismo y los intereses que siempre fueron locales se han
convertido en universales. Y con los intereses, los conflictos.